Expertos y divulgadores acostumbran a explicar la obra de los artistas según la infancia y el aprendizaje del oficio, las etapas de su carrera y ...
El escritor explora sus cuadros favoritos de La Tour, Goya y Hopper en 'El atrevimiento de mirar'
Expertos y divulgadores acostumbran a explicar la obra de
los artistas según la infancia y el aprendizaje del oficio, las etapas
de su carrera y sus casamientos, sus viajes y el prestigio adquirido.
Pero ¿qué ocurre cuando apenas hay datos de un creador, cuando su
pintura se impone como una fuerte presencia y un poderoso enigma y
faltan los apoyos habituales para explicarla?
Este es el punto de partida del escritor Antonio Muñoz
Molina en su texto sobre el renacentista francés Georges de La Tour. Un
artista alejado de la corte parisina, residente en una pequeña población
de la Lorena, rico ganadero al que criticaban sus vecinos por la
exhibición de su riqueza. Y cuyos cuadros, sin embargo, «están llenos de
atención respetuosa y cordial por la vida de los pobres, de los raros,
de los expulsados», escribe el autor de 'El jinete polaco', novela que
toma su título del cuadro de Rembrandt.
El artículo de Muñoz Molina se incluye en un volumen con
una selección de sus textos sobre artistas titulado 'El atrevimiento de
mirar' (Galaxia Gutenberg). El libro comienza con el recuerdo de sus
años universitarios en Granada, cuando cursaba Historia del Arte. Eran
los años setenta y, más que admirar o criticar las obras, los profesores
seguían la moda marxista y veían la explotación burguesa o la
resistencia a ella en cada pincelada. Los que no seguían esa pauta se
acomodaban a un modelo de explicación parejo al de la ciencia, con los
orígenes, influencias y evolución de las trayectorias artísticas.
Ninguna de las dos fórmulas hubiera resuelto el misterio de La Tour,
porque ni una ni otra se atrevía a mirar de frente. Además del artículo
sobre el pintor francés, el libro se compone de otros textos sobre el
arte más comprometido de Goya, sobre Edward Hopper, Picasso, el
expresionista Christian Schad, el fotógrafo Nicholas Nixon y los
españoles contemporáneos Juan Genovés y Miguel Macaya.
El autor elige el cuadro 'El tocador de zanfona', una de
cuyas versiones está en el Prado, para aproximarse a la obra de La Tour,
en la que tampoco hay autorretratos, al contrario que en la de
Velázquez, Rembrandt o Goya. La zanfona era un instrumento propio de
músicos ambulantes, en este caso un ciego de manos rudas que representa
al artista más terrenal, el que no puede ser veleidoso. Nadie sabe
cuándo ni para quién fue pintado. La obra se presta a ser mirada sin
prejuicios, a disfrutarla y a juzgarla según la pasión que a cada uno le
pueda suscitar.
Pero Muñoz Molina no se contenta sólo con los 'raros'
sino que también se atreve con otros tan intepretados y reinterpretados
como Goya y Hopper. Los clientes ricos del siglo XVIII pedían paisajes
bucólicos y personajes sin conflictos. Goya, cómo no, se avino al gusto
de quienes le pagaban, como muestran los cartones para sus tapices
también expuestos en el Prado. Pero el artista nunca fue del todo
obediente y entre sus figuras serenas, en esas obras, cuela a un
campesino sin dientes y la cabeza tiñosa de un niño.
Goya fue un rebelde que aún creía posible la redención
universal, y que por eso eligió una mirada de consecuencias políticas y
morales, como prueba su exilio en la liberal Burdeos, los grabados de
los 'Desastres de la guerra' -en el que el artista apunta la frase «Yo
lo vi»-, y 'Los fusilamientos del 3 de mayo'.
Lejos del movimiento de las pinturas de Goya se
encuentran las imágenes quietas de Edward Hopper. Imágenes
reconocibles, según Muñoz Molina, para quien pasee por las zonas de
Nueva York en las que aún quedan casas bajas y sus residentes no se
molestan en echar las cortinas, si las tienen, dejando ver su vida
interior. «Como en las películas de Hitchcock, las ventanas y el acto de
mirar son centrales en el universo de Hopper. Basta un cierto encuadre
para que lo común se vuelva extraordinario, o para que lo trivial
resulte amenazador», escribe el autor de 'El atrevimiento de mirar'.
Acostumbrados a ver reproducciones de sus cuadros, Hopper
resulta familiar, una familiaridad que se vuelve falsa al comprobar lo
que influye el tamaño de los cuadros y el encuentro con su pincelada.
Muñoz Molina desacredita la visión de Hopper como un pintor realista, o
casi fotográfico, pues él tuvo el talento de convertir lo corriente en
algo muy personal. Todo arte debe nacer del yo del artista, sostenía
Hopper. Y como si quisiera demostrar esta idea ,la práctica totalidad de
las figuras femeninas que él pintó están basadas en su mujer, Jo, ya
fuera como una mujer de pelo gris y semblante desolado o como bailarina
de 'strip-tease'.
Más alegres fueron los veranos de Picasso en los años
veinte. Muñoz Molina habla de ellos a partir de uno de sus cuadros, 'La
flauta de Pan', de 1923. En el verano de aquel año, cuando el pintor ya
había pasado los cuarenta, él y su mujer se unieron en la Costa Azul con
los Murphy, un matrimonio rico, guapo, hedonista, sociable y con gusto
por el arte, como salidos de alguna novela o relato de Francis Scott
Fitzgerald. Gracias a los Picasso y a los Murphy se inventó el veraneo
según hoy se entiende, como largos días sin otra obligación que ir a la
playa y pasárselo bien. Además del veraneo como modo de vida deseable,
el malagueño también había encontrado su cliente ideal, el nuevo rico.
«Hay muchos, no saben qué hacer con el dinero. Son horribles,
maniáticos, pero divertidos. Dígales a los amigos de Barcelona que cada
vendo más, que seré rico», le comentaba a Josep Pla.
Si el año pasado el Nadal echó mano del fondo de armario para reconocer a un titán de la narrativa española como Álvaro Pombo, ...
El periodista barcelonés se alza con el galardón con «Estaba en el aire», su segunda novela,.
Si el año pasado el Nadal echó mano del fondo de armario para reconocer a un titán de la narrativa española como Álvaro Pombo,
el galardón más longevo de las letras ha dado hoy la campana al aupar a
lo más alto de un podio a un autor que, si bien ha pasado buena parte
de su vida rodeado de libros y páginas impresas, podría considerarse un
recién llegado a la literatura. O, por lo menos, a la literatura vista
desde dentro, y no desde la barrera.
De hecho, «Estaba en el aire», la novela que ha acaparado hoy domingo todas las miradas en el fallo de la 69 edición del Premio Nadal de Novela convocado por Ediciones Destino, es la segunda novela de Sergio Vila-Sanjuán (Barcelona,
1957), veterano periodista barcelonés siempre en contacto con la
información cultural que en 2010 se animó a dar el salto al otro lado de
la barrera con «Una heredera de Barcelona».
La Barcelona de los 60
Para su segunda novela, merecedora de los 18.000 euros que
acompañan al Nadal, Vila-Sanjuán ha vuelto a inspirarse en la historia
familiar —en este caso en la de su padre, el periodista y publicista
José Luis Vila-Sanjuán— para dar forma a un relato que retrata la
Barcelona de los años 60 a partir del programa de radio «Rinomicina le
busca».
Así, tomando como punto de partida este espacio radiofónico dedicado a resolver misterios y encontrar a personas desaparecidas,
Vila-Sanjuán va trenzando una historia de amor, periodista y dinero en
la Barcelona de los años sesenta mientras da forma a una serie de
personajes de entre los que destacan una dama de la alta burguesía que
intenta rehacer su vida, un periodista que se nutre de las historias del
programa de radio y un inmigrante que llega a la capital catalana
siguiendo el rastro de una persona desaparecida.
A partir de ahí, el escritor barcelonés aprovecha para
poner el foco sobre la década de los sesenta prestando especial atención
a aspectos como la inmigración o el nacimiento de nuevos medios de comunicación como Tele/eXpres.
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