domingo, 3 de junio de 2012

CARTA DE LA SEMANA CON EL GRAN ROBIN DE LOS DISCOS./ LAS SIETE TROMPETAS:

TÍTULO: CARTA DE LA SEMANA CON EL GRAN ROBIN DE LOS DISCOS.

La muerte de Robin Gibb nos desarma la posibilidad de volver a oír o a ver al núcleo duro de los Bee Gees, una de las bandas más trascendentales de la historia de la música pop. Algunos creen que sus canciones son poco más que el maullido de tres gatos armónicos o el montaje publicitario de unos muchachos con cierta gracia, pero sin magma creativo. ¡Bah! Ignorantes siempre los ha habido. Tres hermanos nacidos en la isla de Man, criados en Mánchester, desarrollados en Australia y desbordados en Estados Unidos fueron capaces de vender casi quinientos millones de discos y de marcar con sello indeleble a dos o tres generaciones de individuos del mundo entero. Robin era la voz nuclear del trío, más allá de la comercialidad soberbia de Barry o de las armonías de Maurice. Ha muerto a los sesenta y dos años de un cáncer de estómago. Los hermanos Gibb no han sido felizmente longevos: el hermano gemelo de Robin, Maurice, murió hace casi diez años y el pequeño de todos, Andy, un artista de dimensión contrastable, lo hizo anteriormente después de no pocas vicisitudes personales no siempre admirables. Queda el mayor de todos, Barry, autor de grandes éxitos de la banda e impulsor de la reconversión de los Bee Gees mediada la década de los setenta, productor de habilidad probada y símbolo leonado de un tiempo en el que las grandes melenas y los trajes ajustados con exceso de brillo hicieron auténtico furor. Los tres hermanos Gibb, con el añadido nada despreciable de Andy, han sido, sencillamente, insuperables: desde el tiempo en el que vagaban con tres guitarras por los estudios británicos hasta el momento en el que condicionaban el baile de millones de personas en todas las discotecas del mundo. No se me va de la cabeza la tarde del 77 en la que me personé en el cine Cervantes de Sevilla para ver aquella película de la que empezaban a hablar en España y que exhibía una banda sonora descomunal, Fiebre del sábado noche: salimos todos bailando del cine y caminando como Travolta, tarareando Fever night y deseando volver a ver la cinta en cuanto tuviésemos oportunidad. Fue el momento de la inflexión: aquellos hermanos que algunos creían acabados, creadores de discos inolvidables, de éxitos de referencia, acababan de dar la vuelta a su propia vida reinventando la música que se bailaba en las discotecas del mundo. El sonido de Filadelfia, tan exitoso, tan magnífico, dio paso al sonido Bee Gees. Y se lo llevaron todo por delante.
Menudos años aquellos. Menudos discos. Menudos números uno. Menudas creaciones. Menudas producciones. Menudos conciertos. Vinieron a España en los noventa. Al final de la década filmaron el Concierto Total en Las Vegas: por ahí anda el DVD, para delirio de sus seguidores. Entre los que, evidentemente, me encuentro.
Y, además, han sido buenas personas. Contaba una oyente de La fosforera que uno de los conductores de su compañía de transportes que andaba por el Reino Unido fue a averiar el camión en una carretera cercana a Mánchester. Tras un par de horas de soledad se detuvo un coche deportivo del que bajaron tres jóvenes exquisitos que le ofrecieron transportarlo a un lugar en el que pudiera guarecerse y descansar. Llevaron a aquel hombre adusto y rudo a una casa con aspecto de mansión en la que le brindaron habitación y acogida. Le preguntaron en más de una ocasión si no los conocía, a lo que el conductor les repetía que no. Se acomodó y comprobó que los tres jóvenes salían de sus habitaciones envueltos en preciosas batas de seda mientras sonaba la música de unas voces aflautadas que ellos repetían con denuedo y minuciosidad. El camionero se asustó pensando en los tres pedazos de maricones que le estaban montando una encerrona y salió por patas, no sin llevarse la foto firmada que le dieron los tres entre risas. Eran los hermanos Gibb. La fotografía está hoy colgada en la oficina de la empresa de transportes que envió a aquel rústico camionero a por un cargamento al Reino Unido.
Grandes, siempre grandes Bee Gees.

TÍTULO: LAS SIETE TROMPETAS:

Escribía Leon Bloy que, cada vez que quería enterarse de las últimas noticias, leía el Apocalipsis. Y es que, en efecto, en el Apocalipsis bajo su aparente lenguaje críptico, encontramos una explicación honda de las vicisitudes de la Historia humana. Ocurre así, por ejemplo, en la narración de las 'siete trompetas'. Un ángel toca la trompeta y sobre la humanidad se abaten plagas horrendas y arrasadoras; pero los hombres, en lugar de escarmentar, perseveran en el error: «Y los hombres que no fueron muertos con estas plagas, ni aun así se arrepintieron de las obras salidas de sus manos, ni dejaron de adorar a los demonios, y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera, los cuales no pueden ver, ni oír, ni andar; y no se arrepintieron de sus homicidios, ni de sus hechicerías, ni de su fornicación, ni de sus hurtos». Con lo que, a la plaga sufrida, sobreviene otra plaga todavía mayor. Esta pertinacia en el error es una de las notas más constantes de la Historia humana: inexplicable si no consideráramos la intervención del misterio de iniquidad.
Lo estamos viendo en el desenvolvimiento de lo que los medioletrados llaman 'crisis económica', auténtica plaga bíblica que, como ocurre siempre, tiene su origen en una obra salida de manos humanas: el 'dinero fantasma' al que aludíamos en un artículo anterior, la conversión del dinero en un 'ídolo' que ha dejado de ser un signo que representa el valor de las cosas para multiplicarse por arte de birlibirloque, desligado de la riqueza real. Bastaría sumar el producto interior bruto de todas las naciones de la tierra, por un lado, y el valor ¡mucho mayor! que se atribuye al dinero fantasma que fluye por los mercados financieros, por otro, para que concluyéramos que, en efecto, esa multiplicación es una 'hechicería' y un 'hurto'; y para que comprendiéramos que, cada vez que se trata de hacer efectivo ese 'dinero fantasma' cada vez que un Estado paga el plazo de su deuda a los 'inversores' financieros, cada vez que se realiza una operación bursátil que hace millonarios a tales 'inversores', lo que en realidad se está haciendo es detraer dinero de la esquilmada economía real. Pues, no siendo el dinero un espíritu, sino un signo que representa el valor de las cosas, solo puede hacerse 'real' encarnándose en las cosas que existen; o como ocurre en los birlibirloques financieros vampirizándolas, arrebatándoles la vitalidad, hasta dejarlas exprimidas y exhaustas. Por eso nos suben los impuestos, nos bajan los sueldos o reducen las llamadas 'prestaciones' sociales (que no son sino 'contraprestaciones', puesto que previamente las hemos pagado): porque el 'dinero fantasma', para no ser un mero cómputo que se pasea errabundo por los terminales informáticos de los mercados financieros, necesita 'corporeizarse', aniquilando a la víctima que le presta su sustento.
Para exorcizar esta plaga, bastaría con que renunciáramos a la obra salida de nuestras manos; esto es, que dejásemos de 'adorar' ese daimon que es el dinero fantasma. Bastaría, en fin, con que renegáramos de la 'hechicería' (la multiplicación fantasmática del dinero) y del 'hurto' (la depredación de la economía real, perpetrada a través de las exacciones arriba mencionadas), instaurando una economía en la que el dinero volviera a ser un signo de la riqueza real de las naciones, recuperando aquella noción de economía como 'administración razonable de los bienes que se necesitan para la propia vida' que preconizase Aristóteles, frente a esa noción funesta de crematística o 'arte de enriquecerse sin límites' que el mismo Aristóteles consideraba perversión de la economía, consistente en hacer creer que el dinero puede ordeñarse como si fuese una vaca. Pero el dinero no se puede ordeñar, solo se puede consumir; y cada vez que la 'hechicería' de los mercados financieros finge que lo está ordeñando, lo que en realidad hace es consumirlo, consumiéndonos. Todo lo que hasta la fecha se ha intentado para paliar la crisis no hace sino agravarla: los 'salvamentos' a la banca, los 'ajustes fiscales', la 'flexibilización' del mercado laboral, los 'recortes' en las prestaciones, etcétera, no son sino expresiones eufemísticas de la consunción de la economía real, con la que se pretende inútilmente alimentar el agujero negro generado por el dinero fantasma. Agujero que nunca será saciado, porque cada vez que recibe una nueva transfusión de sangre multiplica su frenesí vampírico; y todo intento estéril de saciarlo solo provocará que a la plaga que estamos padeciendo se suceda otra plaga aún mayor, como nos enseña la narración de las siete trompetas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario