De todos los que dispongan de ordenador, se entiende. No sé
cómo andan las estadísticas, pero presumo que casi todos los hogares
disponen de algún tipo de dispositivo que les permite conectarse a la
Red y disponer del beneficio que supone poder acceder de forma inmediata
a todo tipo de información y entretenimiento. Digo yo, no sé; es el más
evidente signo del cambio de los tiempos. Durante muchos años,
empezando por allá los cuarenta, el conocimiento audiovisual lo servía
el NODO: hasta que la televisión no se hizo con la vida de todos los
españoles, y eso no pasó hasta los sesenta, la única forma de ver los
goles de Di Stéfano o los estrenos de Celia Gámez era deleitarse en una
sala de cine, entre película y película, con los reportajes que emitía
la sección creada al efecto por la Vicesecretaría de Educación Popular.
Como cualquiera puede imaginar, atendiendo al año de creación del NODO,
1943, este era un vehículo de propaganda del Régimen, que no se tomaba
la molestia de disimular sus intenciones lo más mínimo: Franco aparecía
inaugurando pantanos, asistiendo a representaciones sindicales,
presidiendo partidos de fútbol y departiendo amablemente con sus visitas
en el palacio del Pardo. Ello, más allá de la aversión política que
pueda crear, es sin embargo un material histórico de primera fila que
conviene no desdeñar a la ligera. Desgraciadamente era la única España
posible de filmar, la autárquica, y en ella vivieron con más o menos
dificultad millones de ciudadanos protagonistas de no pocas heroicidades
sociales; entre ellas, sobrevivir a la posguerra y crecer con el
desarrollo mediante un trabajo agotador. El NODO fue el cronista de ese
tiempo, el testigo que, entre el barrizal de la propaganda, emitía
estampas de la vida cotidiana de los españoles de interés variable,
desde el primer Seiscientos salido de la fábrica hasta los rostros de
los agraciados por el sorteo de Lotería, pasando por una cacería de
patos en Alcudia o unas vistas de lo hermoso que está París bajo un
manto de nieve. En el final de los sesenta llegó, poco a poco, el color:
el equilibrio con la televisión había sido pulverizado y el NODO quiso
dar en los cines -en los que era obligatorio su pase- una nota de valor
añadido. Languideció, como sabemos, hasta su desaparición en 1981,
cuando ya se anunciaba como Revista cinematográfica; pero el
buen y minucioso trabajo de sus empleados y directivos hizo posible que
se mantuvieran a buen recaudo todos los documentales emitidos, todas las
valiosas imágenes de cada época, capítulo a capítulo. La custodia de la
misma correspondió a Filmoteca Nacional y a RTVE, que administraron
sabiamente cada tesoro (desgraciadamente, TVE -dueña de un archivo
excepcional- había visto cómo desaparecían testimonios trascendentales
de algunos años por mor del descuido de algunos responsables que
prefirieron reutilizar cintas de vídeo antiguas antes que comprar unas
nuevas). Ahora, desde este año 2013, algunos nos hemos llevado la
gratísima sorpresa de que todo el archivo de noticiarios emitidos, todo,
semana tras semana, ha sido puesto a disposición de quien esté
interesado en consultarlo o en entretenerse con su visionado en la
página web de RTVE (www.rtve.es). Simplemente se entra en la página, se cliquea donde dice Filmoteca
y ahí se le abre como un tesoro todo el archivo de NODO. Busque por
fechas o por temáticas, vea episodios enteros o los fragmentos que le
interesen, sepa cómo fue la semana en la que usted nació (si es que lo
hizo entre el 43 y el 81, tal cual es el caso de quien esto firma) o
recuerde algún gol que por chiripa fuera emitido en los noticiarios. El
trabajo es minucioso y excelente, admirable de cabo a rabo. Y la idea de
compartirlo con cualquiera que disponga de una conexión a Internet es
brillante y digna de agradecimiento. Es volver a poner aquel mundo ya
tan distante y distinto, de nuevo, al alcance de todos los españoles.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO Lenin Dadá,
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO Lenin Dadá,
Lenin Dadá
Leo en estos días Lenin Dadá (Ediciones Península),
un desternillante ensayo-ficción de Dominique Noguez que convierte a
Vladimir Ilich Lenin en fundador de la vanguardia literaria llamada
dadaísmo. Para demostrar tan estupefacientes atribuciones, Noguez
dilucida una de las regiones menos exploradas de la muy ajetreada
biografía del dirigente soviético: su estancia en Zúrich, entre 1916 y
1917, justo antes de concluir su destierro y retornar a Rusia para
instaurar el terror. Se sabe que Lenin vivía con su mujer en el número
14 de la Spiegelgasse de Zúrich; justo enfrente de él residía Tristan
Tzara, con quien Lenin entabló incontables partidas de ajedrez,
intercambió ideas y hasta «compartió gachí». Noguez no se conforma con
airear estas complicidades intelectuales y venéreas de Lenin y Tzara;
también sostiene que Lenin participó muy activamente en las algaradas y
conciliábulos del café Voltaire, un cabaré muy frecuentado de bohemios y
garrapatas, sito en la misma Spiegelgasse, donde una noche de abril de
1916 el movimiento quedaría bautizado para siempre.
Resulta que Tzara, envalentonado por el alcohol, se había disfrazado de bailarina y trepado a un velador del café, para ejecutar una danza más beoda que lasciva. La parroquia empezó a abuchear al travestido bailarín con invectivas y peticiones de descabello: «¡Fuera! ¡No, no, que se largue!». Entonces, entre el clamor desaprobatorio, se alzó el vozarrón de un borrachuzo que marcaba el ritmo de la danza batiendo las manos rudas y callosas, como de masturbador de rinocerontes; la gorra calada hasta las cejas, el bigotón desflecado y la barba hirsuta no lograban disimular sus rasgos mongoloides: «¡Da! ¡Da!», rugía Lenin entre risotadas caníbales, que en ruso significa: «¡Sí! ¡Sí!». Y al ritmo impuesto por sus palmadas, y al martilleo del da, da, da, no tardaron en sumarse los demás parroquianos, golpeando sus jarras de cerveza sobre el mármol de los veladores. Había nacido Dadá.
A partir de tan delirante episodio, Noguez aventura una hipótesis tan disparatada como estremecedora: Lenin habría convencido a su conmilitón Tzara de la necesidad de expandir Dadá, disfrazándolo de doctrina política. Aquel nuevo arte todavía en mantillas, que expresaba el triunfo de lo primitivo y vindicaba el caos como forma máxima de originalidad, requería un andamiaje organizativo que, sin abjurar de los principios de estricta irracionalidad y arbitraria asociación de ideas, se aglutinase en torno a una utopía revolucionaria. Tzara no acababa de comulgar con la propuesta de Lenin, que este siempre exponía con pinceladas de crueldad macabra, sobre todo cuando estaba de mal vino y concebía el mundo como una gran pira que, acogiéndose al ardor bélico desatado por la Gran Guerra, se inmolase en honor de Dadá. Tzara había afirmado que existía «una gran labor destructiva por realizar»; había exaltado la improvisación, el inconformismo y el estupro de los valores tradicionales como dogmas de la vanguardia que acaudillaba; pero también había afirmado su repugnancia hacia todos los sistemas ideológicos. Hugo Ball, Hans Arp y otros conspicuos cofrades de Dadá aconsejaron a Tzara que expulsara al ruso del movimiento antes de que su locura incendiaria los condujese a todos al patíbulo. Entonces Tzara concibió una estrategia de escamoteo digna de Houdini: nombró a Lenin delegado plenipotenciario de Dadá en Rusia, con la consigna de aplicar el dadaísmo allí. Lenin partió por fin en febrero de 1917, dispuesto a realizar la encomienda.
Lo que vino después ya se conoce. Los episodios más bestiales de la revolución bolchevique se convierten, de la mano de Noguez, en una aplicación fanática de los postulados dadaístas. En un alarde de humorismo macabro, Noguez propone, incluso, que la hemiplejía que condenó a Lenin a partir de 1923 al mutismo y a la relajación de los esfínteres habría sido en realidad un sacrificado gesto de obediencia al mandato de Tzara, quien en la revista Littérature, aterrado ante la magnitud de la maquinaria infernal organizada por Lenin, escribió: «¡No se dispare más, no se hable más!». Y Lenin, resignado, habría interrumpido sus desmanes e ingresado para siempre en el mutismo. No contaba, sin embargo, Tzara con que el dadaísmo ya se había divulgado entre secuaces que dejaban a Lenin convertido en un mero diletante. Stalin, el discípulo predilecto, se encargaría de dispensar a su antecesor unas exequias rigurosamente dadaístas, con embalsamamiento y exposición de su momia, antes de seguir matando a porrillo.
Resulta que Tzara, envalentonado por el alcohol, se había disfrazado de bailarina y trepado a un velador del café, para ejecutar una danza más beoda que lasciva. La parroquia empezó a abuchear al travestido bailarín con invectivas y peticiones de descabello: «¡Fuera! ¡No, no, que se largue!». Entonces, entre el clamor desaprobatorio, se alzó el vozarrón de un borrachuzo que marcaba el ritmo de la danza batiendo las manos rudas y callosas, como de masturbador de rinocerontes; la gorra calada hasta las cejas, el bigotón desflecado y la barba hirsuta no lograban disimular sus rasgos mongoloides: «¡Da! ¡Da!», rugía Lenin entre risotadas caníbales, que en ruso significa: «¡Sí! ¡Sí!». Y al ritmo impuesto por sus palmadas, y al martilleo del da, da, da, no tardaron en sumarse los demás parroquianos, golpeando sus jarras de cerveza sobre el mármol de los veladores. Había nacido Dadá.
A partir de tan delirante episodio, Noguez aventura una hipótesis tan disparatada como estremecedora: Lenin habría convencido a su conmilitón Tzara de la necesidad de expandir Dadá, disfrazándolo de doctrina política. Aquel nuevo arte todavía en mantillas, que expresaba el triunfo de lo primitivo y vindicaba el caos como forma máxima de originalidad, requería un andamiaje organizativo que, sin abjurar de los principios de estricta irracionalidad y arbitraria asociación de ideas, se aglutinase en torno a una utopía revolucionaria. Tzara no acababa de comulgar con la propuesta de Lenin, que este siempre exponía con pinceladas de crueldad macabra, sobre todo cuando estaba de mal vino y concebía el mundo como una gran pira que, acogiéndose al ardor bélico desatado por la Gran Guerra, se inmolase en honor de Dadá. Tzara había afirmado que existía «una gran labor destructiva por realizar»; había exaltado la improvisación, el inconformismo y el estupro de los valores tradicionales como dogmas de la vanguardia que acaudillaba; pero también había afirmado su repugnancia hacia todos los sistemas ideológicos. Hugo Ball, Hans Arp y otros conspicuos cofrades de Dadá aconsejaron a Tzara que expulsara al ruso del movimiento antes de que su locura incendiaria los condujese a todos al patíbulo. Entonces Tzara concibió una estrategia de escamoteo digna de Houdini: nombró a Lenin delegado plenipotenciario de Dadá en Rusia, con la consigna de aplicar el dadaísmo allí. Lenin partió por fin en febrero de 1917, dispuesto a realizar la encomienda.
Lo que vino después ya se conoce. Los episodios más bestiales de la revolución bolchevique se convierten, de la mano de Noguez, en una aplicación fanática de los postulados dadaístas. En un alarde de humorismo macabro, Noguez propone, incluso, que la hemiplejía que condenó a Lenin a partir de 1923 al mutismo y a la relajación de los esfínteres habría sido en realidad un sacrificado gesto de obediencia al mandato de Tzara, quien en la revista Littérature, aterrado ante la magnitud de la maquinaria infernal organizada por Lenin, escribió: «¡No se dispare más, no se hable más!». Y Lenin, resignado, habría interrumpido sus desmanes e ingresado para siempre en el mutismo. No contaba, sin embargo, Tzara con que el dadaísmo ya se había divulgado entre secuaces que dejaban a Lenin convertido en un mero diletante. Stalin, el discípulo predilecto, se encargaría de dispensar a su antecesor unas exequias rigurosamente dadaístas, con embalsamamiento y exposición de su momia, antes de seguir matando a porrillo.
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