jueves, 7 de junio de 2012

ADIÓS A UN GENIO VISIONARIO./ TOROS : TALAVANTE, A HOMBROS.

TÍTULO: ADIÓS A UN GENIO VISIONARIO.

Muere Ray Bradbury-foto-, uno de los padres de la ciencia ficción moderna.

El autor de " Crónicas marcinas" y " Fahrenheit 451" imaginó mundos futuros en los que anidaba el aliento poético y el humanismo.

Los amantes de la ciencia ficción están de luto. Ray Bradbury, figura emblemática de la literatura fantástica por obras colosales como 'Farenheit 451' y 'Crónicas marcianas', murió ayer a los 91 años. Bradbury consiguió como nadie infundir a las vicisitudes de la conquista espacial un sentimiento de pavor y soledad que sigue sobrecogiendo al lector actual. Gran parte del imaginario común que sobre el siglo XXI se hicieron las generaciones precedentes se deben a las fantasías de este escritor.
Figura visionaria, guionista y poeta, Bradbury (Illinois, 1920) era un escritor infatigable, un hombre que supo ver que solo con un trabajo tenaz y disciplinado podía llegar a las más altas cimas literarias. Gracias a 'Crónicas marcianas' (1950), su nombre está unido a los padres de la ciencia ficción del siglo XX: Stanislaw Lem e Isaac Asimov. En sus narraciones fantásticas se dan la mano el aliento poético, el talento humanista, un desusado romanticismo y una evidente intención moral. 'Crónicas marcianas' es una compilación de cuentos sobre la conquista de Marte. El mérito de Bradbury estriba en lograr que el lector se apiade de los marcianos.
Universo
Bradbury, que nunca llegó a sacarse el carné de conducir, fue un adelantado a su tiempo. Marte fue una excusa para denunciar la devastación de la guerra y el germen autodestructivo que anida en el hombre. A su vez, supo transmitir la insginificancia del linaje humano ante un universo inconmensurable.
Autor de culto en todo el mundo, el autor de 'Farenheit 451' es un heredero de Julio Verne, Edgar Allan Poe y H. G. Wells que habló del tedio de la sociedad y la soledad humana. En 'Farenheit 451' (1953) fabuló con un porvenir aterrador, un mundo atenazado por el totalitarismo y la deshumanización. La novela idea una civilización en la que los libros son desterrados. El título del relato alude a la temperatura con la que arde el papel.
En esta novela, Bradbury pinta una sociedad que suena a lector del siglo XXI: televisores planos e interactivos, sistema de comunicación por auriculares, una publicidad omnipresente y un discurso secuestrado por la corrección política. «La ciencia ficción es una estupenda manera de pretender que estás escribiendo del futuro cuando estás atacando el pasado reciente y el presente», dijo con lucidez este escritor de vocación temprana.
La intrahistoria de esta novela es una declaración de amor por los libros. No en vano Bradbury era una rata de biblioteca, un hombre de formación autodidacta que jamás fue ala universidad por carecer de recursos y que forjó su cultura a base de esfuerzo, sin que le regalaran nada.
Sorprende que un escritor tan visionario y futurista recelara tanto de la tecnología. Abominaba de internet, que consideraba una estafa de los fabricantes de ordenadores, y despreciaba los videojuegos, que veía como «una pérdida de tiempo». No deja de asombrar también que un hombre que soñó con barcos antiguos para andar por las arenas marcianas y que se anticipó al futuro con artefactos inquietantes aborreciera viajar en avión.
Bradbury era un escritor de vocación temprana. Decidió ser escritor a los 3 años, a 12 comenzó a parir sus primeras obras y desde entonces no se detuvo. Con más de 400 relatos publicados, decenas de colecciones y casi una veintena de novelas, ha visto cómo muchas de sus obras han sido adaptadas al cómic, el cine o la televisión.
No era ajeno a la polémica. Conservador y en ocasiones reaccionario, achacaba parte de los problemas de EE UU a «feministas, negros y homosexuales». Es chocante que el hombre que escribió 'Farenheit 451' dijera: «Todos tenemos algún libro que nos gustaría ver arder».

TÍTULO:  TOROS : TALAVANTE, A HOMBROS.

Revientan a Manzanares con insolencia, tratan a Morante como genio voluble y se celebra sin reserva una tarde feliz con toros notables del torero extremeño.
La corrida de la Beneficencia tuvo cuatro tramas. La primera, pero no la mayor, fue una escabechina veterinaria -rechazos, repescas, luz de gas- que se resolvió con la licencia de sólo cuatro toros de los seis previstos de Cuvillo. Dos por delante, muy astifinos los dos; de bastante mejor estilo el primero que el segundo: Y otros dos por detrás, que tuvieron menos trapío y plaza que los dos que abrieron. Alto de agujas, zancudo y sin enmorrillar el quinto, de afilado hocico; aleonado, bajito y cabezón, terciado pero musculado el sexto.
El segundo dio seis kilos menos de peso que el sexto y tuvo, sin embargo, más plaza. El segundo fue protestado con cierto ruido; al sexto, que tuvo de salida un trote saltillero -como los toros de Victorino- y, luego, guasona movilidad, no se le puso reparo alguno. Los cuatro toros de Cuvillo se fueron sueltos y casi a escape de los caballos, pero no sin haber peleado con ellos antes. El segundo, de nervio temperamental, romaneó y, por los pechos, puso al jaco de manos. El quinto acudió pronto; el sexto apretó en la primera vara y protestó en la segunda. Un surtido de conductas.
Los cuatro galoparon en banderillas con llamativa entrega. Y, luego, peleó cada uno de una manera. Completaron corrida dos toros de Victoriano del Río. No fue, por tanto, un saldo el parche, sino todo lo contrario. Sólo que esos dos toros de Victoriano fueron el huevo y la castaña. Muy terciadito el tercero, retinto, cinqueño, de transparente bondad: muy sencillo. Gigantón el cuarto, de alzada fuera de proporción, gordísimo, y de raras hechuras. Pesaba, según tablilla, 631 kilos. No descolgó ni en un solo viaje y a su hora vino a revelarse como de violento fondo.
La segunda trama fue la del reparto de toros. Se abrieron los de Victoriano y los dos más justos de trapío -el cinqueño de Victoriano y el enanito de Cuvillo- se acabaron enlotando juntos. El cuasi mastodonte de Victoriano cayó en manos de Morante. Sólo Manzanares pudo torear dos de Cuvillo. El tercer y el cuarto asuntos no fueron banales. En tarde veraniega, el viento no paró de enredar. Hasta los papelitos de guía se batían en remolinos. El viento descubrió a Morante cuando más asentado estaba con el primero de corrida: hizo sufrir mucho a Manzanares en el primer turno porque el segundo de la tarde fue el más difícil de los seis; volvió a descomponer y descubrir a Morante cuando, en tablas y junto al portón de salida -el de la puerta grande-, trataba de tomarle las medidas al cuarto, que se había quedado sin picar del todo; y no dejó a Manzanares ni elegir terreno ni soltarse a gusto cuando pretendió pararse con el quinto. Sería capricho pero sólo a Talavante respetó dentro de lo que cabe el viento. O le molestó mucho menos. O acertó a encontrar el sitio donde estaba apagado el ventilador.
Y, en fin, el revés de la trama pero su mayor argumento: el ambiente, que tuvo todas las caras posibles. Un ambiente vitriólico con Manzanares, a quien fueron a reventar en toda regla, y hasta orquestadamente, porque mientras faenaba con el quinto en dos andanadas se corearon olés extemporáneos de burla. Hacía mucho que no se humillaba tanto a un torero en Madrid. No las voces sueltas ni los gritos de castigo del repertorio canónico de las Ventas, sino otra cosa todavía más inhóspita. El trato fue brutal, pura injuria. La caza y captura de Manzanares. Manzanares, desventurado en el sorteo, no perdió los nervios, pero no llegó a sujetarlos del todo nunca. Mató por derecho y con verdad. Las dos estocadas taparon a los dragones la boca.
Morante y la atmósfera
Morante se sintió más o menos muelle en una atmósfera que conoce de sobra: lo trataron como a un artista único, jalearon sus mejores inventos -un precioso quite por chicuelinas, de distinto estilo cada una de ellas, como si fueran variaciones de un mismo cante, una tanda de bello desmayo en redondo- y los que protestaron lo hicieron sin saña. No hicieron sangre con Morante, que estuvo seguro y listo, y dejó su aroma hasta al andar.
En este río revuelto sacó ganancia Talavante. En papel de consentido, como se dice en la Plaza México de los toreros con licencia. Algún gruñido, alguna reclamación cuando abusó de torear con la muleta excesivamente montada o a suerte descargada. Nada. Pasaron sin apenas rechistar sus toros -un solitario miau para el tercero, vista gorda con el sexto- , se le estuvo esperando siempre y un relativo rugido de plaza sofocó de sobra las voces discrepantes.
Talavante estuvo muy entregado y muy firme. Las dos cosas. Le puso su firma a las improvisaciones y a los alardes: las arrucinas de solución o intercaladas, el toreo cambiado de cambio de mano tan del repertorio mexicano, interpretado por cierto con desigual fortuna, las reuniones de espasmódico acento en que parecieron encontrarse toro y torero de casualidad. Y también la firma a pausas larguísimas en una faena, la del sexto, que se vivió con un silencio tan elocuente como la gresca de fondo que persiguió a Manzanares como su sombra. Ni la faena del notable toro de Victoriano ni la del encastado sexto de Cuvillo -toro de brava recámara- fueron redondas ni rotundas, pero tuvieron eso que se llama verdad. Espontaneidad, imaginación y recursos: el tapar, tocar y soltar toro, los molinetes acribillados, la listeza para domar el punto celoso del sexto. Hasta su clamorosa inhibición para tomar el verduguillo y descabellar al tercero se aceptó como ingenio y no como renuncia. Y, en fin, la espada empujada con el corazón, que es parte de la verdad. Una oreja y otra. La puerta grande.


No hay comentarios:

Publicar un comentario