TÍTULO. LOS VESTIDOS DE LORENZO CAPRILE.
1Con las notazas que sacaba en el instituto, Lorenzo
Caprile (Madrid, 1967) podría haber sido lo que quisiera, pero a los 13
años ya sabía que iba a ser «modista». «Lo de modisto es una cursilada y
tiene un matiz machista repugnante». Fue un adolescente que tuvo
«rebeldía la justa, porque el que no es rebelde a esa edad, está
enfermo». Y en esas andaba, buscando su lugar en el mundo, cuando una
imagen acabó por decidirle: este retrato de la Reina Sofía con un
Valentino de cuerpo bordado en plata y falda fucsia. «Me pareció que iba
elegantísima. Treinta años después es un modelo súper actual». Luego la
profesión le llevó a Milán y la casualidad a conocer al bordador de
aquel traje. Pero lo de Milán dio para mucho: «Aproveché para sacarme la
carrera de Filología».
2«Era un chaval cuando estrenaron 'La guerra de las
galaxias' y toda la pandilla hacíamos el álbum de la película. Fue una
de las épocas más bonitas de mi vida». Los años de los veranos dorados
en Laredo, con sus seis hermanos, las excursiones a esquiar y a caminar
por los Picos de Europa... Porque Caprile, lleva «fatal» cumplir años y
eso que ahora, con 40 kilos menos, se ve fenomenal. «Llevo dos años en
tratamiento y estoy feliz. Se acabaron los dolores de espalda, la
ciática...». Pero habíamos quedado en el cine. Entre los clásicos
imprescindibles, 'La edad de la inocencia' (1993): «Me encanta el
vestido rojo de Michelle Pfeiffer en la película. Es una actriz muy
versátil y de belleza clásica».
3Hace nueve años Leonardo Di Caprio y Cate Blanchett
rompían la taquilla con 'El aviador' y Lorenzo vivía «una crisis
personal y de vocación» que le retiró unos meses en Los Ángeles. Del
mundo sabía lo justo, pero cómo no enterarse del Oscar que su amiga la
figurinista Sandy Powell ganó por aquel trabajo... «Recogió el premio
con el mismo vestido que llevaba Cate Blanchett en la película. Un traje
verde intenso que queda fenomenal a las pelirrojas». Powell se fue con
la estatuilla a casa y Caprile regresó a Madrid con la vocación intacta.
«Allí me di cuenta de lo bonito que es mi taller». Aunque ha vuelto a
cruzar el charco, no ya como terapia sino por gusto. «Intento ir una vez
al año a Los Ángeles, y a Nueva York dos veces, es una ciudad que me
gusta mucho».
4Un consejo importantísimo a las novias: «No os disfracéis.
No es el momento para ser la más original ni la más moderna. Es un día
para estar guapa». Como lo estuvieron Grace Kelly y Máxima de Holanda.
«Llevaron unos trajes maravillosos. El de Máxima era impecable, de los
más bonitos que he visto nunca. Regio, espectacular». Y el modista
madrileño ha visto unos cuantos. «Antes las clientas me invitaban mucho a
las bodas, pero se ha corrido la voz de que no me gusta ir a esos
eventos, solo si se trata de sobrinos o gente muy cercana donde me pueda
relajar. Así que ya me han dejado de invitar».
5Yves Saint Laurent, «el gran referente de la moda del
siglo XX», vistió de pantalón a las mujeres más femeninas. Su musa,
Catherine Deneuve, que rompió moldes luciendo esmóquines oscuros. En
casa de Caprile el rompedor fue su hermano Pascual. «Recién muerto
Franco y en una familia tan conservadora como la mía dijo que quería ser
fotógrafo. Mi padre puso el grito en el cielo, montó un escándalo.
Pascual es diez años mayor, así que me abrió el camino». Cuando Lorenzo
anunció que se hacía modista no hubo bronca, solo un consejo: «Mi padre
me dijo que en estas profesiones 'raras' o eres un primer espada o la
vida es muy triste». Ahora quien vigila que siempre esté en el 'top' es
su madre: «Es mi mayor crítica, me regaña si no le gusta un vestido».
TÍTULO. LOS OJOS DE ANDREU, RELATO POLICIACO.
El pliegue.
La pesquisa, de Juan José Saer, procede
por pliegues: Pichón Garay, quien relata el acontecimiento de las
viejecitas de París, también será quien realice el viaje para el
descubrimiento del manuscrito; Morvan, el detective que interroga el
enigma de los asesinatos, vivirá el espesor de ese enigma en los sueños,
en una representación de "pasajes", de "correspondencias" que
recorrerá toda la novela. Morvan es, en todo sentido, el sujeto de la ratio:
"Ese aspecto singular de su temperamento, la apetencia de lo claro, la
inclinación por la verdad, más fuerte que la pasión del placer...".
Temperamento que actúa buscando la inteligibilidad de la verdad, "dando
por sentado que la zona clara de la existencia es el escenario principal
hacia el que debe converger lo quiera o no, la dispersión caótica del
mundo". La novela se sostiene en la inflexión del género policiaco, y
así, los asesinatos se cometerán con la perfección geométrica que puede
ser leída por la racionalidad esclarecedora, como un mapa donde es
posible predecir el próximo crimen; y la significación del indicio (el
trozo de papel en el lugar del asesinato) es el "signo débil" que
permitirá armar el rompecabezas (la carta rota en pequeños pedazos, que
debe ser armada por el detective para verificar que el trozo que falta
es justamente el encontrado en el sitio del crimen, es la imagen misma
del "rompecabezas" que la razón debe "armar"), y de este modo señalar,
con certidumbre, la identidad del asesino.
La batalla entre dos racionalidades
enfrentadas, termina, como en las novelas policiales clásicas, con el
triunfo de la racionalidad de la ley. Sin embargo, la novela, trabada
como decíamos en una compleja red de correspondencias, realiza un
segundo pliegue: así como en la Guerra de Troya, contada por el
manuscrito, Helena es un simulacro de la verdadera Helena
(representada en un momento en el contraste de los dos soldados: el
Soldado Viejo, quien "posee la verdad de la experiencia", y el Soldado
Joven, quien "posee la verdad de la ficción". La verdad se oblitera y
pierde sus certezas ontológicas para circular también entre los
simulacros; del mismo modo, por arte de las correspondencias, la verdad
revelada por Morvan se oblitera para, inesperadamente, transformarse en
un simulacro: el indicio era realmente un falso indicio para señalar al
detective como culpable y para representar, en una representación de
vértigo, la relación del yo con el otro, donde el otro (el Comisario
Lautret, su mejor amigo) quiere imitar en todo a Morvan, sólo como paso
al signo contrario: Morvan ocupará el lugar de Lautret, en un juego de
simulacros y de engaños, donde el simulacro se impone como la verdad. La
crueldad y gratuidad de las masacres contribuyen a ese vértigo, a esa
resistencia a la inteligibilidad y la claridad finales.
El primer tiempo de la ratio (el
descubrimiento por parte de Morvan sobre quien es el asesino) es el
triunfo de la verdad revelada, pero ésta no es sino una certidumbre
equívoca: esta verdad se obliterará para dar paso al triunfo del
simulacro (a la ratio del asesino, como en "La muerte y la
brújula", de Borges). Se establece un "pasaje" entre verdad y simulacro,
y la racionalidad, reveladora de la verdad (y, por tanto, génesis de la
promesa de felicidad del hombre, tal como lo anuncia la modernidad)
revela una vertiente monstruosa, la del simulacro, la de una estructura
de dominio sin sujeciones morales, que existe como una segunda realidad
entre los intersticios del orden y lo real. La racionalidad del pacto y
la cohesión social, con su orden legitimado y su moral, con su tramado
identificatorio y sus interdictos excluyentes, de pronto se oblitera y
hace surgir una parte de sí misma que, como lo ominoso freudiano, ha
debido quedar oculta: la racionalidad del simulacro y la crueldad, de la
fascinación y la gratuidad del asesinato. Morvan y Lautret son las dos
vertientes de la misma racionalidad: la de la verdad revelada, uno de
los trofeos de la modernidad, y la de la estructura de dominio, capaz
de las mayores monstruosidades. La razón, y los sueños de la razón que
producen monstruos, para mencionar la famosa expresión de Goya.
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