TÍTULO: SERIES DEL VERANO, KATE MOSS INDESTRUCTIBLE.
Del “heroin chic” al “Cocaine Kate”; de la supuesta abanderada de la
anorexia a la presunta orgía de su trigésimo cumpleaños; de las
pasarelas al Museo Británico, en forma de escultura gigante o en los
lienzos de Lucien Freud; de adolescente que sonríe frunciendo la nariz
en la portada de The Face (verano de 1990) a holograma que cierra el
desfile de Alexander McQueen en 2006. Todas son Kate, “So Kate”, como
dicen los británicos. Pero lo más significativo no son las polémicas; lo
más sobresaliente es que, 23 años después de esa
portada en la que aparece en estado semisalvaje, la Moss no solo sigue
ahí, es que no ha dejado en ningún momento de ser la modelo número 1. La
más requerida por las firmas, la más admirada por los profesionales y
la más conocida por el público de todo el mundo. Y eso, a pesar de (o
precisamente por) las muchas imperfecciones tanto de su belleza como de
su biografía.
Katherine Anne Moss nació el 14 de marzo de 1976 en un feo suburbio de Londres. Croydon es una sucesión de torres de cemento, centros comerciales y calles-carretera plagadas de rotondas. Lo más ordinario entre lo ordinario. Y, sin embargo, “sus habitantes son muy conscientes de su estilo y de las tendencias”, asegura Kate, que asume con orgullo sus orígenes modestos. En su barrio, elegir las prendas adecuadas permite la transgresión social y Moss tiene el glamour de la calle.
Recorre mercadillos y tiendas de segunda mano en busca de pequeñas joyas que luego combinará con el acierto de una estilista en estado de gracia. Los diseñadores la buscan por su capacidad camaleónica y las revistas, por su innata habilidad para vender cualquier cosa. La gente corriente la sigue porque sabe vestirse. Hace de ello una tarea casi mitológica en la que juega al “parece que me he puesto lo primero que he pillado, pero llevo horas probándome ropa” y no falla jamás. La lista de cosas que ha puesto de moda es interminable. Basta que se cuelgue un bolso del brazo, se plante unas botas, se corte unos vaqueros hasta las ingles o se ponga un chaleco para que medio mundo la imite con tanta insistencia que marcas como Ugg y Hunter han visto nacer su imperio gracias a una foto robada a Kate Moss en una calle de Londres o en un festival de verano. Y sin haber pagado por sus servicios.
Kate no tiene los rasgos perfectos. Ni la altura. En su cabeza, felina y triangular, sobresalen unos ojos almendrados que se vuelven líneas cuando sonríe (son verde pardo con manchas marrones alrededor de las pupilas); debajo, pómulos afilados como cuchillos, nariz casi chata y labios llenos y apretados. Mantiene sus pecas infantiles, que ahora disimula con un bronceado de bote de aspecto natural, y unos incisivos ligeramente torcidos hacia dentro.
Su cuerpo, de estructura ósea mínima, escasas curvas y poco pecho, recuerda más a un efebo que a una diosa. Y es castaña natural, aunque su amigo de juventud (y “croydonés” como Kate), el peluquero James Brown, siempre consiga para ella el rubio dorado más deseado. Ligeras imperfecciones que, juntas, la hacen perfecta: con una mirada o una sonrisa, consigue cualquier cosa. Pero su mayor desafío fue el de la altura: esos escasos 1,70 cm.
En 1990, en su primer desfile (para John Galliano, amigo, mentor y también vecino de Croydon), se las ingenió para dejar a todo el público boquiabierto a pesar de estar rodeada de supermodelos como Naomi Campbell, Linda Evangelista o Christy Turlington, que le sacaban una cabeza. La colección estaba inspirada en la huida de Anastasia, la hija menor del último zar de Rusia. La única indicación que Galliano le dio a una Kate de 16 años fue: “Te persiguen los lobos”. Ella, obediente, echó a correr por la pasarela como si toda una manada le mordisqueara los talones. “Todo el mundo se puso en pie. Fue un momento mágico”, contó después el diseñador.
Sarah Doukas, fundadora de la agencia de modelos Storm, uno de los pilares de la actual industria de la moda británica, se dio de bruces con las infinitas posibilidades de Kate Moss en el aeropuerto JFK de Nueva York. Solo tenía 14 años y volvía de unas vacaciones en Bahamas. Pero era demasiado delgada, demasiado baja y demasiado natural para la época. Los 80, con sus looks excesivos, estaban terminando, pero su influjo se resistía a morir.
Hasta que la fotógrafa Corinne Day decidió certificar su defunción con una serie de fotografías que hizo de Moss en una playa de East Sussex. Esa sesión, en la que Kate aparece infantil, casi sin desarrollar, se convertiría en 1990 en la portada del especial de verano de The Face, la revista de tendencias más “in” del momento. Marc Jacobs, que no la conocía todavía, colgó esa mítica foto, en la que aparece con un tocado de plumas, como inspiración en la pared de su estudio. El “grunge” descubría a su musa, y venía acompañada de polémica.
En 1993, su entonces novio, Mario Sorrenti, la fotografió en blanco y negro, desnuda sobre un sofá, para la campaña de Obsession, el perfume de Calvin Klein. Pero lo que llamó la atención no fue su trasero perfecto, sino su extrema delgadez y un aspecto que muchos conectaron con el de una yonqui de lujo. De la acusación de promover la anorexia, Kate pasó a representar el “heroin chic”. En 1997, aún Bill Clinton arremetía contra la tendencia de modelos ojerosas, con aspecto de haberse metido de todo.
En los 90 se dio un curioso fenómeno: las supertops, amazonas de cuerpos arrebatadores, convivieron con estas modelos andróginas, antimodelos representadas por Kate. Ambos bandos hicieron buenas migas. Naomi Campbell fue amiga íntima de Kate durante la década y Christy Turlington le dio los mejores consejos para moverse en el negocio. No fueron sus únicos apoyos. John Galliano, que entró en Dior en 1992, siempre apostó por ella. Lo mismo que Alexander McQueen, a quien Moss todavía echa de menos. Y Fabien Baron, director creativo de Interview y Harper’s Bazaar, y encargado de orquestar la actualización de Calvin Klein, Burberry, Armani, Balenciaga, Prada o Valentino, con Kate como su as en la manga.
A finales de la década, cuando la estrella de las “supertops” empezaba a resentirse, la de Moss seguía en ascenso: se convirtió en la Egeria de la “Cool Britannia” con la que Tony Blair quiso revitalizar la imagen de su país dentro y fuera de su fronteras. Siguió brillando en el cambio de milenio hasta que, en septiembre de 2005, el Daily Mirror la llevó a portada con una fotos en las que aparecía en clara actitud de estar consumiendo cocaína.
¿Caída en picado y sin red? Al contrario. Moss demostró que su estatus de icono era mucho más potente de lo que parecía. Perdió contratos millonarios con H&M y Burberry, pero siguió contando con el apoyo incondicional de sus amigos. Galliano, que no ha tenido tanta suerte en su propio vía crucis, acusó a la industria de hipocresía. McQueen salió a saludar a la pasarela con una camiseta con el lema “Te queremos, Kate” y orquestó su regreso convertida en holograma al final de su desfile de París de 2006. Sir Philip Green, dueño de Topshop, le encargó una colección que fue un éxito. Apenas un año después del escándalo, Moss ganaba el doble que antes de las fotos del Daily Mirror.
Su novio del momento, Pete Doherty, líder de 'The Libertines y Babyshambles', se convirtió en el chivo expiatorio. Él, con su vida disoluta, su adicción a todo tipo de drogas y sus borracheras era el culpable de todo. Kate lo acabó dejando públicamente (aunque se siguieron viendo a escondidas). Con la excepción de tres estrellas de Hollywood (Leonardo DiCaprio, brevísimamente Daniel Craig y Johnny Depp durante cuatro largos años), el fotógrafo Mario Sorrenti y un editor de revista (Jefferson Hack, director de Dazed & Confused y padre de su hija Lila Grace), a Kate le van los rockeros.
Su madre, una camarera medio hippie enamorada de los Rolling Stones, le infundió amor por la música y pasión por los músicos. Además del desastroso Doherty (para quien compuso cuatro canciones), en su vida amorosa se cuentan Jesse Wood, hijo del guitarra de los Stones; Evan Dando, líder de los Lemmonheads; Anthony Langdon, de Spacehog; y Jamie Hince, líder de los Kills, y único hombre capaz de hacer sentar la cabeza a Moss. Se casaron en julio de 2011 y aún pasean por Londres cogidos de la mano. Ella sigue fumando, pero es que nadie es perfecto.
Katherine Anne Moss nació el 14 de marzo de 1976 en un feo suburbio de Londres. Croydon es una sucesión de torres de cemento, centros comerciales y calles-carretera plagadas de rotondas. Lo más ordinario entre lo ordinario. Y, sin embargo, “sus habitantes son muy conscientes de su estilo y de las tendencias”, asegura Kate, que asume con orgullo sus orígenes modestos. En su barrio, elegir las prendas adecuadas permite la transgresión social y Moss tiene el glamour de la calle.
Recorre mercadillos y tiendas de segunda mano en busca de pequeñas joyas que luego combinará con el acierto de una estilista en estado de gracia. Los diseñadores la buscan por su capacidad camaleónica y las revistas, por su innata habilidad para vender cualquier cosa. La gente corriente la sigue porque sabe vestirse. Hace de ello una tarea casi mitológica en la que juega al “parece que me he puesto lo primero que he pillado, pero llevo horas probándome ropa” y no falla jamás. La lista de cosas que ha puesto de moda es interminable. Basta que se cuelgue un bolso del brazo, se plante unas botas, se corte unos vaqueros hasta las ingles o se ponga un chaleco para que medio mundo la imite con tanta insistencia que marcas como Ugg y Hunter han visto nacer su imperio gracias a una foto robada a Kate Moss en una calle de Londres o en un festival de verano. Y sin haber pagado por sus servicios.
Kate no tiene los rasgos perfectos. Ni la altura. En su cabeza, felina y triangular, sobresalen unos ojos almendrados que se vuelven líneas cuando sonríe (son verde pardo con manchas marrones alrededor de las pupilas); debajo, pómulos afilados como cuchillos, nariz casi chata y labios llenos y apretados. Mantiene sus pecas infantiles, que ahora disimula con un bronceado de bote de aspecto natural, y unos incisivos ligeramente torcidos hacia dentro.
Su cuerpo, de estructura ósea mínima, escasas curvas y poco pecho, recuerda más a un efebo que a una diosa. Y es castaña natural, aunque su amigo de juventud (y “croydonés” como Kate), el peluquero James Brown, siempre consiga para ella el rubio dorado más deseado. Ligeras imperfecciones que, juntas, la hacen perfecta: con una mirada o una sonrisa, consigue cualquier cosa. Pero su mayor desafío fue el de la altura: esos escasos 1,70 cm.
En 1990, en su primer desfile (para John Galliano, amigo, mentor y también vecino de Croydon), se las ingenió para dejar a todo el público boquiabierto a pesar de estar rodeada de supermodelos como Naomi Campbell, Linda Evangelista o Christy Turlington, que le sacaban una cabeza. La colección estaba inspirada en la huida de Anastasia, la hija menor del último zar de Rusia. La única indicación que Galliano le dio a una Kate de 16 años fue: “Te persiguen los lobos”. Ella, obediente, echó a correr por la pasarela como si toda una manada le mordisqueara los talones. “Todo el mundo se puso en pie. Fue un momento mágico”, contó después el diseñador.
Sarah Doukas, fundadora de la agencia de modelos Storm, uno de los pilares de la actual industria de la moda británica, se dio de bruces con las infinitas posibilidades de Kate Moss en el aeropuerto JFK de Nueva York. Solo tenía 14 años y volvía de unas vacaciones en Bahamas. Pero era demasiado delgada, demasiado baja y demasiado natural para la época. Los 80, con sus looks excesivos, estaban terminando, pero su influjo se resistía a morir.
Hasta que la fotógrafa Corinne Day decidió certificar su defunción con una serie de fotografías que hizo de Moss en una playa de East Sussex. Esa sesión, en la que Kate aparece infantil, casi sin desarrollar, se convertiría en 1990 en la portada del especial de verano de The Face, la revista de tendencias más “in” del momento. Marc Jacobs, que no la conocía todavía, colgó esa mítica foto, en la que aparece con un tocado de plumas, como inspiración en la pared de su estudio. El “grunge” descubría a su musa, y venía acompañada de polémica.
En 1993, su entonces novio, Mario Sorrenti, la fotografió en blanco y negro, desnuda sobre un sofá, para la campaña de Obsession, el perfume de Calvin Klein. Pero lo que llamó la atención no fue su trasero perfecto, sino su extrema delgadez y un aspecto que muchos conectaron con el de una yonqui de lujo. De la acusación de promover la anorexia, Kate pasó a representar el “heroin chic”. En 1997, aún Bill Clinton arremetía contra la tendencia de modelos ojerosas, con aspecto de haberse metido de todo.
En los 90 se dio un curioso fenómeno: las supertops, amazonas de cuerpos arrebatadores, convivieron con estas modelos andróginas, antimodelos representadas por Kate. Ambos bandos hicieron buenas migas. Naomi Campbell fue amiga íntima de Kate durante la década y Christy Turlington le dio los mejores consejos para moverse en el negocio. No fueron sus únicos apoyos. John Galliano, que entró en Dior en 1992, siempre apostó por ella. Lo mismo que Alexander McQueen, a quien Moss todavía echa de menos. Y Fabien Baron, director creativo de Interview y Harper’s Bazaar, y encargado de orquestar la actualización de Calvin Klein, Burberry, Armani, Balenciaga, Prada o Valentino, con Kate como su as en la manga.
A finales de la década, cuando la estrella de las “supertops” empezaba a resentirse, la de Moss seguía en ascenso: se convirtió en la Egeria de la “Cool Britannia” con la que Tony Blair quiso revitalizar la imagen de su país dentro y fuera de su fronteras. Siguió brillando en el cambio de milenio hasta que, en septiembre de 2005, el Daily Mirror la llevó a portada con una fotos en las que aparecía en clara actitud de estar consumiendo cocaína.
¿Caída en picado y sin red? Al contrario. Moss demostró que su estatus de icono era mucho más potente de lo que parecía. Perdió contratos millonarios con H&M y Burberry, pero siguió contando con el apoyo incondicional de sus amigos. Galliano, que no ha tenido tanta suerte en su propio vía crucis, acusó a la industria de hipocresía. McQueen salió a saludar a la pasarela con una camiseta con el lema “Te queremos, Kate” y orquestó su regreso convertida en holograma al final de su desfile de París de 2006. Sir Philip Green, dueño de Topshop, le encargó una colección que fue un éxito. Apenas un año después del escándalo, Moss ganaba el doble que antes de las fotos del Daily Mirror.
Su novio del momento, Pete Doherty, líder de 'The Libertines y Babyshambles', se convirtió en el chivo expiatorio. Él, con su vida disoluta, su adicción a todo tipo de drogas y sus borracheras era el culpable de todo. Kate lo acabó dejando públicamente (aunque se siguieron viendo a escondidas). Con la excepción de tres estrellas de Hollywood (Leonardo DiCaprio, brevísimamente Daniel Craig y Johnny Depp durante cuatro largos años), el fotógrafo Mario Sorrenti y un editor de revista (Jefferson Hack, director de Dazed & Confused y padre de su hija Lila Grace), a Kate le van los rockeros.
Su madre, una camarera medio hippie enamorada de los Rolling Stones, le infundió amor por la música y pasión por los músicos. Además del desastroso Doherty (para quien compuso cuatro canciones), en su vida amorosa se cuentan Jesse Wood, hijo del guitarra de los Stones; Evan Dando, líder de los Lemmonheads; Anthony Langdon, de Spacehog; y Jamie Hince, líder de los Kills, y único hombre capaz de hacer sentar la cabeza a Moss. Se casaron en julio de 2011 y aún pasean por Londres cogidos de la mano. Ella sigue fumando, pero es que nadie es perfecto.
TÍTULO: TENDENCIAS, LA VIDA ES UNA FIESTA… Y HAY QUE
CELEBRARLO.
Hasta ahora, los padres descubrían a su hijo nonato en el entorno
aséptico de un hospital, las parejas consideraban que un divorcio era
una desgracia y las mujeres decían adiós a su edad fértil de forma
semiclandestina. Pero eso se acabó. Hay una fiesta para cada acontecimiento de nuestra vida.
¿Y por qué no? Al fin y al cabo, la vida es cambio y evolución. Y hay
que dar la bienvenida al siguiente paso con la mejor de las sonrisas.
Ecografía con sorpresa
Estamos de fiesta en una casa al norte de Arkansas (EE.UU.). Todos los invitados, copa en mano, se agolpan alrededor de un monitor de televisión y de la anfitriona, Eileen Enderle, que yace tumbada en una camilla, embarazada de seis meses. A su lado una chica de bata blanca unta, con actitud de experta, gel en su vientre y se dispone a accionar la máquina de ecografías. En unos minutos, los invitados verán por primera vez al bebé que espera la pareja. Con suerte, asistirán incluso a la revelación del sexo. Todos están ansiosos y la fiesta, a punto de llegar a su clímax. Se apagan las luces. La futura madre pone cara de circunstancia y finge nerviosismo, como si no supiera lo que va a pasar.
En realidad, ella y su pareja saben el resultado del examen desde hace una semana. Lo que vivimos hoy es una puesta en escena para los invitados. Ni los emprendedores más temerarios se atreverían a montar este negocio sin un poco de previsión, por si la ecografía no trae buenos resultados.
Teena Gold y Christy Foster, dos técnicas de imagen propietarias de Babyface and more, solo ofrecen esta “fiesta de la ecografía” cuando han realizado un ultrasonido previo con perfectos resultados. A los padres se les da a escoger entre saber el sexo de su bebé en privado o descubrirlo en la fiesta, al mismo tiempo que sus invitados. Los Enderle escogieron la primera opción. Tuvieron suerte. Todo iba bien y hubo fiesta. En el monitor, se empieza a ver la silueta de un bebé: sus pies, los dedos de las manos... Todos en la estancia suspiran y lo llaman por su nombre: Roger. Empiezan las especulaciones sobre el origen de una incipiente nariz que parece un poco grande a través del monitor. Algunos la achacan al abuelo materno. El que pronto será el hermano mayor del bebé, Anthony, de tres años, es el más honesto de la reunión. “¡Parece un monstruo! ¡Me gustan los monstruos!”. Después de 20 minutos de ver al bebé dormitar en el útero, el interés por el monitor decrece y la fiesta continúa.
Las dueñas de Babyface and More, que cobran entre 75 y 265 € por la celebración, dicen que la tendencia está consolidándose porque, cuando los padres hacen una ecografía en el médico, no tienen tiempo de saborear el momento de ver a su bebé creciendo, o de disfrutar del hecho de saber si va a ser niño o niña. Aunque las fiestas de la ecografía todavía son una novedad, las organizadoras ya tienen aventuras que contar. Normalmente, no hay sorpresas, pero alguna vez han descubierto un embarazo gemelar delante de toda la familia. “Si vemos algo fuera de lo común, llamamos a la madre aparte y le recomendamos que repita la prueba en un centro médico”.
Dicen que es habitual entre los padres primerizos querer hacer la fiesta demasiado pronto, sin antes pasar por el ginecólogo. Su recomendación es cumplir con todas las rutinas médicas (que incluyen un escáner anatómico, leído por un radiólogo, antes de programar la fiesta de la ecografía) porque, dicen, esta herramienta es menos eficaz que otras en el diagnóstico de algunas enfermedades. Aun así, ya son varias las empresas estadounidenses que han convertido este evento en la primera fiesta del bebé.
¡Vivan los divorciados!
Una rápida búsqueda en Google no deja dudas: cada vez hay más gente que decide celebrar sus rupturas matrimoniales con una ceremonia muy parecida a aquella con la que festejaron la boda. Google y Pinterest muestran las tartas diseñadas para la ocasión. Parejas de cartón piedra rotas por la mitad, novios que saltan por los aires, corazones que se alegran de ver cómo su otra mitad sale corriendo... y la opción más “sobria”: pasteles con un escueto cartel que solo dice “freedom” (libertad).
Hasta existe una entrada en Wikipedia dedicada a estas “divorce parties” y especifica que “es la ceremonia que celebra el final de un matrimonio o unión civil. Pueden involucrar a un miembro de la pareja o a ambos”. Según Wikipedia, es el último peldaño de la industria de las bodas, y su ritual suele incluir un brindis por el nuevo capítulo que se abre en las vidas de los festejantes. La modelo Heather Mills celebró su divorcio del beatle Paul McCartney con una sonada fiesta en el Caribe, y, según ha publicado la revista Time, es un negocio que va viento en popa. Esta misma publicación entrevistó a Warren Berkowitz, propietario de una empresa de festejos en Nueva York, que aseguraba que el sector ha crecido un 30% en los últimos tres años. Berkowitz, de hecho, ha decidido crear una línea específica para separaciones en su compañía, a la que ha llamado “Divorce Diva”.
Además del montaje de la fiesta, el negocio se beneficia de los accesorios típicos del evento: muñecos de vudú, pins con la cara del ex... El empresario asegura que, de cada 10 encargos, siete son celebraciones de divorcio. Estas fiestas, por cierto, no suelen celebrarse en casa. Clubes, salas de fiestas o, si tiramos la casa por la ventana, Las Vegas, son apropiados para estos eventos. Uno de los momentos más espectaculares es la quema del traje de novia, que se prepara cuidadosamente y que, dicen los testigos, funciona como un exorcismo para pasar página.
Adiós, periodo, hasta nunca
Las invitadas visten de rojo pasión y la anfitriona luce un albornoz del mismo tono. A la entrada, cada una recibe un pin con frases del tipo: “¿Hace calor aquí o estoy menopáusica?”. Las mujeres no solo han decidido tomarse con naturalidad esta etapa de la vida, también se quieren reír de ella y gritar al mundo que ya han dejado oficialmente atrás su edad fértil. Tras de este concepto está la terapeuta Ellen Dolgen, autora del libro 'Shmirshky o la búsqueda de la hormona de la felicidad' (publicado en Estados Unidos por Voice).
Dolgen se define como defensora de los derechos de las mujeres menopáusicas y, cuando su propio periodo empezó a retirarse, abrió el blog “Menopause Mondays” (ahora convertido en un programa semanal de televisión) para contar su experiencia. A través de este diario nació la idea de las fiestas de menopausia. Según el ritual oficial, la homenajeada debe vestir de rojo y en la fiesta debe sonar música de Red Hot Chili Peppers. Los candelabros, manteles y otros elementos de la decoración deben ser también rojos. Se sirve comida picante y se beben litros de cosmopolitan (un cóctel de tonalidad a juego con la fiesta). En las versiones más salvajes se tiran tampones (ya innecesarios) por la ventana.
El ambiente está pensado para recrear los sofocos que sufren las mujeres en esta etapa. A las invitadas se les anima a contar sus experiencias más ridículas y a reírse bien alto de la incomprensión de la humanidad hacia las menopáusicas. Pero, además de a beber y a comer, a estas fiestas se viene a desdramatizar, a decir adiós a la regla y a dar la bienvenida a una nueva etapa de la vida. El regalo estrella de la celebración son unos miniventiladores portátiles y unipersonales, para que la homenajeada los lleve consigo allá donde vaya. No vaya a ser que le entren los sofocos.
Ecografía con sorpresa
Estamos de fiesta en una casa al norte de Arkansas (EE.UU.). Todos los invitados, copa en mano, se agolpan alrededor de un monitor de televisión y de la anfitriona, Eileen Enderle, que yace tumbada en una camilla, embarazada de seis meses. A su lado una chica de bata blanca unta, con actitud de experta, gel en su vientre y se dispone a accionar la máquina de ecografías. En unos minutos, los invitados verán por primera vez al bebé que espera la pareja. Con suerte, asistirán incluso a la revelación del sexo. Todos están ansiosos y la fiesta, a punto de llegar a su clímax. Se apagan las luces. La futura madre pone cara de circunstancia y finge nerviosismo, como si no supiera lo que va a pasar.
En realidad, ella y su pareja saben el resultado del examen desde hace una semana. Lo que vivimos hoy es una puesta en escena para los invitados. Ni los emprendedores más temerarios se atreverían a montar este negocio sin un poco de previsión, por si la ecografía no trae buenos resultados.
Teena Gold y Christy Foster, dos técnicas de imagen propietarias de Babyface and more, solo ofrecen esta “fiesta de la ecografía” cuando han realizado un ultrasonido previo con perfectos resultados. A los padres se les da a escoger entre saber el sexo de su bebé en privado o descubrirlo en la fiesta, al mismo tiempo que sus invitados. Los Enderle escogieron la primera opción. Tuvieron suerte. Todo iba bien y hubo fiesta. En el monitor, se empieza a ver la silueta de un bebé: sus pies, los dedos de las manos... Todos en la estancia suspiran y lo llaman por su nombre: Roger. Empiezan las especulaciones sobre el origen de una incipiente nariz que parece un poco grande a través del monitor. Algunos la achacan al abuelo materno. El que pronto será el hermano mayor del bebé, Anthony, de tres años, es el más honesto de la reunión. “¡Parece un monstruo! ¡Me gustan los monstruos!”. Después de 20 minutos de ver al bebé dormitar en el útero, el interés por el monitor decrece y la fiesta continúa.
Las dueñas de Babyface and More, que cobran entre 75 y 265 € por la celebración, dicen que la tendencia está consolidándose porque, cuando los padres hacen una ecografía en el médico, no tienen tiempo de saborear el momento de ver a su bebé creciendo, o de disfrutar del hecho de saber si va a ser niño o niña. Aunque las fiestas de la ecografía todavía son una novedad, las organizadoras ya tienen aventuras que contar. Normalmente, no hay sorpresas, pero alguna vez han descubierto un embarazo gemelar delante de toda la familia. “Si vemos algo fuera de lo común, llamamos a la madre aparte y le recomendamos que repita la prueba en un centro médico”.
Dicen que es habitual entre los padres primerizos querer hacer la fiesta demasiado pronto, sin antes pasar por el ginecólogo. Su recomendación es cumplir con todas las rutinas médicas (que incluyen un escáner anatómico, leído por un radiólogo, antes de programar la fiesta de la ecografía) porque, dicen, esta herramienta es menos eficaz que otras en el diagnóstico de algunas enfermedades. Aun así, ya son varias las empresas estadounidenses que han convertido este evento en la primera fiesta del bebé.
¡Vivan los divorciados!
Una rápida búsqueda en Google no deja dudas: cada vez hay más gente que decide celebrar sus rupturas matrimoniales con una ceremonia muy parecida a aquella con la que festejaron la boda. Google y Pinterest muestran las tartas diseñadas para la ocasión. Parejas de cartón piedra rotas por la mitad, novios que saltan por los aires, corazones que se alegran de ver cómo su otra mitad sale corriendo... y la opción más “sobria”: pasteles con un escueto cartel que solo dice “freedom” (libertad).
Hasta existe una entrada en Wikipedia dedicada a estas “divorce parties” y especifica que “es la ceremonia que celebra el final de un matrimonio o unión civil. Pueden involucrar a un miembro de la pareja o a ambos”. Según Wikipedia, es el último peldaño de la industria de las bodas, y su ritual suele incluir un brindis por el nuevo capítulo que se abre en las vidas de los festejantes. La modelo Heather Mills celebró su divorcio del beatle Paul McCartney con una sonada fiesta en el Caribe, y, según ha publicado la revista Time, es un negocio que va viento en popa. Esta misma publicación entrevistó a Warren Berkowitz, propietario de una empresa de festejos en Nueva York, que aseguraba que el sector ha crecido un 30% en los últimos tres años. Berkowitz, de hecho, ha decidido crear una línea específica para separaciones en su compañía, a la que ha llamado “Divorce Diva”.
Además del montaje de la fiesta, el negocio se beneficia de los accesorios típicos del evento: muñecos de vudú, pins con la cara del ex... El empresario asegura que, de cada 10 encargos, siete son celebraciones de divorcio. Estas fiestas, por cierto, no suelen celebrarse en casa. Clubes, salas de fiestas o, si tiramos la casa por la ventana, Las Vegas, son apropiados para estos eventos. Uno de los momentos más espectaculares es la quema del traje de novia, que se prepara cuidadosamente y que, dicen los testigos, funciona como un exorcismo para pasar página.
Adiós, periodo, hasta nunca
Las invitadas visten de rojo pasión y la anfitriona luce un albornoz del mismo tono. A la entrada, cada una recibe un pin con frases del tipo: “¿Hace calor aquí o estoy menopáusica?”. Las mujeres no solo han decidido tomarse con naturalidad esta etapa de la vida, también se quieren reír de ella y gritar al mundo que ya han dejado oficialmente atrás su edad fértil. Tras de este concepto está la terapeuta Ellen Dolgen, autora del libro 'Shmirshky o la búsqueda de la hormona de la felicidad' (publicado en Estados Unidos por Voice).
Dolgen se define como defensora de los derechos de las mujeres menopáusicas y, cuando su propio periodo empezó a retirarse, abrió el blog “Menopause Mondays” (ahora convertido en un programa semanal de televisión) para contar su experiencia. A través de este diario nació la idea de las fiestas de menopausia. Según el ritual oficial, la homenajeada debe vestir de rojo y en la fiesta debe sonar música de Red Hot Chili Peppers. Los candelabros, manteles y otros elementos de la decoración deben ser también rojos. Se sirve comida picante y se beben litros de cosmopolitan (un cóctel de tonalidad a juego con la fiesta). En las versiones más salvajes se tiran tampones (ya innecesarios) por la ventana.
El ambiente está pensado para recrear los sofocos que sufren las mujeres en esta etapa. A las invitadas se les anima a contar sus experiencias más ridículas y a reírse bien alto de la incomprensión de la humanidad hacia las menopáusicas. Pero, además de a beber y a comer, a estas fiestas se viene a desdramatizar, a decir adiós a la regla y a dar la bienvenida a una nueva etapa de la vida. El regalo estrella de la celebración son unos miniventiladores portátiles y unipersonales, para que la homenajeada los lleve consigo allá donde vaya. No vaya a ser que le entren los sofocos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario