Toma uno: una mujer atractiva
coge un taxi en París. El conductor, al apreciar que su ocupante es
extranjera, despliega todos los tópicos imaginables del chovinismo. Le
habla mal, da un rodeo para engordar el contador, le tira el cambio a la
cara. Ella duda entre echarse a llorar o bajarse del coche en marcha.
Toma dos: la misma mujer sube al taxi. El conductor se da cuenta de que
es de fuera y pone en marcha su repertorio. La pasajera le pega cuatro
gritos y el hombre conduce raudo a su destino y dice “merci, mademoiselle”
al cobrar. Han imaginado bien. La protagonista de la primera escena es
Natalia Verbeke hace tres años, recién aterrizada en París en pos de una
carrera internacional. La de la segunda podría ser Natalia Verbeke hoy.
No es que la actriz se esté
trabajando una fórmula para sepultar su dulzura natural. Tan solo ha
aprendido a sobrevivir en la capital del país vecino, donde residen sus
expectativas profesionales actualmente. Algunas de las claves se las ha
dado Carmen Maura, su amiga, su cómplice, lo más parecido a una familia a
ese lado de la frontera. Su papel de tía protectora en
Las chicas de la 6ª planta (2010),
la primera experiencia francesa de Verbeke,
acabó resultando un reflejo fidedigno del rol asumido en la vida real
por Maura. Se iban a comer juntas y le enseñaba a no dejarse avasallar
por los camareros. Iban de compras y se hacía respetar por las
dependientas. Todo con la sutileza y maestría que caracteriza a nuestra
actriz mejor asentada en Francia. Unas líneas de comportamiento que
Verbeke recuerda con cariño, agradecimiento y admiración: “Tú, para
cualquier cosa que te pase, llama a los bomberos”, me decía, “porque por
su trabajo están obligados a ser monísimos. Además, están buenos”. Se
ríe.
La película que has visto
podría ser un reverso cómico de esa joya costumbrista española que
protagonizaron Ana Belén y Laura Valenzuela titulada
Españolas en París
(1971). Inspirada en aquellas que emigraban de la Península para servir
en las casas bien de la capital francesa durante los sesenta,
Las chicas de la 6ª planta le valió el César a mejor actriz de reparto a Maura (
“decía que se lo daban porque lleva dos décadas dándoles guerra allí”,
recuerda Natalia) y una puerta de entrada a la argentina afincada en
España, que acaba de cumplir 38 años. Con Maura ya había trabajado en
Carretera y manta
(2000). Su tía adoptiva se encargó de situarla ante su nuevo público:
“Natalia tiene una cosa maravillosa: que lo mismo puede hacer de
supersexi que de chacha”, explica por teléfono la que fuera musa de
Almodóvar. “Yo me encargaba de subrayárselo a todos los franceses,
porque ella asumió de tal manera el papel que parecía una chachita
recién salida de un colegio de monjas. Pero se lo repetía una y otra
vez, que no fueran a creerse que ella era así; como tienen tan poca
imaginación a veces, conviene aclarar las cosas. Me limité a explicarle a
Natalia cómo son ellos, y nos reímos muchísimo. En este país es muy
difícil lograr un reconocimiento siendo español, pero ella lo
conseguirá, porque es superprofesional, supertrabajadora y, lo más
importante, supernormal”.
En el horizonte de Verbeke hay
una posible serie en España. Aunque, con la industria patria
anquilosada, centra sus esfuerzos fuera. Tiene pendientes de aquí al
otoño una producción argentina y una francesa, pero, dada la
inestabilidad reinante en esta profesión, no puede confirmar nada al
100%. “Es que da una rabia horrible cuando lo ves publicado y después se
cae. Me ha pasado. Tenía una película prevista para rodar en Líbano
cuando estalló la crisis con Israel y finalmente no se pudo hacer, pero a
mí ya se me había escapado contarlo”.
Tiene una cosa maravillosa: que lo mismo puede hacer de supersexi que de chacha", dice Carmen Maura
Lo que no teme es invocar una segunda temporada de
Jeu de dames, la serie con la que el público galo se familiarizó con su cara. Una especie de
Mujeres desesperadas
donde interpreta a una lesbiana que enamora a la protagonista, “una
mujer muy rígida que se descoloca y acaba siendo más…”. ¿Lesbiana?
“¡Persona!”. Esta serie le mostró un botón más del chovinismo
característico de algunos de nuestros vecinos. “Yo hacía de
sudamericana, no se sabía muy bien de dónde, y cuando le pregunté al
director, me dijo: ‘¡Da igual de dónde!”.
Ahora es la chica sexi que
decía Carmen Maura. Estamos en una suite del Palace de Madrid. La luz,
tamizada por las cortinas, baña a nuestra protagonista. Sobre una
butaca, con un escueto estilismo, apunta con los tacones al techo.
“Ponme tú la pierna, Outu”. Outumuro la conoce bien, la ha
fotografiado antes. “Sube una pierna. Ahora, las dos. Ponte la mano en
el pecho. Sonríe”. Foto resuelta. Ella da un respingo. “Ahora mira por
la ventana”, dice él. “Tú dime, ya sabes que yo me tiro si hace falta”,
responde ella. Esa mezcla de engañosa docilidad y naturaleza kamikaze ha
convertido a Natalia Verbeke en una peculiar figura de su generación.
Una generación empotrada entre la caída de las producciones
cinematográficas y el advenimiento de una nueva era televisiva. De ella
salieron grandes nombres. Unas jugaron sus cartas de musas alternativas,
como Leonor Watling y Najwa Nimri (con todo lo que las diferencia).
Otras, con desigual fortuna, a hacer las Américas (Paz Vega y Elsa
Pataky). Almodóvar realizó sus propios fichajes (Penélope Cruz, Elena
Anaya). Y Natalia Verbeke quedó en una extraña tierra de nadie. Unas
coordenadas que acabaron por materializarse en un mundo propio gracias a
una inusual mezcla de constancia, rigor y disciplina. Su historia
comienza, como tantas otras, en una pantalla de cine.
Interior. Buenos Aires. El hogar de una familia relativamente acomodada. Una niña de cuatro años mira embobada la tele. Ponen Lo que el viento se llevó. No entiende muy bien nada, pero se queda flasheada
con Escarlata O’Hara. “Yo no sabía qué era eso de ser actriz. Pero vi a
esa mujer espléndida con tantos trajes maravillosos y hombres que la
amaban locamente. Una mujer coraje. No sabía qué era, pero yo quería ser
eso”. Ya contaba con una primera carta. Un apellido sonoro, Verbeke. Lo
debía a su abuelo belga, “un aventurero que aprendió castellano con un
diccionario en el barco, camino de Argentina; que se fue solo, sin
trabajo y sin conocer a nadie”. Sus ancestros también se reparten por La
Línea de la Concepción (Cádiz), Baeza (Jaén) y Asturias.
Sus padres se conocieron en una
boda. Él era dentista. Ella, taquígrafa. Cuando se mudaron a España, lo
hicieron buscando una vida mejor para sus hijos (la hermana mayor,
Andrea, es hoy periodista e intérprete para sordomudos en el programa de
La 2
En lengua de signos; su hermano pequeño, Lorenzo, ha abierto una
moderna tienda de bicicletas
en el barrio madrileño de Malasaña). Natalia aterrizó en Madrid con 11
años. “Lo único que recuerdo es que lloraba y lloraba, se desmoronó mi
mundo, pero pronto me propuse reconstruirlo”. Sin saberlo, Natalia
acababa de adoptar las mismas consignas de lucha que su heroína,
Escarlata O’Hara.
Gracias al baile, crecí acostumbrada a la disciplina y el dolor"
Exterior. Madrid. Barrio de
Salamanca. Una adolescente corre del instituto a la escuela de danza.
Baila tres horas cada tarde desde que tenía cuatro años. En ocasiones,
los pies se le ponen en carne viva y se los tiene que curar con alcohol
alcanforado. Los cambré disparan su ciática. Después cena,
estudia y se acuesta. Es la primera de la clase. “Crecí acostumbrada al
dolor. El baile estaba incorporado en mi rutina, pero siempre supe que
no era lo que quería para mi futuro. Cuando llegué aquí, me apunté a la
escuela de Víctor Ullate y de Carmen Roche. Pero estaba harta. A los 15
años tuve mi primer novio y ya no me apetecía dejarme tres horas ahí al
día, prefería irme al burger”. Natalia acumulaba sobresalientes
y matrículas de honor (nota con la que acabó 2º y 3º de BUP, por
ejemplo). “Mi padre me decía: ‘Si sacas un cinco, te regalo lo que
quieras’. Quería que disfrutara de la vida. Pero llegaba el fin de
semana y, mientras mis amigas iban al cine, yo me quedaba estudiando
porque, si no, no llegaba… a la matrícula de honor. Lo sé, era una
pesada”. La disciplina como actriz ya estaba sembrada. Ella lo decía en
casa, pero pensaban que era lo típico: “Quiero ser actriz”; que ya se le
pasaría. Hasta que llegó la selectividad. Sacó casi un nueve. “Qué
bien, puedes estudiar teleco”, le dijeron sus padres. Y ella:
“No, no, que yo voy a ser actriz”. La broma se convirtió en tragedia. El
cerebrito de la familia, arrastrándose de casting en casting.
Interior. Escuela de teatro.
Sobre las tablas, una intérprete en ciernes expone sus habilidades para
conjugar canto y baile sin dar un traspié. La audiencia, sus compañeros.
Entre ellos,
otro aspirante a comerse la pantalla, Eduardo Noriega. “Cuando la vimos en aquella muestra nos quedamos todos
flipaos”,
recuerda el actor. “Tenía una madurez que la hacía destacar. Por no
hablar de lo guapa que es. Tenía enamorada a media escuela. Yo ni pude
intentar ligármela, porque se puso a salir con un compañero de mi
clase”. Con Noriega acabaría coincidiendo más que con cualquier otro
actor. En
Nadie conoce a nadie (1999),
Carretera y manta y
El método
(2005). Visto con perspectiva, Noriega duda “que se la contrate para
hacer de guapa. Tras su aparente fachada cordial y amable siempre puede
haber algo más atormentado. Me acuerdo cuando me llamó asustada para
decirme que le habían dado el protagonista en su primera película,
Un buen novio
(1998). Le dije: ‘No temas, si alguien lo puede hacer bien, esa eres
tú’. Incluso le presenté a mi representante, que acabaría siendo su
pareja unos cuantos años”.
En realidad, ya le había echado el ojo otra persona: Alsira García Maroto, por entonces una de las carteras de management
más golosas del país, con nombres como Marisa Paredes, Viggo Mortensen,
María Barranco o Candela Peña. A Natalia se la descubrió su hijo, Teo
Delgado, director de fotografía de Un buen novio. Tras esa
película, ella vio paralizada su carrera durante un año. “Yo quería
desligarme de la chica sexi, que es lo que hacía en mi debut, y solo me
llegaban papeles de lolita”. La fama le llegó de manera espontánea,
cuando la pararon por la calle a pedirle un autógrafo. Acababa de
estrenar en España El hijo de la novia, su primera cinta argentina. “Es algo que se me sigue haciendo raro, pero siempre gusta sentir que te quieren”.
Tenía enamorada a media escuela. Yo ni pude intentar ligármela", recuerda Eduardo Noriega
Exterior. Plaza del madrileño
Mercado de Fuencarral. Una actriz en boga relata a este cronista su
primera aventura “internacional”. Una producción española, en realidad,
pero rodada en Marruecos,
Kasbah (2000). A su lado, en
contraste con las penurias por el desierto que ella narra, su agente de
prensa está tan fresco con una cerveza en la mano.
Se llama Mario Vaquerizo,
y también lleva a Elsa Pataky, Leonor Watling y Fangoria. El marido de
Alaska, el personaje catódico, el trasnochador irreductible aún estaban
por fraguarse. Antes fue un chaval algo acomplejado que quedó
deslumbrado por la personalidad envolvente de Natalia Verbeke en el
instituto al que ambos iban en la capital, el Beatriz Galindo. “Ya era
una chica popular, al menos para mí. Tenía puntazo. Nos hicimos amigos
en un viaje de semana blanca a Andorra”, rememora él. “Fue mi primera
amiga actriz. Ella estudiaba arte dramático, y yo, periodismo. Salíamos
mucho, nos emborrachábamos y lo pasábamos bien. Lo típico. Recuerdo
asistir, orgullosísimo, al estreno de su primera película. Y también
hacerle yo su primera entrevista, que salió en
Vanidad”.
Vaquerizo subraya algunas de
las claves de permanencia de su amiga. “Es muy visceral e intuitiva.
Hace lo que le da la gana. ¿Que luego se la valora más o menos? Yo creo
que a ella le da exactamente igual. Y aparte, qué quieres que te diga,
ha conseguido ser
imagen de las rebajas de El Corte Inglés,
algo que no consigue cualquiera. Y yo, ante eso, ya me rindo. Porque
ella nunca ha tenido ningún pudor. Si ha tenido que hacer una portada
medio sexi la ha hecho. Es consciente de que esto es una industria.
Natalia no es
underground ni lo ha querido ser nunca. Y sabe
que junto con el reconocimiento como actriz hay muchas otras cosas. Es
una tía que se puede permitir el lujo de parar de trabajar cuando quiere
y hacer los proyectos que le apetezcan, y ese es el verdadero éxito”.
Interior. Fórum de Barcelona. Los Premios del Cine Europeo laurean a Amenábar por Mar adentro
(2004). Entre el público, una intérprete con su carrera ya apuntalada
busca darle un nuevo giro. Se encuentra con Antonio Rubial, por entonces
mano derecha de la representante Katrina Bayonas. Le explica que quiere
trabajar con alguien joven, que entienda su lenguaje, alguien como él.
Natalia entra a formar parte del repóquer de la agencia Kuranda. Años
después, cuando Rubial monte la suya propia, A6 Cinema, Natalia será la
primera en saltar a ese barco. Fue él quien se empeñó en que
protagonizara Las chicas de la 6ª planta, su película francesa, a pesar de que ella andaba aún metidísima en Doctor Mateo.
“Me senté con los productores de la serie y empezamos a hacer encaje de
bolillos”, recuerda el agente. “Las fechas eran una locura: Natalia
rodaba dos días en París, cogía el vuelo de las seis de la mañana,
rodaba dos días en Madrid, y así. Me dijeron: ‘Como pierda un solo avión
o pase cualquier cosa, se caen todas las fichas de dominó y tendremos
un gran problema’. Y yo respondí: ‘¿Pero qué va a pasar, hombre?’.
Bueno, pues al día siguiente de volver Natalia de su último día de
rodaje en París, estalló el volcán islandés y se cerró el espacio aéreo
europeo. Y yo me quedé blanco recordando mis palabras: efectivamente,
podíamos haber tenido un gran problema”.
Dice Rubial que Natalia es “una
apuesta segura”. “Yo sé que rodaje al que va, rodaje del que me llaman
para felicitarme por su trabajo. Porque es impecable: profesional,
puntual, se porta bien con todo el mundo y nunca da problemas. Y esto
cada vez es más importante, porque la época dorada en que todo valía y
daba igual si el actor estaba medio loco o sometía al equipo a sus
caprichos ya no funciona. Tienen que ser buenos actores y además buenos
profesionales. Y Natalia para eso es muy fácil”.
No me estresa el físico. Siempre lo digo: somos actrices, no modelos"
Exterior. Barrio de Malasaña.
Una chica entra en un café. Bajo su apariencia corriente y el atuendo
invernal se descubre a Natalia Verbeke. Viene con la cara lavada. Pide
tostadas y café negro. Sonríe. A nuestro alrededor solo hay unos pocos
turistas. Suena música clásica. Vive a dos pasos. Este es su vecindario
desde hace muchos años. “Como el de tantas otras actrices”, explica.
“Por eso no es tan difícil toparse con paparazis por aquí. Yo hay veces
que hasta los saludo”. Pero a ella, que siempre ha mantenido un perfil
bajo, ¿la acosan? “No, pero siempre les viene bien tener la foto. Y si
tienen la foto, pero no tienen noticia, se la inventan; como la última
vez que me sacaron con mi ex, Miguel Abellán, tomando algo en un bar y
dijeron que habíamos vuelto.
Pues mira, si te quieres creer eso, bien, pero resulta que seguimos
siendo amigos, que es uno de mis mejores amigos, de hecho”.
La última relación de la que hay constancia documental es la de quien fuera su compañero en
Doctor Mateo, Gonzalo de Castro, con quien salió varios años. Hoy es fácil verla paseando con su chihuahua,
Simone, bautizada en homenaje al personaje homónimo de Nicole Kidman en
Mouline Rouge.
Verbeke volvió de París, de rodar la serie, hace ahora un año. Desde
entonces se ha tomado las vacaciones más largas que recuerda. ¿No le da
vértigo? “Al contrario. Aprovecho para hacer todas esas cosas que estos
últimos años no me he podido permitir por estar trabajando: hice un
viaje con amigos a Eurodisney, cocino, recibo clases para mejorar mi
acento francés…”. Asegura que no le preocupa envejecer. “Pienso en
Carmen Maura, que dice que trabaja más que otras de su edad porque no se
ha operado”. Y que no se estresa por el físico, aunque conserve una
envidiable figura que atribuye a su entrenador personal, a quien apoda,
cariñosamente, Torquemada. “Siempre lo digo: vivimos de la imagen, pero
no somos modelos, somos actrices”. Esta primavera volará a Buenos Aires o
París, a donde le lleve el viento. O la luz verde de sus proyectos
pendientes. Entretanto, seguirá paseando por Malasaña con esa
naturalidad que la convierte en una
rara avis a medio camino entre el superestrellato y una mujer terrenal.
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