La mayor restrospectiva europea revisa las raíces de un creador tenido por el Velázquez estadounidense .
Es el pintor norteamericano más grande del siglo XX». Tomás Llorens, comisario de la exposición que el museo Thyssen dedica a Edward Hopper (1882-1967), no duda en elevar el solitario genio del pintor sobre Warhol, Pollock, Rothko o Rauschemberg. Al contrario que ellos, Hopper fue un lobo estepario, «una gran roca solitaria y desnuda en el desierto no adscrita a ningún movimiento». Algo que para Llorens engrandece la aventura estética de este gran cronista de la soledad y la incomunicación de un siglo convulso. Como el Hitchcock de 'La ventana indiscreta', sigiloso e invisible, Hopper nos cuela en interiores urbanos para contarnos cómo somos y calibrar nuestra desolación, aislamiento y estado de ánimo. Lo hace con los mismos recursos que los cineastas que se apropiaron sin cuento de su iconografía para hacerla universal.
Con 73 obras, la muestra es la más importante dedicada a Hopper en Europa. Es una cita histórica, difícilmente repetible, que reformula las raíces de un gigante de la pintura que se ganó su lugar en la historia con apenas dos centenares de óleos, una veintena de grabados y un puñado de acuarelas. Una obra tan poderosa como escasa, producida a un ritmo exasperante, un cuadro al año en su última etapa, lo que hace de sus piezas apreciadísimos tesoros que sus dueños se niegan a prestar. «Para cualquier museo estadounidense un Hopper equivale a 'Las Meninas' para el Prado, de modo que el préstamo es muy difícil», dice Llorens. Ese celo explica la ausencia de 'Nighthawks' (halcones de la noche, 1942), la obra cumbre de Hopper, que el Arts Istitute de Chicago no ha cedido. Sí han prestado museos como el MoMA y el Metropolitan de Nueva York y el Fine Arts de Boston. Destaca la generosidad del Whitney, que ha cedido 14 obras, y del legado de Josephine N. Hopper, esposa del pintor.
Sí están el resto de sus obras maestras, comenzado por 'Habitación de Hotel' (1931) -trofeo que el barón Thyssen 'cazó' hace muchos años-, el autorretrato de 1925, 'Puente de Williamsbug' (1928), 'Habitación en Nueva York' (1932), 'Verano en la ciudad' (1949) o 'Sol de mañana' (1952).
Principio difícil
Idolatrado al final de sus días y de cotización estratosférica hoy, Hopper tuvo unos principios más que difíciles. Ignorado por el público y una crítica incapaz de etiquetarlo, sobrevivió como ilustrador hasta que en 1925 'Casa junto a la vía del tren' anuncia su estilo inconfundible e impulsa toda su obra.
La muestra analiza primero sus años de formación, su estancia parisina y su paso por el estudio de Robert Henri en New York, con piezas de 1900 a 1924. Se centra luego en su madurez, que recorre a través de sus grandes temas: la vida urbana, la intimidad, el aislamiento, la melancolía y la complejidad de las relaciones personales. Un periplo parejo a la historia reciente de Estados Unidos, que revela su cara más moderna sin dulcificarla, fijando sus estados de ánimo, de la Gran Depresión al New Deal. La arquitectura y la luz, cruciales en la obra de Hopper, protagonizan pinturas como 'La ciudad' (1927), 'El Loop del puente de Manhattan' (1928), 'Mañana en la ciudad' (1944), 'Conferencia por la noche' (1949).
foto--'Sol de mañana', pintado por Hopper en 1952, es el colofón de la muestra y aclara la intensa relación del pintor estadounidense con el cine.
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