domingo, 31 de marzo de 2013

Amor de tigre enjaulado. / EL SEÑOR DEL CACHEMIR,.

TÍTULO: Amor de tigre enjaulado.

 Pertenece a un tigre de Bengala de cuatro años de edad bautizado ...
 La escena no puede ser más llamativa. El tamaño de la lengua, tampoco. Pertenece a un tigre de Bengala de cuatro años de edad bautizado Mulan Jamila, algo así como 'flor maravillosa'. El felino, que puede pasar de los 3 metros de largo y de los 300 kilos de peso, lame la cara de su cuidador, Saleht Al Khaffah. El impresionante animal es la mascota de la escuela islámica de Malang, en la isla de Java (Indonesia), el país con mayor número de musulmanes del mundo. El cariño que Mulan Jamila profesa por el humano no es casual. Cada día, desde que tenía tres meses, el muchacho le pasa a través de los barrotes de su celda once kilos de carne cruda. Y pocos vínculos hay más fuertes en este mundo que el hambre. Mulan Jamila vive encarcelado, enjaulado, desde que era un cachorro que alguien entregó como regalo a la madrasa. Menuda ocurrencia. Se calcula que, en el mundo, hay unos 20.000 tigres de Bengala en las mismas penosas condiciones que Mulan. Por el contrario, apenas quedan 3.200 de su especie en libertad. En los últimos trece años, y según denuncia WWF/Adena, los restos de 1.400 tigres de Bengala han sido incautados en Asia, donde se emplean como adorno y afrodisiaco.

TÍTULO: EL SEÑOR DEL CACHEMIR,.

 El señor del cachemir

Brunello Cucinelli (Castel Rigone, Italia, 1953) es de los pocos empresarios que ha saltado al ruedo de la moda sin ocultar sus humildes .

Brunello Cucinelli nació pobre y se ha hecho rico con sus jerseys. Pasó la niñez arando campos, sin agua y luz eléctrica. Ha restaurado el pueblo de su mujer, en el que emplea a la mitad de la población,.

 

Brunello Cucinelli (Castel Rigone, Italia, 1953) es de los pocos empresarios que ha saltado al ruedo de la moda sin ocultar sus humildes orígenes. Los beneficios de su firma de moda se han disparado, pero este hijo de campesinos mantiene los pies en el suelo. «Desearía vivir más tranquilo, no me gusta nada meterme a la cama a la una de la madrugada mirando cómo va la Bolsa de Nueva York, la de Tokio...». Este círculo «vicioso» le espanta. Cucinelli se acuerda a todas horas de quienes le apoyaron en los momentos mas críticos. De ahí que obsequiara las pasadas navidades a cada uno de sus 783 empleados con un aguinaldo de 6.385 euros. «Fue un regalo de familia a quien ha crecido junto a nosotros», detalló.
Cuchinelli funciona, en realidad, como un gran clan. Al estilo de apellidos clásicos del 'made in Italy' -Ferragamo, Della Valle o Zegna-, reivindica el lujo artesanal. Gracias a sus exquisitos jerseys de cachemir, que rara vez bajan de los 800 euros, ha tejido un emporio que factura más de 300 millones anuales. Con una Europa sumida en la depresión económica, Estados Unidos y China son ahora sus principales mercados. De todas formas, detrás de las extraordinarias cifras de la compañía que fundó hace 35 años, se mantienen firmes los valores de este amante del fútbol, la pasta y los pensadores clásicos. Sabe de dónde viene y hacia dónde va. Cucinelli nació pobre y se ha hecho rico. Pero sigue mirando orgulloso hacia el campo. Quizá porque en el fondo tiene muy presente la aventura de su padre, un modesto agricultor de la región de Umbria que dejó sus raíces para buscar, sin éxito, una mejor vida.
Brunello recuerda aún la emoción de su progenitor cuando, cansado de labrar la tierra, encontró empleo en una industria dedicada a la fabricación de cemento armado. Tampoco olvida su rostro aquel día que, a la vuelta del trabajo, con las manos agrietadas por el frío, entró en casa humillado: su malhumorado jefe le había soltado «eres un atontado». Aquel gesto dejó mosca a un hombre especialmente interesado en cambiar el mundo y fabricar un capitalismo más humano. «Me impresionó profundamente ver a mi padre con 45 años lamentarse, no por el sueldo o el trabajo duro, sino por cómo le habían tratado», confesó a la revista 'Telva'. Cucinelli se convenció de que no merecía la pena abandonar la vida del campo, por dura que fuera, para pasar a depender «de otros». Así que decidió ahorrarse el viaje de ida y labrar su futuro con las mismas armas de su progenitor: las manos con las que crea prendas simples que nunca pierden su belleza, pese al paso del tiempo.
«Pero teníamos qué comer»
Montó la fabrica en Solomeo, la hermosa aldea medieval de su esposa, que se encontraba en ruinas y ha restaurado. Recuperó casas, plazas y jardines, reformó la vieja biblioteca, construyó un teatro y trajo la felicidad a la localidad al emplear a 250 de sus 450 habitantes. Al fin y al cabo, Brunello siempre ha sido un hombre de pueblo. En Castel Rigone vivió con sus padres, hermanos, tíos, primos... Araba la tierra con bueyes y allí transcurrió su niñez, sin agua corriente ni luz eléctrica. «Pero teníamos qué comer», resume de una feliz infancia en la que jamás vio discutir a sus padres. Pese a las duras condiciones de vida, guarda un entrañable recuerdo. Aquel chaval, que estudió Ciencias y empezó Ingeniería, dejó rápido las aulas y las cambió por el bar de su pueblo, el mismo en el que desayuna todos los días. «La vida en el bar fue un auténtico aprendizaje», expresa. A última hora del día se juntaban más de 70 hombres y se ponían a hablar de casi todo: de la vida, la política, la muerte, y, claro, de mujeres. Con Federica Benda selló su destino personal y profesional. Cuando la mujer con la que lleva más de 40 años montó una tienda de ropa, Cucinelli pidió un crédito para fabricar los jerseys que le han dado fama y fortuna. Se sintió «como Alejandro Magno» cuando vendió los primeros. «Si Magno bebía la misma cantidad de agua que sus soldados, y por eso le seguían, cualquiera de mis empleados sabe cuánto gano».
Desde su Perugia natal se lanzó a la captura del cachemir de las cabras 'Hircus', una raza de Mongolia que vive a treinta grados bajo cero y produce unas fibras finísimas. Brunello, que de niño quería ser sacerdote, nunca ha sido un hombre convencional. Un busto de Barack Obama preside uno de los salones de su casa y en los dossieres corporativos de su compañía cita con frecuencia a Sócrates, San Francisco de Asís, Aristóteles, Kant y Dante. «Estos grandes pensadores me han enseñado a ser guardián del mundo», reflexiona.
Sostiene que hay una forma diferente de crear riqueza y producir bienes perdurables con un capitalismo ético que garantiza la «responsabilidad social» hacia sus artesanos. Cumple al pie de la letra los consejos que todavía le repite su padre: «Pórtate bien y cumple siempre la palabra dada». Confiesa que tardó años en darse cuenta de la sabiduría que encerraban estas palabras. Su empleados trabajan de forma intensa, «pero sin agobios». Entran a las ocho de la mañana y al caer en sol ya nadie queda en el taller. «Lo que no se acaba hoy, se hace mañana. Vengo de una cultura algo benedictina y busco calidad humana». Este artesano del lujo, que se levanta todos los días a las 5.45 horas, echa de menos el valor de la alegría. «Hay algo en esta civilización que no me gusta. Reímos menos y, cuando más de la mitad de la humanidad toma pastillas para dormir, es que algo no funciona. Esta enfermedad no se cura con dinero», subraya.
Que es lo que a él le sobra. «Viviría más tranquilo si no tuviera tanto», confiesa este hombre de gustos sencillos que destierra el negro de sus diseños. «Está muy sobrevalorado». Tres días a la semana juega al fútbol con sus amigos de toda la vida. Después del partido, se van de charleta, pero no al bar de siempre, sino al salón de su casa. Siguen hablando de mujeres, pero cada vez más de la vejez. «Es un tema que nos preocupa», reconoce.

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