El estreno de la película " Las chicas de la sexta planta" nos devuelve al París de los 60, los años de la gran oleada migratoria. Miles de españolas llegaron a la capital francesa para emplearse en el servicio doméstico. Eran las "conchitas" en busca de porvenir. ¿ Qué fue de ellas?.
Las mujeres realizaron los trabajos menos valorados para alcanzar el sueño de ascenso social en España.
El estreno de la película 'Las chicas de la sexta planta' nos devuelve al París de los 60, los años de la gran oleada migratoria. Miles de españolas llegaron a la capital francesa para emplearse en el servicio doméstico. Eran las "conchitas" en busca de porvenir. ¿Qué fue de ellas? 0
Bajo los tejados más bellos del mundo, el olor a pisto manchego y a tortilla de patatas consigue, solo a veces, ocultar el pestilente aroma de los desagües atascados y la humedad que se filtra por todas partes. Es el París de principios de los años 60. Y esas pintorescas buardillas que hoy se alquilan a estudiantes o a solteros o se venden a precio de oro (9 m2, 118.000 €; 16 m2, 130.000 €; 10 m2, 89.000 €, ofrecen algunos anuncios en las páginas de internet) eran el precario hogar de las miles de jóvenes españolas que emigraron para emplearse como servicio doméstico.
Concepción, Dolores, Carmen, María (o lo que es lo mismo, Carmen Maura, Berta Ojea, Lola Dueñas y Natalia Verbeke) son las protagonistas de 'Las chicas de la sexta planta', en la película firmada por el director francés Philippe Le Guay que acaba de estrenarse en nuestro país. Una comedia que retrata, con enorme ternura y grandes dosis de humor, los aspectos más amables de la vida de las criadas españolas en su estancia en París. El estancamiento económico, el paro y la pobreza en que el régimen autárquico franquista había sumido a la población empujó a miles de españoles fuera de nuestras fronteras en busca de porvenir.
La "bonne espagnole"
Las mujeres tuvieron un peso crucial en el movimiento migratorio de los años 60 hacia Francia. El censo de 1968 cifra en más de 600.000 los españoles en suelo francés, con la particularidad de que, si en el resto del país, la migración tenía un carácter familiar, en la capital, las mujeres alcanzaron el 47%. Eran en su mayoría chicas de pueblo, jóvenes, sin estudios y mayoritariamente solteras que llegaron a París aprovechando las facilidades que ofrecían los dos países para un "intercambio" que favorecía a ambos. Una España empobrecida recibía como agua de mayo las divisas procedentes del extranjero y una Francia en pleno crecimiento demandaba trabajadoras para el servicio doméstico de una floreciente burguesía y una amplia clase media acomodada. Tener una "bonne espagnole", (criada española, a las que se llamó popularmente "conchitas") se convirtió en los 60 en algo frecuente. Ellas vivían en la última planta, en las "chambres de bonnes" (la "chambre" como quedaron rebautizadas): una angosta cama y una cocinita en un rincón. El aseo que compartían todas las criadas del edificio estaba en el pasillo. En los pisos inferiores vivían sus jefes, entre muebles rococó a los que sacudir el polvo, vajillas de Limoges que fregar y bañeras con patas doradas que abrillantar. En una de esas habitaciones vivió Berta, recién llegada de su pueblo toledano y también Mati (que relata su historia aunque crea que, a sus 81 años, ya no tiene edad para que la fotografíen), que llegó a París impaciente por abandonar las estrecheces de su vida en el campo de Salamanca. "El edificio donde yo vivía y trabajaba era imponente, con aquellos balcones y el enorme portón... Pero la 'chambra' no era ningún palacio. No era más que un cuartucho para los trastos. En invierno te morías de frío y en verano era como un horno y las cañerías apestaban". Laura Oso, profesora de la facultad de Sociología de la Universidad de A Coruña y autora de 'Españolas en París. Estrategias de ahorro y consumo en las migraciones internacionales' (Ed. Bellaterra), señala este tipo de alojamiento como una de las características propias del movimiento migratorio femenino de aquellos años: "La 'chambra' es uno de los rasgos disitintivos del trabajo doméstico en París. Esta estrategia ocupacional permitía tener los gastos de alojamiento y manutención cubiertos y permitió, en algunos casos, la reagrupación familiar y alimentó las redes migratorias. Algunas mujeres migraron primero y trajeron luego a sus maridos, novios, parientes o amigos, que podían compartir su alojamiento". Aunque muchas llegaron a París en busca de independencia, huyendo de la asfixiante vida del pueblo, la mayoría tenía un objetivo más preciso: aprovechar las oportunidades económicas que ofrecía el país para alcanzar una vida mejor. Comprarse un piso en la ciudad, construirse una buena casa en el pueblo, montar un negocio... Ahorrar y regresar cuanto antes, eran las consignas. El empleo como “bonne a tout faire” (chica para todo, generalmente internas) permitía reducir los gastos al mínimo y enviar lo máximo a sus cuentas de ahorro en España.
La contrapartida era un espacio vital reducido y un estilo de vida sometido, en muchos casos, al control de los jefes. Las que no trabajaban como internas (que, por lo general, residían en habitaciones alquiladas en barrios populares) se pluriempleaban por horas: limpiar oficinas por las mañanas, tareas domésticas en varias casas a lo largo del día, recoger y sacar las basuras al caer la tarde, y labores de plancha y costura por la noche... En definitiva, las mujeres realizaron en Francia los trabajos menos valorados, para cumplir su sueño de ascenso social en España. "Por lo general, el espacio social para los españoles en París tendía a estar disociado: en Francia se trabajaba, en España se vivía y se gastaba. De tal manera, que las principales inversiones en vivienda y propiedades se hacían en el país de origen. El consumo de ocio y tiempo libre –restaurantes, bares...– se reservaba para España y, en ocasiones, también se retrasaban otros tipos de consumo básicos como compra de ropa o peluquería, al mes de vacaciones en España", explica la socióloga Laura Oso.
"Allí salíamos poco y siempre con otros españoles –recuerda Ana Almendro, que llegó a París en 1967–. Si acaso los sábados hacíamos unas rosquillas y nos juntábamos en casa de uno o de otro a tomar café". Modestos entretenimientos, consumo mínimo, ningún lujo. Las relaciones sociales se limitaban a reunirse los domingos en la residencia Saint Didier, en la Misión española o en la iglesia de la Rue de la Pompe.
Difícil integración
"La residencia Saint Didier era un centro de acogida de empleadas de hogar españolas dirigido por religiosas. Recibía y alojaba a las recién llegadas, buscaba empleo y regularizaba su situación jurídica. Realizaba actividades formativas (clases de francés, costura...). Por su parte, la iglesia de la Pompe organizaba misa en español y actividades como reuniones, baile... Constituía el centro de encuentro de la comunidad española", relata Laura Oso, que entrevistó en profundidad a 52 españolas para su tesis doctoral "Bonnes, concierges et prostituées : stratégies de mobilité sociale des femmes immigrées, espagnoles à Paris, colombiennes et équatoriennes en Espagne".
"En la chambra o en algún parque, compartíamos la matanza que le enviaban a una de su pueblo, unos dulces o un poco de vino que traía otra", añade Mati, a la que el paso de los años ha servido de criba para olvidar la soledad, el cansancio, el desarraigo, los sacrificios y perpetuar la camaradería y los buenos momentos. "Nos juntábamos unas en los cuartos de las otras y comentábamos las manías de la señora o nos reíamos del finolis del señor. Pero, sobre todo, lo que hacíamos era compartir noticias de España –una prima que se ha echado novio, un sobrino que ha nacido, la salud de una madre...– y construir en voz alta nuestros sueños de futuro". En esos sueños nació la mercería que Rosario Escurredo montó en Sevilla a su regreso. Allí empezó a imaginar sus estantes, el mostrador de madera y las hileras de botones y cintas de raso perfectamente alineadas.
Algunas se integraron bien, especialmente las más jóvenes, hicieron amistades y algunas incluso se casaron con franceses, pero la mayoría se resistió a la integración y se empeñaba en rearfirmar su "españolidad" rechazando los hábitos y valores diferentes, estableciendo relaciones endogámicas y mostrando su desdén por el idioma. La mentalidad de una migración de paso, de carácter temporal propia de la oleada migratoria de los 60, dificultó su integración más allá del ámbito laboral y dificultó las posibilidades de arraigo y de conquistar algunas mejoras en su calidad de vida, que hubieran podido alcanzar con una formación profesional complementaria o algunos estudios. Las dificultades con el idioma dieron lugar a muchas limitaciones, pero también a confusiones y situaciones cómicas, como la que recoge Laura Oso en uno de sus trabajos: "Un día me dice la patrona: para postre nos saca usted el gâteau [pronunciado gató]. Y dije: "Ay Dios mío, hasta eso comen. Esa gente debe de ser muy rara. Tocaron la campanilla y les llevé un cuchillo y una bandeja con el gato. Lo até con una servilleta para que saliera lucido. Yo decía: "Pero, ¿dónde me he metido?". Lo puse bien guapo, para que se viera que tenía detalles, que era fina. El señor se rió. Estaba llena de arañazos, pero les dije que no me importaba, para que así estuviesen contentos. La señora me dijo: "Creo que usted no sirve para el servicio y me echaron".
Regreso a casa
A mediados de los 70, el inicio de la transición democrática y del proceso de modernización en España y la crisis energética que frenó el crecimiento francés promovieron el regreso. Muchos volvieron, otros lo fueron postergando. Los años pasaron y los españoles fueron sumergiéndose en la dinámica de la migración, que se les escapaba de las manos. Algunos se sacrificaron por sus hijos, para que tuviesen la oportunidad de estudiar en Francia y no regresaron. Primero fueron los hijos y el miedo a no encontrar un empleo en España, después la espera por la jubilación, luego la llegada de los nietos en París. Una población envejecida que empezaba ya a tener miedo al ansiado retorno, por la necesidad de tener que volver a acostumbrarse a una nueva vida.
Ana regresó cuando se quedó embarazada "para que la niña naciera en España". Rosario, cuando su hija mayor estaba a punto de iniciar su vida escolar. Berta aún no ha regresado del todo, con un hijo en París y otra en Toulusse, pasa una parte del año aquí y otra allá. Y Mati volvió, pero vive contando los días para que sus hijos y sus cinco nietos (que se apellidan unos Dupuis y otros Bertrand, y hablan un español con un ligero acento francés) vengan a pasar con ella sus vacaciones en agosto. Con esa ilusión camufla, a duras penas, el hecho de que la emigración partió a su familia por la mitad.
'Las chicas de la sexta planta' vuelve la vista atrás ahora que las cifras indican que desde 2008 ya se han marchado de España más de 300.000 jóvenes y un 65% de los españoles de entre 18 y 25 años de edad están dispuestos a cambiar de país por un trabajo. "Las españolas son muy susceptibles", dice una de las altivas señoronas francesas de la película. Jean Louis, el personaje masculino portagonista interpretado por Fabrice Luchini, conquistado por la energía, la generosidad y la fortaleza de estas mujeres a quienes ni el desarraigo ni el trabajo duro han logrado arrebatar la alegría, rebate: "No son susceptibles. Son orgullosas. Orgullosas y muy valientes".
Concepción, Dolores, Carmen, María (o lo que es lo mismo, Carmen Maura, Berta Ojea, Lola Dueñas y Natalia Verbeke) son las protagonistas de 'Las chicas de la sexta planta', en la película firmada por el director francés Philippe Le Guay que acaba de estrenarse en nuestro país. Una comedia que retrata, con enorme ternura y grandes dosis de humor, los aspectos más amables de la vida de las criadas españolas en su estancia en París. El estancamiento económico, el paro y la pobreza en que el régimen autárquico franquista había sumido a la población empujó a miles de españoles fuera de nuestras fronteras en busca de porvenir.
La "bonne espagnole"
Las mujeres tuvieron un peso crucial en el movimiento migratorio de los años 60 hacia Francia. El censo de 1968 cifra en más de 600.000 los españoles en suelo francés, con la particularidad de que, si en el resto del país, la migración tenía un carácter familiar, en la capital, las mujeres alcanzaron el 47%. Eran en su mayoría chicas de pueblo, jóvenes, sin estudios y mayoritariamente solteras que llegaron a París aprovechando las facilidades que ofrecían los dos países para un "intercambio" que favorecía a ambos. Una España empobrecida recibía como agua de mayo las divisas procedentes del extranjero y una Francia en pleno crecimiento demandaba trabajadoras para el servicio doméstico de una floreciente burguesía y una amplia clase media acomodada. Tener una "bonne espagnole", (criada española, a las que se llamó popularmente "conchitas") se convirtió en los 60 en algo frecuente. Ellas vivían en la última planta, en las "chambres de bonnes" (la "chambre" como quedaron rebautizadas): una angosta cama y una cocinita en un rincón. El aseo que compartían todas las criadas del edificio estaba en el pasillo. En los pisos inferiores vivían sus jefes, entre muebles rococó a los que sacudir el polvo, vajillas de Limoges que fregar y bañeras con patas doradas que abrillantar. En una de esas habitaciones vivió Berta, recién llegada de su pueblo toledano y también Mati (que relata su historia aunque crea que, a sus 81 años, ya no tiene edad para que la fotografíen), que llegó a París impaciente por abandonar las estrecheces de su vida en el campo de Salamanca. "El edificio donde yo vivía y trabajaba era imponente, con aquellos balcones y el enorme portón... Pero la 'chambra' no era ningún palacio. No era más que un cuartucho para los trastos. En invierno te morías de frío y en verano era como un horno y las cañerías apestaban". Laura Oso, profesora de la facultad de Sociología de la Universidad de A Coruña y autora de 'Españolas en París. Estrategias de ahorro y consumo en las migraciones internacionales' (Ed. Bellaterra), señala este tipo de alojamiento como una de las características propias del movimiento migratorio femenino de aquellos años: "La 'chambra' es uno de los rasgos disitintivos del trabajo doméstico en París. Esta estrategia ocupacional permitía tener los gastos de alojamiento y manutención cubiertos y permitió, en algunos casos, la reagrupación familiar y alimentó las redes migratorias. Algunas mujeres migraron primero y trajeron luego a sus maridos, novios, parientes o amigos, que podían compartir su alojamiento". Aunque muchas llegaron a París en busca de independencia, huyendo de la asfixiante vida del pueblo, la mayoría tenía un objetivo más preciso: aprovechar las oportunidades económicas que ofrecía el país para alcanzar una vida mejor. Comprarse un piso en la ciudad, construirse una buena casa en el pueblo, montar un negocio... Ahorrar y regresar cuanto antes, eran las consignas. El empleo como “bonne a tout faire” (chica para todo, generalmente internas) permitía reducir los gastos al mínimo y enviar lo máximo a sus cuentas de ahorro en España.
La contrapartida era un espacio vital reducido y un estilo de vida sometido, en muchos casos, al control de los jefes. Las que no trabajaban como internas (que, por lo general, residían en habitaciones alquiladas en barrios populares) se pluriempleaban por horas: limpiar oficinas por las mañanas, tareas domésticas en varias casas a lo largo del día, recoger y sacar las basuras al caer la tarde, y labores de plancha y costura por la noche... En definitiva, las mujeres realizaron en Francia los trabajos menos valorados, para cumplir su sueño de ascenso social en España. "Por lo general, el espacio social para los españoles en París tendía a estar disociado: en Francia se trabajaba, en España se vivía y se gastaba. De tal manera, que las principales inversiones en vivienda y propiedades se hacían en el país de origen. El consumo de ocio y tiempo libre –restaurantes, bares...– se reservaba para España y, en ocasiones, también se retrasaban otros tipos de consumo básicos como compra de ropa o peluquería, al mes de vacaciones en España", explica la socióloga Laura Oso.
"Allí salíamos poco y siempre con otros españoles –recuerda Ana Almendro, que llegó a París en 1967–. Si acaso los sábados hacíamos unas rosquillas y nos juntábamos en casa de uno o de otro a tomar café". Modestos entretenimientos, consumo mínimo, ningún lujo. Las relaciones sociales se limitaban a reunirse los domingos en la residencia Saint Didier, en la Misión española o en la iglesia de la Rue de la Pompe.
Difícil integración
"La residencia Saint Didier era un centro de acogida de empleadas de hogar españolas dirigido por religiosas. Recibía y alojaba a las recién llegadas, buscaba empleo y regularizaba su situación jurídica. Realizaba actividades formativas (clases de francés, costura...). Por su parte, la iglesia de la Pompe organizaba misa en español y actividades como reuniones, baile... Constituía el centro de encuentro de la comunidad española", relata Laura Oso, que entrevistó en profundidad a 52 españolas para su tesis doctoral "Bonnes, concierges et prostituées : stratégies de mobilité sociale des femmes immigrées, espagnoles à Paris, colombiennes et équatoriennes en Espagne".
"En la chambra o en algún parque, compartíamos la matanza que le enviaban a una de su pueblo, unos dulces o un poco de vino que traía otra", añade Mati, a la que el paso de los años ha servido de criba para olvidar la soledad, el cansancio, el desarraigo, los sacrificios y perpetuar la camaradería y los buenos momentos. "Nos juntábamos unas en los cuartos de las otras y comentábamos las manías de la señora o nos reíamos del finolis del señor. Pero, sobre todo, lo que hacíamos era compartir noticias de España –una prima que se ha echado novio, un sobrino que ha nacido, la salud de una madre...– y construir en voz alta nuestros sueños de futuro". En esos sueños nació la mercería que Rosario Escurredo montó en Sevilla a su regreso. Allí empezó a imaginar sus estantes, el mostrador de madera y las hileras de botones y cintas de raso perfectamente alineadas.
Algunas se integraron bien, especialmente las más jóvenes, hicieron amistades y algunas incluso se casaron con franceses, pero la mayoría se resistió a la integración y se empeñaba en rearfirmar su "españolidad" rechazando los hábitos y valores diferentes, estableciendo relaciones endogámicas y mostrando su desdén por el idioma. La mentalidad de una migración de paso, de carácter temporal propia de la oleada migratoria de los 60, dificultó su integración más allá del ámbito laboral y dificultó las posibilidades de arraigo y de conquistar algunas mejoras en su calidad de vida, que hubieran podido alcanzar con una formación profesional complementaria o algunos estudios. Las dificultades con el idioma dieron lugar a muchas limitaciones, pero también a confusiones y situaciones cómicas, como la que recoge Laura Oso en uno de sus trabajos: "Un día me dice la patrona: para postre nos saca usted el gâteau [pronunciado gató]. Y dije: "Ay Dios mío, hasta eso comen. Esa gente debe de ser muy rara. Tocaron la campanilla y les llevé un cuchillo y una bandeja con el gato. Lo até con una servilleta para que saliera lucido. Yo decía: "Pero, ¿dónde me he metido?". Lo puse bien guapo, para que se viera que tenía detalles, que era fina. El señor se rió. Estaba llena de arañazos, pero les dije que no me importaba, para que así estuviesen contentos. La señora me dijo: "Creo que usted no sirve para el servicio y me echaron".
Regreso a casa
A mediados de los 70, el inicio de la transición democrática y del proceso de modernización en España y la crisis energética que frenó el crecimiento francés promovieron el regreso. Muchos volvieron, otros lo fueron postergando. Los años pasaron y los españoles fueron sumergiéndose en la dinámica de la migración, que se les escapaba de las manos. Algunos se sacrificaron por sus hijos, para que tuviesen la oportunidad de estudiar en Francia y no regresaron. Primero fueron los hijos y el miedo a no encontrar un empleo en España, después la espera por la jubilación, luego la llegada de los nietos en París. Una población envejecida que empezaba ya a tener miedo al ansiado retorno, por la necesidad de tener que volver a acostumbrarse a una nueva vida.
Ana regresó cuando se quedó embarazada "para que la niña naciera en España". Rosario, cuando su hija mayor estaba a punto de iniciar su vida escolar. Berta aún no ha regresado del todo, con un hijo en París y otra en Toulusse, pasa una parte del año aquí y otra allá. Y Mati volvió, pero vive contando los días para que sus hijos y sus cinco nietos (que se apellidan unos Dupuis y otros Bertrand, y hablan un español con un ligero acento francés) vengan a pasar con ella sus vacaciones en agosto. Con esa ilusión camufla, a duras penas, el hecho de que la emigración partió a su familia por la mitad.
'Las chicas de la sexta planta' vuelve la vista atrás ahora que las cifras indican que desde 2008 ya se han marchado de España más de 300.000 jóvenes y un 65% de los españoles de entre 18 y 25 años de edad están dispuestos a cambiar de país por un trabajo. "Las españolas son muy susceptibles", dice una de las altivas señoronas francesas de la película. Jean Louis, el personaje masculino portagonista interpretado por Fabrice Luchini, conquistado por la energía, la generosidad y la fortaleza de estas mujeres a quienes ni el desarraigo ni el trabajo duro han logrado arrebatar la alegría, rebate: "No son susceptibles. Son orgullosas. Orgullosas y muy valientes".
TÍTULO: CERCA, 24 HORAS CON SUSANNA TAMARO ESCRITORA.
La escritora italiana, autora de la inolvidable novela "Donde el corazón de lleve", nos abre las puertas de su idilica vida en la Umbría italiana.
La mayoría de los santos provienen de aquí", dice con cierto orgullo Susanna Tamaro sobre Umbría, esta región sin salida al mar pero con mucho camino al cielo y en la que vive hace casi 20 años. Antes, la escritora italiana más famosa residía en Roma. Pero como el ritmo frenético que la ciudad le imponía a comienzos de los 90 se tradujo primero en un problema respiratorio y después en asma, el médico le recomendó que se fuera vivir a un lugar donde no hubiese polución. No lo dudó. Juntó sus cosas y se marchó al "corazón verde de Italia", como alguien llamó alguna vez a Umbría, que ha ofrecido al santoral católico, según cita Susanna Tamaro de memoria y contando los nombres con los dedos de la mano, a "san Francisco de Asís, san Constancio, san Herculano, san Ubaldo y santa Clara", entre algunos otros.
Ella nació en el norte, en Trieste, en 1957. Algo de su estilo de vida, tan apegado a la regularidad tal vez provenga de que nació con una puntualidad germánica: el día 12 del mes 12 a las 12 horas y 12 minutos. Desde que llegó a Porano, este pueblecito a pocos minutos de la hermosa ciudad de Orvieto, vive con Roberta, su amiga y compañera desde entonces. La casa es antigua, de piedra, y pudieron hacerla suya gracias al éxito de 'Donde el corazón te lleve' (editada en España por Seix Barral, como el resto de su obra), la novela que en 1994 conquistó el alma de los lectores e hizo de Susanna Tamaro una escritora de éxito.
Adornado por canteros donde crecen rosas rojas, por figuras de escayola de enanos de Blancanieves y clivias en flor, el jardín se ofrece generoso hacia a un prado que acaba unos cuantos metros más abajo, en un bosque de altos árboles. No están solas. Una pareja peruana y sus tres hijas, a las que Susanna adora, las ayudan en las tareas del campo y en el mantenimiento de una vivienda que requiere mucho trabajo: hay animales, un huerto, hay plantas, un gimnasio y una piscina en la que nada Roberta, tanto en invierno como en verano, gracias a un curioso sistema que permite cubrirla en mitad del frío o bajo la inmensidad de la noche. Todos juntos, para Susanna, constituyen su familia. "Una ciudad como Roma tiene algo de enfermizo. Es normal que todos quieran escapar de ella. Hay demasiado caos, mucha contaminación ambiental y no hay tiempo para nada. Ni siquiera para estar con los hijos. Mis amigas que son madres parece que trabajaran de taxistas: se pasan todo el día en el coche, yendo al trabajo, llevando los niños al colegio, a recogerlos... Es un estrés de locos". No es la única que se ha marchado de Roma y ha optado por la vida en el campo, una tendencia que se ha ido acentuado al ritmo de la crisis económica. "En Orvieto viven familias que trabajan en Roma pero viven aquí porque la vida también es más barata. Lo que allí vale un garaje, aquí cuesta una casa con jardín".
Fellini, su primer admiradorElla conoce muy bien Roma. Llegó allí con 18 años a estudiar cine. Mientras tanto, escribía. Italo Svevo, una de las voces más originales de la literatura italiana de comienzos del siglo XX, era familiar suyo por el lado materno, con lo cual, de algún modo, estaba familiarizada con el oficio. Así, en 1989, se dio a conocer con la novela 'La cabeza en las nubes', a la que siguió, dos años después, 'Para una sola voz', un libro de relatos que Federico Fellini consideraba una obra de arte absoluta. "Fellini llamaba a los periodistas para decirles que eran unos estúpidos porque se había publicado un gran libro y nadie me hacía caso –recuerda–. De ese modo, empecé a ser conocida. Hay una ley absoluta: quien tiene talento, reconoce el talento; quien no lo tiene, no sabe lo que es", subraya esta escritora cuya obra, que ha sido traducida a más de 40 idiomas, le ha permitido ser una de las más leídas en todo el mundo y poder elegir una vida en un tempo más lento, dedicada a las cosas que más le gustan: atender a los animales, cuidar las plantas, practicar yoga, hacer meditación, leer y, por supuesto, escribir.
Su vida, así y todo, no tiene nada de ociosa. Su día empieza muy temprano: a las siete de la mañana. A esa hora, les da de comer a los perros, escribe (si es invierno) y trabaja en la huerta (si es primavera o verano) entre los olivos que se salvaron de la nieve de febrero y los árboles frutales. Después se dedica a cuidar las plantas y las flores. Además, algunos días va hasta el pueblo, en bicicleta, a tomar lecciones de canto: desde hace tres años está aprendiendo a modular su voz de soprano porque se ha propuesto, para cuando cumpla los 60, hacer realidad el sueño de ser cantante. Por si fuera poco, tres veces a la semana, se calza el kimono blanco y se anuda a su alrededor un cinturón negro de karate, pues recibe a un par de alumnos a los que da clases en el gimnasio que ha montado junto a la galería de su casa.
Es, si se quiere, una mujer feliz que, en el fondo, no ha cambiado en nada. Sigue teniendo la misma y profunda mirada sobre la existencia y un sentido religioso de la vida que la fama no ha hecho variar. Lo dice alguien, además, que llegó a vender más de 35 millones de ejemplares con 'Donde el corazón te lleve', la hermosa novela que indaga en las delicadas relaciones entre nieta y abuela. "No podía imaginarme tener un éxito tan grande. Es muy difícil vivir con algo así si no eres una persona equilibrada. Pero siempre he sido la misma. He permanecido fiel a mi vida y por eso he podido resistir todas las maldades, todos los ataques", explica refiriéndose a las críticas que le han caído, por parte de la prensa progre de Italia, por ser cristiana, por reconocerse católica y por haber publicado en revistas como Familia Cristiana o en una editorial como San Paolo, pertecientes a congregaciones católicas. Las críticas, en cualquier caso, las ha recibido de la misma manera que los elogios. "Siempre he tratado de evitar las adulaciones al máximo, porque no las soporto. Por lo tanto, trato de vivir con gente normal, de hacer una vida normal, que me aprecien por aquello que soy como persona, no como escritora. El cristianismo, de algún modo, es aprender a sentir la libertad interior, de poder vivir el amor en el momento que llega, sin barreras mentales", dice mientras reparte caricias a sus cinco perros y a Perla, una gata majestuosa que retoza sobre un césped que huele a recién cortado. "El éxito es capaz de destruir la vida. Pero como cuando se publicó la novela yo ya vivía aquí, pude seguir haciendo lo que había hecho siempre".
"Festina lente". Ese parece ser su lema. La locución latina que propone apresurarse lentamente, llevar una vida sin prisa pero sin pausa. "Nuestro cerebro no está hecho para ir así de rápido; es violento para nuestra cabeza, y al final te vuelves una máquina que no piensa. Necesita un tiempo para asimilar lo que absorve, para reflexionar", explica y agrega que ella no es como otros escritores, que "están todo el día sentados, fumando cigarrillos, escribiendo sin parar. Yo no puedo. De ninguna manera. No puedo estar sentada. Tengo que andar en bicicleta, caminar...".
Hay algo, no obstante, a lo que antes se entregaba con intenso placer y que su médico, ahora, le tiene totalmente prohibido: dormir la siesta. Como no quiere padecer insomnio, acepta la restricción médica y, después de comer, sacrifica esa hora de felicidad entre las dos y las tres de la tarde y hace, simplemente, otras cosas: camina bajo el sol, contempla la naturaleza o cepilla las crines de Julia, Julieta, Rosina e Irma, su majestuoso plantel equino; es decir: una yegua, dos ponis, un burro.
Cambio de estacionesPara Susanna Tamaro, escribir es una actividad más de las tantas que hace como persona. Escribe siempre en el mismo sitio: una cabañana pequeña, junto a la enorme piscina cubierta. Acompañada por sus cosas queridas, por los libros que lee y las señales de sus creencias (poemas de Kavafis, ensayos de Canetti, cuadros con caracteres japoneses y una imagen de san Antonio Abad, el santo amado por los animales), pasa allí las mañanas de invierno, sin teléfono ni internet, escribiendo, que es, en cierto sentido, una forma de encontrarse con el misterio. "He estado 20 años con un maestro japonés y estoy muy ligada también al budismo, a la meditación. Lo que le falta mucho al cristianismo es la parte meditativa. Yo creo que debe haber un encuentro más fraterno entre Oriente y Occidente, un encuentro que si se da más a menudo, puede resultar muy fructífero: los orientales, tienen demasiado silencio, y nosotros, demasiadas palabras".
Apenas concluye febrero, las palabras que Susanna ha volcado en el ordenador portátil suelen dar por concluida la novela que ha estado tramando y escribiendo en todos esos meses. La luz de la nueva estación le anuncia que han llegado otras actividades y que debe dedicarse a ellas. "La oscuridad ayuda a escribir. En primavera, o en verano, cuando hay luz, es todo muy bonito fuera; no me apetece escribir", afirma. En esos momentos, dice, prefiere ver las flores, estar con los animales, dar paseos en bicicleta porque para ella, en cualquier caso, no es obligatorio escribir. Solo lo hace si lo siente de verdad.
El amor, el dolor y la vidaMaestra de yoga, que declara odiar todo lo que sea estrecho, que piensa que el mal de nuestro tiempo es la idolatría al dinero, que ha dicho que la felicidad es vivir según la propia conciencia y que también está al frente de una fundación para el desarrollo de la mujer que ofrece ayudas a jóvenes que han sido prostituidas por las mafias, nunca tuvo reparos en confesar su profunda fe cristiana, como tampoco los tuvo a la hora de vivir como piensa y de vivir su fe, y su vida, con libertad, sin ataduras ni convencionalismos. "Yo no me he casado, pero vivo con esta comunidad, con estos niños, como si fuésemos una familia, porque, para mí, lo importante es este sentimiento de fraternidad, algo que va más allá de los lazos de sangre. También vivo con Roberta, somos muy amigas; comenzamos de casualidad, compartiendo la casa hace muchos años y después nos hemos llevado bien y nos hemos quedado a vivir juntas. La amistad puede ser mucho más importante que el amor. Pero existe esta forma de estupidez, de convenciones sociales, que terminan ejerciendo una violencia terrible en las personas".
Acaba de publicar 'Para siempre' (Ed. Seix Barral, 17 €), la historia de Matteo, un cardiólogo que 15 años después de la muerte de su esposa, aún no puede recuperarse de su pérdida. Una novela extraordinaria sobre el amor y el significado del dolor y de la vida, de la muerte y del renacimiento. Sus libros, dice, no son de consumo sino de reflexión, pues han nacido de un proceso de meditación, de un encuentro profundo con la naturaleza, en un diálogo constante con el misterio. "La naturaleza nos habla de nosotras mismas, nos habla de nuestra naturaleza y también del misterio del mal". Susanna Tamaro espera seguir avanzando según le dicte su conciencia, confiada en que allí donde esté su corazón estará su secreto, y donde esté su secreto, su felicidad. Una ciudad con un pasado milenario, Orvieto se encuentra camino a Florencia, a una hora en tren desde el centro de Roma, y se alza sobre una roca inmensa, en medio de una llanura verde y tupida. Se dice que sus primeros habitantes aparecieron mucho antes de la era cristiana, pero que su período de mayor esplandor ocurrió cuando la ocuparon los etruscos, entre los siglos VI y IV a. de C. Después la perdieron a manos de los romanos y de aquella época quedó realmente muy poco, salvo las cuevas que los etruscos habían hecho para no encontrarse sin agua en caso de ser asediados por el enemigo, un laberinto de túneles en las entrañas de la roca por las que actualmente se pasean los cientos de turistas que cada día llegan para ver el otro orgullo de Orvieto: Il Duomo, una deliciosa arquitectura gótica, recortada sobre un cielo de azul infinito en cuyo interior destacan obras maestras del Renacimiento italiano, como los famosos frescos que Luca Signorelli pintó entre 1499 y 1502.
Por sus calles suele caminar los sábados por la mañana Susanna Tamaro. Hay mercado, y le gusta ir a hacer algunas compras y a encontrarse con sus amigos. "Hago un poco de vida social", dice la escritora, que después de andar por Orvieto desea volver rápido a su casa, a su vida campestre, al refugio de su comunidad, de sus animales, al deseo de hacer siempre cosas nuevas. "Intento crecer constantemente. Por eso los lectores son felices conmigo, porque siempre propongo un camino nuevo."
Ella nació en el norte, en Trieste, en 1957. Algo de su estilo de vida, tan apegado a la regularidad tal vez provenga de que nació con una puntualidad germánica: el día 12 del mes 12 a las 12 horas y 12 minutos. Desde que llegó a Porano, este pueblecito a pocos minutos de la hermosa ciudad de Orvieto, vive con Roberta, su amiga y compañera desde entonces. La casa es antigua, de piedra, y pudieron hacerla suya gracias al éxito de 'Donde el corazón te lleve' (editada en España por Seix Barral, como el resto de su obra), la novela que en 1994 conquistó el alma de los lectores e hizo de Susanna Tamaro una escritora de éxito.
Adornado por canteros donde crecen rosas rojas, por figuras de escayola de enanos de Blancanieves y clivias en flor, el jardín se ofrece generoso hacia a un prado que acaba unos cuantos metros más abajo, en un bosque de altos árboles. No están solas. Una pareja peruana y sus tres hijas, a las que Susanna adora, las ayudan en las tareas del campo y en el mantenimiento de una vivienda que requiere mucho trabajo: hay animales, un huerto, hay plantas, un gimnasio y una piscina en la que nada Roberta, tanto en invierno como en verano, gracias a un curioso sistema que permite cubrirla en mitad del frío o bajo la inmensidad de la noche. Todos juntos, para Susanna, constituyen su familia. "Una ciudad como Roma tiene algo de enfermizo. Es normal que todos quieran escapar de ella. Hay demasiado caos, mucha contaminación ambiental y no hay tiempo para nada. Ni siquiera para estar con los hijos. Mis amigas que son madres parece que trabajaran de taxistas: se pasan todo el día en el coche, yendo al trabajo, llevando los niños al colegio, a recogerlos... Es un estrés de locos". No es la única que se ha marchado de Roma y ha optado por la vida en el campo, una tendencia que se ha ido acentuado al ritmo de la crisis económica. "En Orvieto viven familias que trabajan en Roma pero viven aquí porque la vida también es más barata. Lo que allí vale un garaje, aquí cuesta una casa con jardín".
Fellini, su primer admiradorElla conoce muy bien Roma. Llegó allí con 18 años a estudiar cine. Mientras tanto, escribía. Italo Svevo, una de las voces más originales de la literatura italiana de comienzos del siglo XX, era familiar suyo por el lado materno, con lo cual, de algún modo, estaba familiarizada con el oficio. Así, en 1989, se dio a conocer con la novela 'La cabeza en las nubes', a la que siguió, dos años después, 'Para una sola voz', un libro de relatos que Federico Fellini consideraba una obra de arte absoluta. "Fellini llamaba a los periodistas para decirles que eran unos estúpidos porque se había publicado un gran libro y nadie me hacía caso –recuerda–. De ese modo, empecé a ser conocida. Hay una ley absoluta: quien tiene talento, reconoce el talento; quien no lo tiene, no sabe lo que es", subraya esta escritora cuya obra, que ha sido traducida a más de 40 idiomas, le ha permitido ser una de las más leídas en todo el mundo y poder elegir una vida en un tempo más lento, dedicada a las cosas que más le gustan: atender a los animales, cuidar las plantas, practicar yoga, hacer meditación, leer y, por supuesto, escribir.
Su vida, así y todo, no tiene nada de ociosa. Su día empieza muy temprano: a las siete de la mañana. A esa hora, les da de comer a los perros, escribe (si es invierno) y trabaja en la huerta (si es primavera o verano) entre los olivos que se salvaron de la nieve de febrero y los árboles frutales. Después se dedica a cuidar las plantas y las flores. Además, algunos días va hasta el pueblo, en bicicleta, a tomar lecciones de canto: desde hace tres años está aprendiendo a modular su voz de soprano porque se ha propuesto, para cuando cumpla los 60, hacer realidad el sueño de ser cantante. Por si fuera poco, tres veces a la semana, se calza el kimono blanco y se anuda a su alrededor un cinturón negro de karate, pues recibe a un par de alumnos a los que da clases en el gimnasio que ha montado junto a la galería de su casa.
Es, si se quiere, una mujer feliz que, en el fondo, no ha cambiado en nada. Sigue teniendo la misma y profunda mirada sobre la existencia y un sentido religioso de la vida que la fama no ha hecho variar. Lo dice alguien, además, que llegó a vender más de 35 millones de ejemplares con 'Donde el corazón te lleve', la hermosa novela que indaga en las delicadas relaciones entre nieta y abuela. "No podía imaginarme tener un éxito tan grande. Es muy difícil vivir con algo así si no eres una persona equilibrada. Pero siempre he sido la misma. He permanecido fiel a mi vida y por eso he podido resistir todas las maldades, todos los ataques", explica refiriéndose a las críticas que le han caído, por parte de la prensa progre de Italia, por ser cristiana, por reconocerse católica y por haber publicado en revistas como Familia Cristiana o en una editorial como San Paolo, pertecientes a congregaciones católicas. Las críticas, en cualquier caso, las ha recibido de la misma manera que los elogios. "Siempre he tratado de evitar las adulaciones al máximo, porque no las soporto. Por lo tanto, trato de vivir con gente normal, de hacer una vida normal, que me aprecien por aquello que soy como persona, no como escritora. El cristianismo, de algún modo, es aprender a sentir la libertad interior, de poder vivir el amor en el momento que llega, sin barreras mentales", dice mientras reparte caricias a sus cinco perros y a Perla, una gata majestuosa que retoza sobre un césped que huele a recién cortado. "El éxito es capaz de destruir la vida. Pero como cuando se publicó la novela yo ya vivía aquí, pude seguir haciendo lo que había hecho siempre".
"Festina lente". Ese parece ser su lema. La locución latina que propone apresurarse lentamente, llevar una vida sin prisa pero sin pausa. "Nuestro cerebro no está hecho para ir así de rápido; es violento para nuestra cabeza, y al final te vuelves una máquina que no piensa. Necesita un tiempo para asimilar lo que absorve, para reflexionar", explica y agrega que ella no es como otros escritores, que "están todo el día sentados, fumando cigarrillos, escribiendo sin parar. Yo no puedo. De ninguna manera. No puedo estar sentada. Tengo que andar en bicicleta, caminar...".
Hay algo, no obstante, a lo que antes se entregaba con intenso placer y que su médico, ahora, le tiene totalmente prohibido: dormir la siesta. Como no quiere padecer insomnio, acepta la restricción médica y, después de comer, sacrifica esa hora de felicidad entre las dos y las tres de la tarde y hace, simplemente, otras cosas: camina bajo el sol, contempla la naturaleza o cepilla las crines de Julia, Julieta, Rosina e Irma, su majestuoso plantel equino; es decir: una yegua, dos ponis, un burro.
Cambio de estacionesPara Susanna Tamaro, escribir es una actividad más de las tantas que hace como persona. Escribe siempre en el mismo sitio: una cabañana pequeña, junto a la enorme piscina cubierta. Acompañada por sus cosas queridas, por los libros que lee y las señales de sus creencias (poemas de Kavafis, ensayos de Canetti, cuadros con caracteres japoneses y una imagen de san Antonio Abad, el santo amado por los animales), pasa allí las mañanas de invierno, sin teléfono ni internet, escribiendo, que es, en cierto sentido, una forma de encontrarse con el misterio. "He estado 20 años con un maestro japonés y estoy muy ligada también al budismo, a la meditación. Lo que le falta mucho al cristianismo es la parte meditativa. Yo creo que debe haber un encuentro más fraterno entre Oriente y Occidente, un encuentro que si se da más a menudo, puede resultar muy fructífero: los orientales, tienen demasiado silencio, y nosotros, demasiadas palabras".
Apenas concluye febrero, las palabras que Susanna ha volcado en el ordenador portátil suelen dar por concluida la novela que ha estado tramando y escribiendo en todos esos meses. La luz de la nueva estación le anuncia que han llegado otras actividades y que debe dedicarse a ellas. "La oscuridad ayuda a escribir. En primavera, o en verano, cuando hay luz, es todo muy bonito fuera; no me apetece escribir", afirma. En esos momentos, dice, prefiere ver las flores, estar con los animales, dar paseos en bicicleta porque para ella, en cualquier caso, no es obligatorio escribir. Solo lo hace si lo siente de verdad.
El amor, el dolor y la vidaMaestra de yoga, que declara odiar todo lo que sea estrecho, que piensa que el mal de nuestro tiempo es la idolatría al dinero, que ha dicho que la felicidad es vivir según la propia conciencia y que también está al frente de una fundación para el desarrollo de la mujer que ofrece ayudas a jóvenes que han sido prostituidas por las mafias, nunca tuvo reparos en confesar su profunda fe cristiana, como tampoco los tuvo a la hora de vivir como piensa y de vivir su fe, y su vida, con libertad, sin ataduras ni convencionalismos. "Yo no me he casado, pero vivo con esta comunidad, con estos niños, como si fuésemos una familia, porque, para mí, lo importante es este sentimiento de fraternidad, algo que va más allá de los lazos de sangre. También vivo con Roberta, somos muy amigas; comenzamos de casualidad, compartiendo la casa hace muchos años y después nos hemos llevado bien y nos hemos quedado a vivir juntas. La amistad puede ser mucho más importante que el amor. Pero existe esta forma de estupidez, de convenciones sociales, que terminan ejerciendo una violencia terrible en las personas".
Acaba de publicar 'Para siempre' (Ed. Seix Barral, 17 €), la historia de Matteo, un cardiólogo que 15 años después de la muerte de su esposa, aún no puede recuperarse de su pérdida. Una novela extraordinaria sobre el amor y el significado del dolor y de la vida, de la muerte y del renacimiento. Sus libros, dice, no son de consumo sino de reflexión, pues han nacido de un proceso de meditación, de un encuentro profundo con la naturaleza, en un diálogo constante con el misterio. "La naturaleza nos habla de nosotras mismas, nos habla de nuestra naturaleza y también del misterio del mal". Susanna Tamaro espera seguir avanzando según le dicte su conciencia, confiada en que allí donde esté su corazón estará su secreto, y donde esté su secreto, su felicidad. Una ciudad con un pasado milenario, Orvieto se encuentra camino a Florencia, a una hora en tren desde el centro de Roma, y se alza sobre una roca inmensa, en medio de una llanura verde y tupida. Se dice que sus primeros habitantes aparecieron mucho antes de la era cristiana, pero que su período de mayor esplandor ocurrió cuando la ocuparon los etruscos, entre los siglos VI y IV a. de C. Después la perdieron a manos de los romanos y de aquella época quedó realmente muy poco, salvo las cuevas que los etruscos habían hecho para no encontrarse sin agua en caso de ser asediados por el enemigo, un laberinto de túneles en las entrañas de la roca por las que actualmente se pasean los cientos de turistas que cada día llegan para ver el otro orgullo de Orvieto: Il Duomo, una deliciosa arquitectura gótica, recortada sobre un cielo de azul infinito en cuyo interior destacan obras maestras del Renacimiento italiano, como los famosos frescos que Luca Signorelli pintó entre 1499 y 1502.
Por sus calles suele caminar los sábados por la mañana Susanna Tamaro. Hay mercado, y le gusta ir a hacer algunas compras y a encontrarse con sus amigos. "Hago un poco de vida social", dice la escritora, que después de andar por Orvieto desea volver rápido a su casa, a su vida campestre, al refugio de su comunidad, de sus animales, al deseo de hacer siempre cosas nuevas. "Intento crecer constantemente. Por eso los lectores son felices conmigo, porque siempre propongo un camino nuevo."
TÍTULO: EN DIRECTO JENNIFER ANISTON:
¿ Qué tiene ella no tenga las demás?.
Jennifer Aniston, no sin mis cremas y mis lujos .
La actriz ha hecho un pacto no con el diablo, sino con su spa.
Jennifer Aniston es de esas mujeres que como el vino, mejora con los años. Pero no se trata de un don natural, de una genética envidiable…sino porque la chica se cuida mucho y además no tiene reparo en confesar que su trabajo le cuesta.Dicen las malas lenguas a raíz de sus declaraciones, que no hay otra celebrity conocida en la esfera hollywoodiense que pueda superar la adicción de Jennifer Aniston a los tratamientos de belleza. Para conservar su juventud cual madrasta de Blancanieves, admite no usar embrujos pero sí una ingente cantidad económica y bastantes horas a la semana. La envidiable figura de Jennifer Aniston y su luminoso rostro le cuestan, nada más y nada menos que 8000 dólares, más de 6000 euros al mes en tratamientos, dietistas, productos cosméticos y entrenadores personales.
Jennifer Anistonsexy donde las haya, por si esto no es suficiente, de vez en cuando se pega un caprichito y pasa un día entero de relax en un conocido y lujoso spa de Beverly Hills. Toda una inversión de futuro, pero al alcance de unos pocos. “Mens sana y corpore sano”, parece ser su lema. Llega el verano y hay que ponerse a punto. Tras pasar un fin de semana movidito con la entrega de los MTV Movie Awards, el pasado martes Jennifer Aniston dejó a su querido Justin Theroux en casa y dedicó el día entero a cuidar su cuerpo y su mente.
Jennifer Aniston, junto a los tratamientos estéticos, su otro secreto para estar en forma es el deporte. El pasado mes de marzo Jennifer Aniston fue entrevistada por la revista InStyle y explicó que es una fanática del ejercicio. "Trabajo mi cuerpo casi todos los días, por lo menos cinco o seis días a la semana", afirmó a esta revista. "Hago 40 minutos de ejercicios cardiovasculares: spinning, running, elíptica, o combino los tres. También hago Pilates una vez a la semana, además hago Yoga tres veces por semana e intento mezclarlo", desveló JJennifer Aniston a InStyle.
Jennifer Aniston es de esas mujeres que como el vino, mejora con los años. Pero no se trata de un don natural, de una genética envidiable…sino porque la chica se cuida mucho y además no tiene reparo en confesar que su trabajo le cuesta.Dicen las malas lenguas a raíz de sus declaraciones, que no hay otra celebrity conocida en la esfera hollywoodiense que pueda superar la adicción de Jennifer Aniston a los tratamientos de belleza. Para conservar su juventud cual madrasta de Blancanieves, admite no usar embrujos pero sí una ingente cantidad económica y bastantes horas a la semana. La envidiable figura de Jennifer Aniston y su luminoso rostro le cuestan, nada más y nada menos que 8000 dólares, más de 6000 euros al mes en tratamientos, dietistas, productos cosméticos y entrenadores personales.
Jennifer Anistonsexy donde las haya, por si esto no es suficiente, de vez en cuando se pega un caprichito y pasa un día entero de relax en un conocido y lujoso spa de Beverly Hills. Toda una inversión de futuro, pero al alcance de unos pocos. “Mens sana y corpore sano”, parece ser su lema. Llega el verano y hay que ponerse a punto. Tras pasar un fin de semana movidito con la entrega de los MTV Movie Awards, el pasado martes Jennifer Aniston dejó a su querido Justin Theroux en casa y dedicó el día entero a cuidar su cuerpo y su mente.
Jennifer Aniston, junto a los tratamientos estéticos, su otro secreto para estar en forma es el deporte. El pasado mes de marzo Jennifer Aniston fue entrevistada por la revista InStyle y explicó que es una fanática del ejercicio. "Trabajo mi cuerpo casi todos los días, por lo menos cinco o seis días a la semana", afirmó a esta revista. "Hago 40 minutos de ejercicios cardiovasculares: spinning, running, elíptica, o combino los tres. También hago Pilates una vez a la semana, además hago Yoga tres veces por semana e intento mezclarlo", desveló JJennifer Aniston a InStyle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario