Cuál es el secreto de la inmortalidad de Cenicienta? La autora de “Mujeres malqueridas”, Mariela Michelena, radiografía la adicción a este ...
Para hacer bien su
trabajo, los cuentos infantiles han de ser crueles y extremos: los malos
solo pueden ser malísimos y peligrosos, y los buenos han de tener
superpoderes. Solo así pueden cumplir su función: reproducir
las peores y las mejores fantasías de los niños. En su exageración, el
niño se siente reflejado y por eso se identifica con sus historias. Pero
a la vez, “esas cosas terribles solo pueden ocurrir en los cuentos”, y
es esa distancia lo que le permite al pequeño soportarlos. Por eso
necesitan escuchar una y otra y otra vez la misma historia.
Saben de sobra cómo termina, se lo han aprendido de memoria, pero da
igual; noche tras noche, vuelven a pedir el cuento que mejor los
retrata...
Algunas mujeres no somos muy diferentes a los niños y nos gusta escuchar, mirar o leer siempre el mismo cuento. Nuestro preferido es, sin duda, “Cenicienta”. ¿Qué tiene “Cenicienta” para ser el más extendido y versionado de los cuentos? ¿Por qué sigue ejerciendo fascinación en mujeres de todas las edades? Desde la de los hermanos Grimm, la de Perrault, la inolvidable versión de Disney, “My fair lady”, “Sabrina” o “Pretty Woman”, pasando por nuestra Letizia, hasta llegar a la más reciente variación del personaje, encarnado en la Anastasia de “Cincuenta sombras de Grey”, muchas hemos crecido al amparo de alguna Cenicienta y, cada vez que podemos, volvemos a deleitarnos con la historia para calzarnos por enésima vez sus zapatos. Y es que la historia tiene un espejo disponible para cada mujer, para cada adolescente y cada niña.
Encajar en el zapato de cristal
Isabel está casada con Enrique, un hombre encantador que le lleva muchos años y que pone su mejor empeño en educarla (“¡por su bien!”). Cuida su vestuario, está pendiente de sus modales en la mesa y cada tanto corrige su vocabulario. Así que ella tiene la impresión de que todo lo hace mal y se siente cada vez más insegura. Gloria no tiene ese problema, porque ella viene de una familia bien en donde los modales y el buen hacer se dan por sentados, pero Miguel, su pareja, es un intelectual para quien los gestos de educación son artificios de una rémora pequeño burguesa que hay que desterrar. Así que Gloria pone todo de su parte para negar sus orígenes y adaptarse a las normas y gustos impuestos por Miguel, pero da igual: él suele tildarla de “pija” y la hace sentir desfasada y fuera de lugar entre sus amistades.
Antonio, por su parte, se exaspera con los comentarios que hace Paula, su mujer, y pone caras cada vez que interviene en una conversación entre amigos. Diga lo que diga, siempre tiene una nota a pie de página que agregar a sus comentarios, la corrige y le da clases en público. Paula ha optado por guardar silencio y escuchar. Estas tres mujeres tienen en común el sentimiento de inadecuación, la sensación de no terminar de encajar en el zapatito de cristal en el que sus parejas se empeñan en hundirlas. Cada uno de esos hombres quiere mucho a una mujer imaginaria y muy poco a la Isabel, a la Gloria o a la Paula de carne y hueso que tienen a su lado. Cada una de ellas se siente una Cenicienta obligada a representar un papel que no está en su naturaleza ¡con tal de encajar!
Pero esa no es la peor cara que el cuento nos propone. Lo que hacen las hermanastras para asegurarse un lugar junto al príncipe es todavía más espeluznante. Según la versión de los hermanos Grimm, una de ellas se corta los dedos de los pies y la otra se rebana el talón, ¡cualquier cosa para ajustarse al tamaño diminuto del zapato! ¿Cuántas mujeres brillantes y exitosas disimulan y esconden sus triunfos para no desmerecer a sus parejas? ¿Cuántas se hacen pasar por tontas con tal de no asustar al pobre príncipe? Que alguien oculte sus defectos para seducir, vale, pero ¿disimular las virtudes y los logros para sentirse aceptada?
Hablamos del Síndrome de Cenicienta para referirnos a esa mujer que vive con la sensación de impostura y bajo la amenaza constante de ser descubierta en el disfraz. Independientemente de sus logros personales y profesionales, la mujer-cenicienta se siente con su pareja como una becaria en eterno período de prueba: con la sensación de que siempre tendrá algo que ocultar y algo por demostrar. ¡No puede ser ella misma junto a su pareja, ni se siente cómoda en sus zapatos!
El peligro del cuento reside en la certeza del final feliz. A veces soportamos lo insoportable y consentimos lo imperdonable porque en alguna parte tenemos la secreta convicción de que nuestra historia de amor terminará como en los cuentos. Aceptamos hacer de Cenicientas: “Es por un tiempo”, nos decimos. “Es que el pobre está atravesando una mala época”, le disculpamos, y seguimos allí, con la dignidad despeinada y el orgullo cubierto de hollín, porque nosotras sabemos que “no importa quién borre el camino, marcado está el destino, y el sueño se realizará”, como canta la protagonista de la versión de Disney. Ese día, él dejará a la otra, será amable, querrá comprometerse y nosotras reinaremos como estaba escrito.
La edad imposible
Este personaje también nos representa en esa edad imposible que transcurre entre la infancia y la adolescencia. La niña ya no quiere jugar a las muñecas, pero todavía no es una mujer... Para aceptar su identidad femenina, necesitará atravesar el duelo por el cuerpo infantil y reconocerse mujer en ese nuevo cuerpo que está creciendo sin permiso y que la desconcierta porque todavía no sabe bien cómo tratar.
Un día, un príncipe –es decir, la vida– decide que todas las chicas del reino, hasta la que se siente más horrorosa, están obligadas a asistir al baile de la vida adulta. Y es que “la edad de merecer” –el paso del tiempo– nos llega a todas como un decreto que no permite discusión. Todas tenemos derecho y estamos obligadas a asistir a ese baile. Queramos o no, acudiremos. Mejor o peor vestidas, con o sin ganas, preparadas o no... nos quedaremos a bailar o saldremos corriendo, pero todas iremos. ¿Todas? Nuestra Cenicienta está convencida de que a ese baile irán ¡todas menos ella! Ella, en ese lugar, solo podrá hacer el ridículo y prefiere volver al escondite de la infancia, donde sabía cómo moverse sin ser vista. Porque claro: ¡no quiere crecer!
La salida al mundo, la puesta a prueba de la propia feminidad, aparece en el cuento a través del gran baile. Así, nuestra pequeña Cenicienta atraviesa cada salida al mundo llena de dudas: “¿Esto me queda bien?”, “¿esto se lleva?”, “¿cuál es mi estilo?”, “¿cómo soy de verdad?”, “¿y el pelo?”, “¿y estos pechos? ¡Siempre demasiado pequeños o demasiado grandes...!”, “¿qué me pongo?”. En medio de tanta incertidumbre y vértigo, ¡cuánto necesitamos de un hada madrina! “¡Una mirada tuya bastará para sanarme!”, se dice la niña. Cualquier gesto de aprobación transformará la calabaza en carroza, el cabello andrajoso en un pelo de anuncio, y a la niña harapienta que nos sentimos, en una princesa. ¡Y viceversa! Porque nunca falta la madre-bruja, que realiza el conjuro al revés: “¿Te vas a poner “eso”?”. “¿Vas a salir “así” o vas a peinarte?”. El “eso” y el “así” resonarán en la mente de la niña-mujer que volverá a sentirse inadecuada, equivocada, Cenicienta...
Un paso importante en el proceso de convertirse en mujer consiste en demostrar un cierto cuidado por la apariencia personal. Buscar un estilo propio, vestirse y desvestirse, cambiar de look, calzarse, teñirse o cortarse el pelo, llevar rastas, piercings, tatuajes o pintarse las uñas de colores inverosímiles, como quien juega a la Barbie con el propio cuerpo. Este juego no es una mera frivolidad, y conseguir un resultado armónico es un logro que lleva su tiempo. A veces distinguimos a distancia que una mujer no se miró al espejo antes de salir de casa. El espejo que falla no es el de casa, sino el “espejito, espejito” en el que una niña se reconoce mujer: los ojos de su madre.
Heredar o hurtar
Por supuesto que la niña también tiene su espejo en el cuento. Cenicienta, como ella, en sus mejores momentos fue la princesa de mamá y papá. Ella, como Cenicienta, también tuvo una vez una madre maravillosa que la adoraba y que ya no está, y ahora tiene que convivir con una madrastra insoportable que le chilla, que la educa y que ya no le consiente todo. Además, los hermanos –que siempre son “hermanastros”– despiertan al Caín que algunos llevamos dentro, y ya sabemos cómo termina ese cuento... Así, por una parte, la niña se siente merecedora del castigo que recibe Cenicienta. A la vez, las hermanastras del cuento son tan crueles y despiadadas –¡qué alivio!– que su rencor está justificado.
Además, el cuento traza el trayecto que va desde la imitación hasta la identificación, entre la verdad y la mentira, un ser o no ser, que no tiene edad. ¿Quiénes fingimos ser? ¿Quiénes somos? ¿En qué consiste ser una mujer? ¿Qué hereda y qué hurta este personaje de cuento?
Toda princesa oculta a una niña insegura que se ve como Cenicienta y que teme que en cualquier momento se rompa el hechizo: “Si me conociera de verdad, no me querría.” Y debajo de toda mujer que se siente así duerme una princesa que espera su momento estelar: “Un día, alguien descubrirá a la princesa que soy, y cambiaré las miserias de esta vida cotidiana por un destino más lustroso”. Es el camino entre el “todo me lo merezco” y el “no valgo nada” que muchas mujeres transitamos de ida y vuelta varias veces por semana...
Ella y nosotras
“Pretty Woman”: Se ha emitido 16 veces en España. 15 de ellas fue líder de audiencia.
“Cincuenta sombras de Grey”: Con tres millones de copias vendidas en español, se estima que en nuestro país lo han leído seis millones de personas.
Algunas mujeres no somos muy diferentes a los niños y nos gusta escuchar, mirar o leer siempre el mismo cuento. Nuestro preferido es, sin duda, “Cenicienta”. ¿Qué tiene “Cenicienta” para ser el más extendido y versionado de los cuentos? ¿Por qué sigue ejerciendo fascinación en mujeres de todas las edades? Desde la de los hermanos Grimm, la de Perrault, la inolvidable versión de Disney, “My fair lady”, “Sabrina” o “Pretty Woman”, pasando por nuestra Letizia, hasta llegar a la más reciente variación del personaje, encarnado en la Anastasia de “Cincuenta sombras de Grey”, muchas hemos crecido al amparo de alguna Cenicienta y, cada vez que podemos, volvemos a deleitarnos con la historia para calzarnos por enésima vez sus zapatos. Y es que la historia tiene un espejo disponible para cada mujer, para cada adolescente y cada niña.
Encajar en el zapato de cristal
Isabel está casada con Enrique, un hombre encantador que le lleva muchos años y que pone su mejor empeño en educarla (“¡por su bien!”). Cuida su vestuario, está pendiente de sus modales en la mesa y cada tanto corrige su vocabulario. Así que ella tiene la impresión de que todo lo hace mal y se siente cada vez más insegura. Gloria no tiene ese problema, porque ella viene de una familia bien en donde los modales y el buen hacer se dan por sentados, pero Miguel, su pareja, es un intelectual para quien los gestos de educación son artificios de una rémora pequeño burguesa que hay que desterrar. Así que Gloria pone todo de su parte para negar sus orígenes y adaptarse a las normas y gustos impuestos por Miguel, pero da igual: él suele tildarla de “pija” y la hace sentir desfasada y fuera de lugar entre sus amistades.
Antonio, por su parte, se exaspera con los comentarios que hace Paula, su mujer, y pone caras cada vez que interviene en una conversación entre amigos. Diga lo que diga, siempre tiene una nota a pie de página que agregar a sus comentarios, la corrige y le da clases en público. Paula ha optado por guardar silencio y escuchar. Estas tres mujeres tienen en común el sentimiento de inadecuación, la sensación de no terminar de encajar en el zapatito de cristal en el que sus parejas se empeñan en hundirlas. Cada uno de esos hombres quiere mucho a una mujer imaginaria y muy poco a la Isabel, a la Gloria o a la Paula de carne y hueso que tienen a su lado. Cada una de ellas se siente una Cenicienta obligada a representar un papel que no está en su naturaleza ¡con tal de encajar!
Pero esa no es la peor cara que el cuento nos propone. Lo que hacen las hermanastras para asegurarse un lugar junto al príncipe es todavía más espeluznante. Según la versión de los hermanos Grimm, una de ellas se corta los dedos de los pies y la otra se rebana el talón, ¡cualquier cosa para ajustarse al tamaño diminuto del zapato! ¿Cuántas mujeres brillantes y exitosas disimulan y esconden sus triunfos para no desmerecer a sus parejas? ¿Cuántas se hacen pasar por tontas con tal de no asustar al pobre príncipe? Que alguien oculte sus defectos para seducir, vale, pero ¿disimular las virtudes y los logros para sentirse aceptada?
Hablamos del Síndrome de Cenicienta para referirnos a esa mujer que vive con la sensación de impostura y bajo la amenaza constante de ser descubierta en el disfraz. Independientemente de sus logros personales y profesionales, la mujer-cenicienta se siente con su pareja como una becaria en eterno período de prueba: con la sensación de que siempre tendrá algo que ocultar y algo por demostrar. ¡No puede ser ella misma junto a su pareja, ni se siente cómoda en sus zapatos!
El peligro del cuento reside en la certeza del final feliz. A veces soportamos lo insoportable y consentimos lo imperdonable porque en alguna parte tenemos la secreta convicción de que nuestra historia de amor terminará como en los cuentos. Aceptamos hacer de Cenicientas: “Es por un tiempo”, nos decimos. “Es que el pobre está atravesando una mala época”, le disculpamos, y seguimos allí, con la dignidad despeinada y el orgullo cubierto de hollín, porque nosotras sabemos que “no importa quién borre el camino, marcado está el destino, y el sueño se realizará”, como canta la protagonista de la versión de Disney. Ese día, él dejará a la otra, será amable, querrá comprometerse y nosotras reinaremos como estaba escrito.
La edad imposible
Este personaje también nos representa en esa edad imposible que transcurre entre la infancia y la adolescencia. La niña ya no quiere jugar a las muñecas, pero todavía no es una mujer... Para aceptar su identidad femenina, necesitará atravesar el duelo por el cuerpo infantil y reconocerse mujer en ese nuevo cuerpo que está creciendo sin permiso y que la desconcierta porque todavía no sabe bien cómo tratar.
Un día, un príncipe –es decir, la vida– decide que todas las chicas del reino, hasta la que se siente más horrorosa, están obligadas a asistir al baile de la vida adulta. Y es que “la edad de merecer” –el paso del tiempo– nos llega a todas como un decreto que no permite discusión. Todas tenemos derecho y estamos obligadas a asistir a ese baile. Queramos o no, acudiremos. Mejor o peor vestidas, con o sin ganas, preparadas o no... nos quedaremos a bailar o saldremos corriendo, pero todas iremos. ¿Todas? Nuestra Cenicienta está convencida de que a ese baile irán ¡todas menos ella! Ella, en ese lugar, solo podrá hacer el ridículo y prefiere volver al escondite de la infancia, donde sabía cómo moverse sin ser vista. Porque claro: ¡no quiere crecer!
La salida al mundo, la puesta a prueba de la propia feminidad, aparece en el cuento a través del gran baile. Así, nuestra pequeña Cenicienta atraviesa cada salida al mundo llena de dudas: “¿Esto me queda bien?”, “¿esto se lleva?”, “¿cuál es mi estilo?”, “¿cómo soy de verdad?”, “¿y el pelo?”, “¿y estos pechos? ¡Siempre demasiado pequeños o demasiado grandes...!”, “¿qué me pongo?”. En medio de tanta incertidumbre y vértigo, ¡cuánto necesitamos de un hada madrina! “¡Una mirada tuya bastará para sanarme!”, se dice la niña. Cualquier gesto de aprobación transformará la calabaza en carroza, el cabello andrajoso en un pelo de anuncio, y a la niña harapienta que nos sentimos, en una princesa. ¡Y viceversa! Porque nunca falta la madre-bruja, que realiza el conjuro al revés: “¿Te vas a poner “eso”?”. “¿Vas a salir “así” o vas a peinarte?”. El “eso” y el “así” resonarán en la mente de la niña-mujer que volverá a sentirse inadecuada, equivocada, Cenicienta...
Un paso importante en el proceso de convertirse en mujer consiste en demostrar un cierto cuidado por la apariencia personal. Buscar un estilo propio, vestirse y desvestirse, cambiar de look, calzarse, teñirse o cortarse el pelo, llevar rastas, piercings, tatuajes o pintarse las uñas de colores inverosímiles, como quien juega a la Barbie con el propio cuerpo. Este juego no es una mera frivolidad, y conseguir un resultado armónico es un logro que lleva su tiempo. A veces distinguimos a distancia que una mujer no se miró al espejo antes de salir de casa. El espejo que falla no es el de casa, sino el “espejito, espejito” en el que una niña se reconoce mujer: los ojos de su madre.
Heredar o hurtar
Por supuesto que la niña también tiene su espejo en el cuento. Cenicienta, como ella, en sus mejores momentos fue la princesa de mamá y papá. Ella, como Cenicienta, también tuvo una vez una madre maravillosa que la adoraba y que ya no está, y ahora tiene que convivir con una madrastra insoportable que le chilla, que la educa y que ya no le consiente todo. Además, los hermanos –que siempre son “hermanastros”– despiertan al Caín que algunos llevamos dentro, y ya sabemos cómo termina ese cuento... Así, por una parte, la niña se siente merecedora del castigo que recibe Cenicienta. A la vez, las hermanastras del cuento son tan crueles y despiadadas –¡qué alivio!– que su rencor está justificado.
Además, el cuento traza el trayecto que va desde la imitación hasta la identificación, entre la verdad y la mentira, un ser o no ser, que no tiene edad. ¿Quiénes fingimos ser? ¿Quiénes somos? ¿En qué consiste ser una mujer? ¿Qué hereda y qué hurta este personaje de cuento?
Toda princesa oculta a una niña insegura que se ve como Cenicienta y que teme que en cualquier momento se rompa el hechizo: “Si me conociera de verdad, no me querría.” Y debajo de toda mujer que se siente así duerme una princesa que espera su momento estelar: “Un día, alguien descubrirá a la princesa que soy, y cambiaré las miserias de esta vida cotidiana por un destino más lustroso”. Es el camino entre el “todo me lo merezco” y el “no valgo nada” que muchas mujeres transitamos de ida y vuelta varias veces por semana...
Ella y nosotras
“Pretty Woman”: Se ha emitido 16 veces en España. 15 de ellas fue líder de audiencia.
- Oficialmente, la culminación del cuento es esa imagen legendaria del príncipe cabalgando en su brioso corcel para rescatar a su princesa; sin embargo, no nos engañemos, para muchas, el verdadero sueño se hace realidad en “Pretty Woman” cuando suena la canción de Roy Orbison, se van de compras y a ella “le hacen muchísimo la pelota”. Vivian sale de la tienda cargada de bolsas... ¡directa a sellar su venganza contra las hermanastras! ¡Eso sí es un cuento de hadas! Sin embargo... cuando nuestra heroína empezaba a disfrutar del juego, se enamora, se empeña en encajar en la vida y en el zapato de su príncipe, y descubre que siempre estará bajo la amenaza de las 12 campanadas... Es decir, será cuestión de tiempo que alguien descubra su oscuro pasado de Cenicienta.
“Cincuenta sombras de Grey”: Con tres millones de copias vendidas en español, se estima que en nuestro país lo han leído seis millones de personas.
- Esta trilogía funciona como un cuento de hadas para adultas. Representa la tragedia de las relaciones de pareja desde el punto de vista del imaginario femenino: la contradicción entre el aspecto más denigrado de una relación y el más idealizado. Esa entrega incondicional de “tus órdenes son mis deseos”, en nombre de una ilusión de redención. Anastasia está dispuesta a soportar vejaciones y renunciar a su vida. Pero lo hace por una “buena” causa: Christian tuvo una infancia complicada y ella es la única que le puede cambiar...
- Lo que más nos asusta es ese “My”, un posesivo que convierte a la joven Eliza en un objeto. La arcilla que el doctor Higgins modela hasta convertir a su Cenicienta en una princesa a medida. Ni su ropa, ni su voz, ni sus gestos caben en el zapato de acero que su Pigmalión tenía preparado para ella.
Diario El País
- Durante 30 años, esta fotógrafa argentina ha captado con su cámara la fuerza de los sentimientos. Un espejo de la intimidad femenina que ...veces se dan las imágenes más hondas y profundas en las situaciones más triviales”, dice Adriana Lestido (Buenos Aires, 1955), mientras toma un café a sorbos pequeños en una terraza del centro de Madrid. La fotógrafa habla en voz baja, no lleva cámara (“En general no hago muchas fotos. No hace falta”) y cuando te mira entorna los ojos con un gesto concentrado, felino, que surca de arrugas su rostro seco. Acaba de llegar de la Antártida y la semana que viene se marcha a Finisterre para continuar con su último trabajo. Dice que lleva unos meses “explorando los confines” y no cuesta imaginársela en la soledad de esos territorios agrestes, buscando algo sutil en un paisaje (una corriente de aire frío, la turbulencia de un géiser...) que diga sobre lo humano mucho más que cualquier verborrea. “Primero surgió la idea de ir a un desierto –cuenta la argentina–, pero la Antártida es el lugar de menos vida posible y tenía necesidad de ir hacia lo blanco, al silencio. Un lugar de muerte”.
Adriana está en Madrid de paso para presentar “Lo que se ve” (Ed. Clave Intelectual), un libro donde condensa en 152 fotos, 30 años de carrera en los que se ha dedicado, precisamente, a captar lo invisible. Un trabajo documental (reconocido con la beca Guggenheim y el premio Mother Jones Foundation, entre otros) cuyo eje central ha sido el amor, la ausencia, la separación... pero también la dificultad para romper el simbólico cordón umbilical que une a madres e hijas. “Cuando empecé quería hacer un trabajo sobre maternidad en general. Busqué a madres adolescentes, luego a las madres presas... Pensaba estar uno o dos años y acabé dedicándole 10. Cuando terminé con las presas mi propósito era fotografiar partos. Pero cayó en mis manos el libro “La buena estrella”, de Amy Tan, y me dije: “El tema son ellas, no busques más”. De hecho, la única foto que rescato de mi época de fotoperiodista es la de la madre y la hija de Plaza de Mayo. Todo lo que trabajé después ya estaba ahí: la intensidad del vínculo madre-hija, el dolor por el hombre ausente... Es el pilar sobre el que se construye todo mi trabajo posterior, pero me di cuenta hace relativamente poco”.
Y es que apenas hay hombres en el universo en blanco y negro que retrata Lestido. “No fue algo intencional. Pero en ninguna de las historias hay padres”. ¿Cómo iba a haberlos en esa cárcel donde una presa se aferra a su hija, con desesperación y miedo minutos antes de perderla? “Es que la estaba por dar. Las presas pueden estar hasta los dos años con los niños y toda la sencuencia muestra los momentos previos a separarse de ella antes de que se la lleven con una familia de acogida temporal”. Y después de la pérdida, Adriana fotografía el consuelo (o desconsuelo) junto a una compañera. La complicidad entre mujeres. Eso también se ve. Un sentimiento que otras veces se transforma en desafío, como en una instantánea donde una niña de dos años reta a su madre en la bañera. “La nena era muy brava y la mamá estaba agotada”. Y allí estaba Adriana, esperando con su cámara a que “algo” sucediese. “Algo” que puede ser una cortina movida por el aire, como un fantasma, o el gesto mimético de una madre y una hija que, en esa intimidad donde Adriana consigue dejar de ser una intrusa, acaba delatando una grieta de ese amor tan intenso y tan poco idílico.
Mujer hoy. ¿Cuándo hizo su última foto?
Adriana Lestido. Antes de venir a Madrid, desde mi ventana de Buenos Aires, un día que la ciudad se había llenado de contaminación y se veía una luz muy rara.
P. ¿Qué le hace disparar? ¿Lo raro?
R. No, no, lo raro para nada. Las situaciones brumosas sí me atraen, pero todo depende... de cómo esté yo.
P. Y en sus inicios, ¿qué le interesaba?
R. Empecé a hacer fotos a los 25 años, y fue una revelación. Al principio retrataba a mis hermanos, mis vecinos, mis amigos, mi entorno... Y de todas esas imágenes, del primer rollo, hay solo una que sigue conmigo y está en el libro: la que le hice a mi madre en el 79. La única que le tomé. Cinco años después ella murió.
P. ¿Y por qué no volvió a hacerle fotos?
R. No se me ocurrió y lo lamento. Es difícil fotografiar a los padres...
P. Tal vez uno solo trata de documentar lo que cree que va a perder.
R. Precisamente. Mi madre fue una mujer muy sensible. Leía mucho, escuchaba música, pero tenía también un carácter difícil, por decirlo suavemente. La relación con ella fue muy compleja y cuando murió todavía estábamos en la tensión. Hacer la serie de “Madres e hijas” me permitió recuperar el amor que siempre nos tuvimos y que la tensión del conflicto adormecía.
P. Empezó a hacer fotos hacia el final de la dictadura argentina y vivió muy cerca la represión cuando era estudiante. ¿Tuvo miedo?
R. Supongo que sí, pero tampoco era muy consciente porque estaba atontada por el terror. Con la distancia, fue una locura haberme quedado en el país. Tuve mucha suerte, un dios aparte, y sobreviví. De lo que sí me acuerdo muy bien es de la oscuridad donde estaba inmersa y de que nunca sabía si la mañana siguiente iba a llegar.
P. Desapareció su marido...
R. Y también muchos amigos.
P. ¿Esas desapariciones han marcado su manera de mirar y de fotografiar?
R. Nunca trabajé el tema de los desaparecidos, pero ese sentimiento, ese dolor atraviesa todo mi trabajo. En el momento no fui consciente, pero empecé a hacer fotos un año después de la desaparición de mi marido, y creo que en el fondo fue por una necesidad de conjurar tanta oscuridad, porque hacer fotos es trabajar con luz.
P. Pero, aunque no trabajó el tema de los desaparecidos, una de sus fotos más icónicas es la de la madre y la niña de la Plaza de Mayo. ¿Cómo fue ese día?
R. Fue en la marcha [manifestación] de las madres en Avellaneda. Hacía solo una semana que trabajaba en un periódico, y la nena estaba al lado de la madre llorando. Había muchos fotógrafos y todos le hicieron fotos, pero a mí me dio un poco de pudor y esperé a que los demás se marcharan hacia la zona de los discursos. Después la nena se calmó. En un momento dado, se gritaron unas consignas, la madre la alzó, gritaron juntas y les tomé la foto.
P. ¿Cómo crea el vínculo con los fotografiados para que se olviden de que está ahí?
R. Creo que es algo que pasa más por la calidad de la presencia que por hacer algo concreto. Cuando uno está presente se funde con lo que sucede. Traspasar el yo, sin ego, y ser lo que miro. Eso es lo que me da
cierta invisibilidad.
P. La ambivalencia de las relaciones madre-hija está muy presente en sus imágenes, algo que no es habitual, ya que los discursos sobre la maternidad tienden a la idealización. El agotamiento, la rivalidad, el miedo, la fusión... sí se plasman en su trabajo.
R. Es que yo creo que la relación madre hija es la relación humana más compleja que existe y la de más amor-odio. Es algo muy fuerte: una mujer, naciendo de un cuerpo de mujer... con todo el juego de espejos que hay detrás, de relación de simbiosis... Por eso hay tantas mujeres adultas que siguen sin resolver los problemas con sus madres.
P. ¿Y cómo cree que se resuelven?
R. Yo creo una mujer no lo es del todo hasta que no logra ver a su madre como otro ser humano con una historia previa a la hija y con sus propios deseos. Pero eso puede llevar toda la vida o no darse nunca. Y ese pequeño crac pasa por la separación. Creo que todo mi trabajo está atravesado por la separación como necesidad vital. Así como cuando uno nace hay que cortar el cordón umbilical, ese cordón con la madre hay que cortarlo en muchísimos momentos. Y no estoy hablando de una ruptura, sino de todo lo contrario, porque separarse es lo que permite tener otro tipo de relación con la madre. Es vital porque aprender a separarse es lo que permite unirse.
P. ¿Y qué me puede decir de su foto de “La salsera”, de la mujer bailando abrazada?
R. La hice en mi etapa de fotoperiodista, cuando empezaba estar con el que luego se convirtió en mi marido. Fuimos juntos a cubrir la noticia, él escribía y yo hacía las fotos.
P. Es muy icónica...
R. Es mi imagen del amor.
P. Pero, tal vez porque aquí tampoco vemos al hombre, da la sensación de que es un amor muy unilateral. ¿Él tiene también esa cara de éxtasis o es ella la que lo pone todo?
R. [Risas] No sé, puede ser. Aunque, por la intensidad de la entrega de ella, tiene que ser algo compartido. El amor es sincronía.
P. ¿Habló con ella alguna vez?
R. Nunca, hasta hace poco. Esta foto pertenece a la colección del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, y cuando hicieron la antológica de mi obra utilizaron esta imagen para hacer la promoción en el extrajero. Ella nunca había visto la foto, pero tiene una hermana en Estados Unidos y la descubrió. El día de la inauguración apareció por sorpresa.
P. ¿Y qué le dijo?
R. Me contó que como pareja tuvieron una historia breve... pero lo curioso es que cuando hablamos ella estaba pasando una especie de crisis de invisibilidad. Sentía que nadie la miraba. Y de repente le mostré la infinidad de tarjetas que tengo con esta foto, los carteles... y no daba crédito.
P. ¿Alguna vez acepta trabajos de encargo?
R. Siempre que sean en total libertad. Dejé de hacer fotoperiodismo en el 95. Prefiero que mi medio de vida venga por otro lado.
P. ¿Aceptaría un encargo de fotografiar a Cristina Kirchner?
R. Sí, a ella sí, porque la admiro. Hay muchas cosas con las que no estoy de acuerdo, pero que Videla haya muerto preso en una cárcel común es todo un símbolo y no es poco. Además, en la crítica a ella hay una cosa muy machista, que me molesta, especialmente cuando la hacen las mujeres.
P. ¿Qué foto está persiguiendo ahora?
R. No persigo nada. Para mí, una buena fotografía es un milagro y los milagros más que perseguirse, se descubren.
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