viernes, 10 de febrero de 2012

UN PASEO POR OPORTO. PORTUGAL./ NOTICIA = LA BALLENA= LONDRES

TÍTULO: UN PASEO POR OPORTO O UN PASEO POR LA PLAYA.

Llevaba varios días sin poder salir a caminar por la playa, tantos como había durado el temporal. Pero esa mañana, aunque había estado lloviendo desde antes del amanecer, a eso de las once por fin había escampado y las nubes, de un profundo azul grisáceo, comenzaron a dejar que cierta triste claridad penetrara por entre sus espesas capas. El mar se había ido calmando y para el amanecer ya las olas eran suaves, de levante, pero de mecer sosegado. Rompían todavía con resquicio de la furia del temporal, pero la espuma era blanca, y no gris por la arena levantada.

¡Qué tranquila estaba la playa! La tempestad de los últimos días había dejado la arena limpia pero, a la vez, llena de restos de algas, de erizos, de conchas y de otras cosas que el mar, furioso, debía haber arrebatado a la tierra y, quizá, a algún barco. La arena se veía más oscura que de costumbre. No era la típica arenilla fina de las playas que aparecen en la publicidad de las agencias de viaje, blanca y brillante y homogénea. Era gris, a trozos más clara y a trozos menos, con piedras grandes y erosionadas que de niño usaba para delimitar, como en un dibujo de un plano, la borda de un barco pirata, o los asientos y el volante de un enorme camión. Siempre le había gustado aquella arena, y mucho más desde que, un verano, fue a pasar unos días a casa de unos primos que vivían en Tarifa. Varias semanas después de volver, aún podía encontrar aquella arenilla en los lugares más insospechados: en las sábanas de su cama, en sus orejas e incluso en zapatos que no se había llevado al viaje. Se metía por todas partes, incluso en la comida. Que desagradable le había resultado aquello de ir a masticar y notar el crujido primero y el regusto amargo después donde sólo esperaba encontrar tortilla de patatas. Así que al volver, se tiró de cabeza al mar, sin importarle las olas, y disfrutó revolcándose en el rompeolas, con la tranquilidad y la satisfacción que le producía el saber que para sacarse la arena del forro del bañador, sólo tendría que sacudirlo un momento sin salirse del agua.

El gris lo cubría todo esa mañana. Iba caminando lentamente, lanzando al mar los erizos que iba encontrando a su paso. De vez en cuando encontraba alguna cristalina especialmente bonita o grande y se la metía en un bolsillo. Junto a los escalones de la puerta principal de la casa había una enorme botella de vidrio verde, que debió de estar llena de buen vino no mucho tiempo atrás, y que ahora iban llenando, entre todos, de caracolas y esos pequeños trozos de cristal pulido por el mar que asemejaban ser las joyas de un tesoro.

Parado en la orilla, el mar le cubría a cada poco los pies y a cada nuevo abrazo de las olas se le iban hundiendo más y más en la arena hasta desaparecer bajo esta. Una sonrisa acudió a sus labios al recordar como, de pequeño, cuando su madre le instaba a salir del agua, aprovechaba que ella no sabía nadar y le gritaba desde la orilla que no podía salir porque el mar le había comido los pies. Gritaba y gesticulaba señalándose los tobillos y, muy serio, le decía a su madre que lo mejor para todos era que se quedara a vivir en el mar, porque era mejor nadar que vivir humillado teniendo que arrastrarse para poder ir de un sitio a otro. Al final, claro estaba, siempre salía del agua y su madre le propinaba una colleja mientras roja, no sabía bien si por el enfado o por la preocupación, le enumeraba cual letanía los peligros del mar y los riesgos que entrañaba para su salud estar tanto rato metido en agua fría.

Una ola le salpicó un poco la ropa y retrocedió unos pasos. Empezaba a dolerle la espalda de estar tanto tiempo de pie, pero era testarudo y se resistía a sentarse. Mirando hacia el extremo de levante de la playa, de donde venían las olas, buscó con la mirada otro erizo. Le había dado un poco de frío y pensó que si tiraba unos cuantos todo lo lejos que pudiera, el ejercicio le haría entrar en calor. Unos metros más adelante encontró un par juntos y los tiró, uno por uno. Ya no alcanzaba tan lejos, pero todavía tenía un buen brazo y una técnica veterana. Probó con una piedra a hacerla rebotar, pero el mar estaba demasiado picado para que saliera bien. Así que siguió recogiendo cristalinas y conchas y lanzando, de vez en cuando, algún erizo más. Y en una de las ocasiones en que se encontraba a medio a agachar, de repente algo se lanzó sobre él y le tiró al suelo. Pese al sobresalto, muy pronto reconoció a Onofre, que seguía medio encima de él, sin dejar que se levantara y mojándole entero.

Debía de hacer más de doce años que lo conocía. Siempre había sido muy alegre y travieso, y la edad no le había cambiado. Quizás no tuviera ya tan buenos reflejos, pero seguía siendo bastante ágil y como, además, él también era doce años más viejo, la verdad es que entre ellos nada había cambiado. Onofre era silencioso, cosa que siempre le había resultado muy útil para escapar de su casa sin que le pillaran, pero en el fondo era muy obediente y siempre regresaba. Eso sí, cuando iban a buscarlo. Así que, cuando por fin le dejó libre y le vio salir corriendo, supuso que ya había aparecido alguien en la playa para llamarle. A buen paso le vio acercarse a una chica, Carmen probablemente, pero justo cuando estaba casi a su altura, de un requiebro enfiló directo al agua y se metió de un salto en el mar. Carmen empezó a gritarle y a tirarle piedras cerca, para hacerle salir del agua, pero Onofre, testarudo, siguió aún unos minutos en el agua. Cuando por fin salió, fue caminando lentamente hasta ella y con la cabeza baja, afrontó la reprimenda. Carmen estaba a punto de ponerle la correa cuando, comenzando por la cola y terminando por las orejas, inició una sacudida que la empapó entera, dejándola con los ojos cerrados y la boca abierta. Onofre, ladrando y saltando feliz, se fue a casa por propia voluntad.

Él se quedó todavía mirando un rato en la dirección en que Onofre y Carmen habían desaparecido. A lo lejos, en alta mar, un trueno retumbó. La playa estaba de nuevo totalmente vacía. La tormenta había hecho desistir a los turistas de aprovechar el fin de semana para escaparse al litoral. El mal tiempo, en el fondo, le gustaba mucho, porque dejaba la playa limpia del polvo de las obras de las incontables urbanizaciones que, cada año, se comían más valle y, por increíble que pareciera, más montaña. Al principio, cuando él llegó, para acceder desde el solar de sus padres hasta el pueblo no quedaba más remedio que dar un rodeo cogiendo la carretera que pasaba por detrás del monte. No había otro modo de ir que en coche, aunque si apetecía uno siempre podía hacer la “ruta alternativa”, más propia de una excursión que de otra cosa. Era un trayecto largo que consistía en trepar por las rocas más cercanas al mar, que de estar picado te salpicaba y lo volvía todo un poco arriesgado, hasta llegar a un punto en que el monte hacía una especie de curva hacia adentro, como cuando su madre metía la cuchara en el bloque de mantequilla y la sacaba llena para cocinar un bizcocho, y que no se podía trepar de lo liso que era, momento en el que para seguir avanzando no quedaba más remedio que tirarse al agua y nadar hasta un saliente que había a unos doscientos metros en línea recta. Aunque desde unos dos kilómetros hasta la costa ésta no era muy profunda, por la zona del litoral que estaba justo frente al monte, el fondo marino se elevaba como formando una pequeña montaña, para caer después en descenso hacía el corte vertical, llegando a ser muy profundo justo en la curva del monte. Era un lugar muy visitado por los buceadores. Después, el camino por las rocas se hacía impracticable cerca del agua y había que trepar por el monte hasta alcanzar la cima.

En ella estaba la casa del médico, aunque más que una casa era un torreón, muy parecido a aquellas torretas que antiguamente servían para vigilar y dar la alerta de los ataques piratas y para enviar mensajes de un pueblo costero a otro. A principios de siglo todavía había allí una de esas torres, pero cuando el pueblo empezó a crecer, un señor de Murcia, que era militar retirado, compró todo el terreno que iba desde la huerta del Tío Julián hasta lo alto del monte del vigía y se mandó construir esa torre que ahora era la casa del médico del pueblo, uno de sus nietos. Se decía que había aprovechado hasta la última piedra de la torre original para construirla y que una vez terminada mandó instalar en lo más alto un aparato de radio para que siguiera sirviendo como sistema de alarma. Ya desde la cima, uno podía bajar por el camino de la torre hasta la entrada de la playa de Las Gaviotas, que era la primera del pueblo. Cuando era joven le encantaba hacer esa ruta, y más tarde, ya de casado y con los hijos grandes, alguna vez había aprovechado una mañana de domingo para ir con ellos por ese camino. Era una pequeña aventura. Salían muy temprano, antes de las cinco, porque así podían aprovechar para recibir a los pescadores y elegir lo que más les apetecía para ese almuerzo. Se pasaban un momento por la casa, que estaba a unos cien metros, dejaban lo que habían adquirido y se marchaban, ya con la luz del amanecer, hacía las rocas y el mar.

Sin embargo, cuando más había disfrutado esos paseos era de niño. Su madre se lo tenía prohibido desde lo del accidente que había tenido el hijo de unos turistas alemanes, que se había caído, rompiéndose una pierna y yendo a parar al mar, que si no llega a ser por que justo en ese momento había unos pescadores faenando, se hubiese ahogado. Y aunque hasta entonces nunca había pasado de las primeras rocas, fue justo a la semana del accidente, quizás incentivado por el hecho de que estuviese prohibido, que aprovechando una mañana que su madre había ido al pueblo a hacer compra en el mercado, cogió un macuto con una toalla y un bocadillo y se dispuso a llegar hasta el final. Al principio se decía a si mismo que sólo quería ver el sitio en el que el niño se había caído, para comprobar si había sido la dificultad del terreno lo que había provocado el accidente o si, por el contrario, había sido culpa de él, que se había despistado o distraído y había resbalado. Pero como llegó enseguida al lugar del accidente y ni siquiera le había entrado hambre, se dijo a si mismo que no iba a desaprovechar la oportunidad y siguió trepando por las rocas.

Como era la primera vez que hacía ese camino, en un par de ocasiones tuvo que desandar parte de lo recorrido porque, llegado a cierto punto, este se hacía impracticable. Y fue yendo por uno de esos falsos caminos cuando escuchó aquel sonido por primera vez. Al principio pensó que tal vez algún gato se había extraviado por allí y que lloraba lastimero desde el interior de alguna pequeña cueva. Así que empezó a llamar, ¡miso miso miso!, y a buscar por entre los huecos de las rocas por las que pasaba, por si lo encontraba. Sabía que en ocasiones las gentes del pueblo los cazaban y los llevaban allí para que se murieranhacía ese camino, en un par de ocasiones tuvo que desandar parte de lo recorrido porque, llegado a cierto punto, este se hacía impracticable. Y fue yendo por uno de esos falsos caminos cuando escuchó aquel sonido por primera vez. Al principio pensó que tal vez algún gato se había extraviado por allí y que lloraba lastimero desde el interior de alguna pequeña cueva. Así que empezó a llamar, ¡miso miso miso!, y a buscar por entre los huecos de las rocas por las que pasaba, por si lo encontraba. Sabía que en ocasiones las gentes del pueblo los cazaban y los llevaban allí para que se murieran, porque aunque ayudaban a evitar que hubiera ratas y otros roedores, también más de una vez se metían en los corrales y mataban conejos y gallinas. Pero no encontró nada y siguió andando.

Al cabo de unos diez minutos, volvió a escuchar el sonido, y esta vez estuvo seguro de que no era un maullido. Aquello sonaba muy diferente. Era más profundo y duraba más que cualquier maullido que él hubiera oído nunca. Se quedó quieto, sin atreverse siquiera a respirar, tratando de averiguar de donde procedía. Por fin paró. Y él no sabía qué hacer, porque la verdad era que el sonido era como una llamada triste, pero estaba sólo y aunque siempre había presumido de valiente, aquello era algo que no estaba seguro de ser capaz de manejar sin ayuda. Así que se quedó allí quieto, sin decidirse a avanzar, pero sin estar dispuesto a retroceder bajo ningún concepto. Sabía que era muy probable que su madre hubiese vuelto ya y si volvía a casa a pedirle a alguien que le acompañara, lo más probable es que no le dejaran volver y le castigaran sin salir. En realidad, ya contaba con el castigo antes de emprender su excursión, pero cuando asumió el riesgo presupuso que llegaría hasta el final de la aventura. Con suerte, sólo notarían su ausencia y que no había cumplido con sus obligaciones en la casa, pero no sabrían dónde había estado, así que el castigo no sería muy duro. Pero si volvía a casa pidiendo que alguien le acompañara a... Ni hablar, eso era impensable. El castigo podía ser meses encerrado sin salir a jugar.

Estaba pensando en todo esto, sentado en una roca al sol y con las rodillas abrazadas, cuando el extraño sonido volvió a aparecer en el aire. Y esta vez pudo darse cuenta de donde procedía. Venía del final del camino que llevaba al corte entre los dos salientes del monte. Se levantó lentamente y fijó la vista en el lugar invisible del que el sonido venía flotando con la brisa cálida y húmeda. Poco a poco, mientras el sonido se hacía más y más débil, empezó a caminar hacía él, al principio lentamente, teniendo cuidado con donde ponía los pies y luego más aprisa, con más seguridad, como si lo que escuchaba fuese una llamada, una llamada que le fuese guiando. No volvió a errar el camino. Ni siquiera cuando el sonido cesó y ya sólo tuvo sus propios pies y sus propias manos para llegar al final de las rocas. Le llevó algo más de diez minutos, pero por fin alcanzó la última roca y se asomó, impaciente, al saliente sobre el mar. Allí no había nada. El sol, rielando en la superficie del mar, le deslumbraba. El agua parecía un gigantesco espejo roto en miles de pequeños trozos, dispuestos todos y cada uno de ellos a herir sus ojos pálidos. Con la respiración algo agitada, se sentó con las piernas colgando sobre el agua, que rompía con suavidad a unos dos metros por debajo de donde él estaba. Estuvo esperando un rato a que el sonido se repitiera, controlando la respiración para oírlo bien por si esta vez era más suave o venía de más lejos. Cinco, diez, quince minutos. Pero nada, sólo oía el murmullo de la brisa y las olas chocando con las rocas.

Cansado de tanta luz en los ojos y un tanto decepcionado, se volvió de espaldas al mar, sacó la toalla y el bocadillo de la mochila y le hincó el diente con buenas ganas. La caminata y la desilusión le habían abierto el apetito, así que se comió el bocadillo como premio de consolación. Entre mordisco y mordisco giraba la cabeza y miraba hacia el mar, con una mano para hacerse sombra, aunque la luz reflejada seguía deslumbrándole, así que dirigió sus ojos al camino de rocas por el que había venido, tan deprisa que ni siquiera se había fijado en ellas. La mayoría estaba totalmente secas, pero debajo de algunas quedaban charcos provocados por las salpicaduras de las olas de días menos tranquilos; todavía con el bocadillo en la mano, se acercó a ver si el mar habría dejado alguna de sus criaturas al saltar sobre las rocas. Pero el agua estaba demasiado caliente y olía como si alguien hubiese cocinado en ella esas algas con forma de lechuga que a menudo aparecían en la orilla. Buscó alrededor, por si había más de esos charcos, o mejor, algún recoveco entre varias rocas más cerca del mar al que el agua tuviera acceso de forma continua. Esos sí que eran buenos charcos, pues hurgando podías encontrar cangrejillos, erizos y esos bichos tan raros que parecían un tomate pegado en la roca y que si los tocabas te salían unas ronchas enormes y que picaban muchísimo. Estuvo buscando un rato, sin dejar de mirar de vez en cuando hacía atrás, con la esperanza de que el sonido se repitiera o de ver que era lo que lo producía.

Un escalofrío le hizo volver al presente. Los recuerdos de su niñez le habían dejado mirando al mar y con una sonrisa en los labios, pero había perdido la noción del tiempo y debía llevar ya un buen rato ahí parado. Comenzó a caminar de nuevo en dirección a donde, antaño, estuvieron las rocas y montes por donde su memoria vagaba. En la playa ya casi no quedaban barquillas de aquellas que de madrugada faenaban en la costa y a las que unas veces su madre y otras su padre, compraban pescado fresco antes de que se lo llevaran al mercado. Claro, que tampoco la costa era igual que entonces, ni quedaban peces que pescar. Lo único que uno podía encontrar con certeza en el agua de la playa eran bañistas y la porquería que salía de los emisarios a kilómetros de la costa, pero que las mareas se encargaban de devolver a la orilla en forma de una espesa capa marrón aceitosa bordeada de pompas y espumilla de un color que se podría confundir con el blanco. Para poder darse un chapuzón, no quedaba más remedio que ir abriéndose camino a paladas con las manos. Por supuesto, eso no te libraba en ningún momento del inquietante encuentro con una bolsa de plástico que se te adhería a una pierna a media agua, de una lata que pisabas y muchos otros sólidos en los que era mejor no pensar. Todas esas cosas eran las que le hacían detestar el verano, lo que a su vez le producía una profunda tristeza. Se sentía demasiado mayor para buscar otro lugar menos poblado, y aunque alguna vez sus hijos le invitaban a ir con ellos a otras costas menos turísticas y más tranquilas, él nunca quería acompañarles. La única vez que lo hizo, la añoranza fue tan grande que les fastidió las vacaciones a su hijo y a los nietos. Era cierto que todo estaba muy cambiado, que donde antes había montes y roca, ahora había un paseo marítimo flanqueado de enormes edificios de apartamentos, que lo que antes fueran chumberas, romero y picas, ahora eran césped, palmeritas y quioscos de helados. Pero él sólo necesitaba cerrar un momento los ojos para volver a verla tal como había sido, con el camino de tierra sin asfaltar, el descampado lleno de matojos donde pastaban caracoles y esa montaña con su bosque de pinos en la que los zorros campaban a sus anchas y sobrevolaba, silenciosa, una pareja de halcones. El paseo le hizo entrar de nuevo en calor y sintió sed. Una vez más, sonrió para si mismo al recordar la sed de otro tiempo.

Debía llevar más de media hora trepando por entre las rocas, buscando sin encontrar un charco de agua fresca en la que hubiese algún animalejo, cuando una gota de sudor le entró en un ojo. Se incorporó y se dio cuenta de que se le estaba haciendo tarde y de que, de no volver pronto, tal vez su madre volviera y ella o su hermana salieran a buscarle. Si no le encontraban donde solía jugar, se asustarían, y si se asustaban, la regañina sería enorme. Ya hacía mucho rato que no había vuelto a oír aquel sonido, y de tanto esperar al sol le había entrado mucha sed y mucho calor. Al salir de casa no había pensado que tardaría tanto, así que no había cogido la cantimplora. Se acercó hacia donde tenía la toalla extendida y se quedó allí parado, mirando al mar y tratando de decidir qué hacer, si volver dándose por vencido, o quedarse un poco más a ver si lo que quiera que fuese que le había llamado volvía a dar señales de vida. Se quitó el sudor de la frente con el antebrazo, resoplando por la sed y el calor y, tras varios segundos, llegó a la conclusión de que lo mejor sería volver a casa. No llevaba reloj y no estaba seguro de cuanto tiempo llevaba “fugado”.

Empezó a recoger la toalla y a meterla en la mochila un tanto abatido, porque una voz en su cabeza no paraba de decirle que se quedara. Se dejó caer sentándose en la roca, tratando de convencerse de que irse era lo que debía hacer. De repente, una sonrisa le cruzó la mirada. El sol estaba ya muy alto y eso podía producirle una insolación. Lo mejor sería que se diera un baño, y una vez refrescado, volvería a casa con los pies más ligeros y, de paso, podría esperar un poco más por si volvía a escuchar la llamada. Se levantó de un brinco y se acercó al filo de la roca en la que en un principio estuvo asomado. Demasiado alto, no para saltar, sino para volver a subir luego. Tenía que buscar un sitio por el que trepar desde el agua después del baño que no estuviera muy lejos de donde se encontraba ahora. Feliz por ese nuevo motivo de demora, fue de roca en roca tratando de hallar una salida del mar de fácil de escalada, y en unos pocos minutos encontró un lugar donde las piedras eran menos grandes y se acercaban, escalonadas, a la superficie marina. Bajó lentamente por ellas para asegurarse de que resistirían su peso tanto en la bajada como en la subida y empezó a meterse en el agua. Sin embargo, volvió a subir sin haberse llegado a bañar: sería mucho más divertido saltar desde la roca. Sabía que la profundidad era buena y que no había peligro y le apetecía tirarse de cabeza.

Volvió a la roca en que descansaba su mochila y, tras cerciorarse nuevamente de que no se haría daño contra ninguna roca, dando unos pasos atrás cogió carrerilla y de un salto se tiró al agua de cabeza. ¡Qué fresca el agua corriendo sobre su piel tostada! Curvando la espalda un poco inició el ascenso con el mismo impulso del salto. Y decidió abrir los ojos para ver los reflejos del sol en las burbujas que había provocado al caer y que surgían de su nariz al soltar el aire. Y entonces la vio. Inmensa y gris. Y le miraba.

El resto del aire que le quedaba en los pulmones salió todo a la vez, a borbotones, mientras agitaba los brazos y las piernas en círculos intentando alejarse. Cuando por fin alcanzó la superficie, nadó todo lo rápido que pudo hacia las rocas, tratando de salir del agua. Sin embargo, aún no las había alcanzado cuando se paró y, girándose de nuevo, se sumergió. La ballena seguía allí, apenas sin moverse, pero mirándole. O, al menos, eso le pareció a él. Con el corazón latiéndole cual caballo al galope, subió de nuevo a la superficie y nadó hasta las rocas. Pero no salió del agua. Se quedó allí, sin decidirse a salir, pero sin atreverse tampoco a acercarse. Entonces ella volvió a llamarle, con su canto triste e intenso y el sonido le hizo estremecerse.

Poco a poco, el ritmo de los latidos de su corazón se fue volviendo más pausado. Tímidamente, sujeto a las rocas, volvió a sumergirse y la miró. El ojo enorme y oscuro de la ballena le observaba, como si se tratase éste mismo de un ente independiente de la enorme masa gris en que se hallaba, y como si estuviese esperando algo. Lentamente, se fue acercando de nuevo, buceando cerca de la superficie, arriba y abajo, dentro y fuera del agua, hasta estar a unos veinte metros del enorme animal. Y allí se detuvo a contemplarla. Era inmensa, debía medir más de diez metros, tal vez incluso más de quince. Y él se sintió diminuto, insignificante, a su lado. El ojo parpadeó un instante y enseguida se volvió a escuchar el profundo lamento. Se estremeció, pero no sentía miedo. De hecho, en ese momento se dio cuenta de que, en realidad, no había sentido miedo en ningún momento. Una sonrisa acudió a sus labios, y el aire escapó por la comisura de los labios, pero no salió a respirar. Siguió nadando, mirando al enorme ojo de la ballena y acercándose a ella con decisión. Y cuando estuvo a apenas un metro de su mirada, se detuvo.

Un trueno y una ráfaga de viento le devolvieron al presente con un escalofrío. Había vuelto a quedarse parado de pie, en la orilla, mojándose las piernas. Estaba muy cerca del rompeolas, y no sabía muy bien como había llegado hasta allí. Retrocedió, pues las olas allí aún conservaban parte de su fuerza y había tenido suerte de que ninguna le hubiese mojado entero, o incluso tirado, a traición. Pese al frío, sonrió. ¿Qué más daba que el mar le mojase? Él amaba el mar, la mar, y las olas eran como besos impulsivos de una amante misteriosa, que quisiera de una vez acariciar todo su cuerpo. Se sentía muy feliz. Estiró los brazos hacia el cielo y emprendió un trotecillo para recuperar el calor perdido en el despiste. Abrigaba la esperanza de que el sol saliera lo suficiente como para darse un baño. Al diablo con la artritis. El mar ese día le llamaba, como de niño le llamara la ballena. La ballena...

El ojo parpadeó de nuevo, y el voluminoso cuerpo se movió ligeramente. Si es que algo tan grande puede moverse con ligereza. La sonrisa de sus labios se convirtió en risa, se le escapó el poco aire que le quedaba en la boca y no le quedó más remedio que volver a la superficie. Y en cuanto hubo llenado sus pulmones a conciencia, volvió a sumergirse. Y esta vez no dudó, y con las dos manos acarició la piel de la ballena. Caliente pero fría, suave pero áspera, con las palmas de las manos en la superficie interminable e impulsándose con las piernas, siguió las líneas y arrugas de la gruesa piel por todo el costado. Si el aire se acababa, salía a por más y continuaba con la exploración. Los costados, el lomo, la barriga, las aletas, la cola. Siguió con los dedos cicatrices y conchas de moluscos a ella adheridos, aferró las algas que arrastraba y con impaciente respeto acarició el orificio en su cabeza por el que sabía expulsaba en agua que entraba en su boca al comer. Ni siquiera los enormes párpados escaparon a su curiosidad. La recorrió entera. Entonces, sintió el deseo de abrazarla, como si fuera su perro, como si fuera su amiga. Y cuando todo su cuerpo entró en contacto con el de la ballena, ésta se movió y salió a la superficie. Cuando el sol cubrió ambas pieles, él reía a carcajadas, sentado a horcajadas sobre ella. Se puso de pie, pues ella no se sumergía. Caminó a lo largo de su espalda. Se tumbó sobre ella al sol, respirando a pleno pulmón, feliz. Intensamente feliz. Y se quedó allí tumbado, sintiendo su respiración y sus movimientos pausados, pletórico.

Cuando pasó un rato y su piel casi se había secado, de repente, se sentó bruscamente. Sí, era fantástico que la ballena estuviera allí, con él, para él, pero... ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaba allí? Con tristeza, acudió a su mente el recuerdo de la foto de unas ballenas varadas en una playa, muertas o moribundas, sin que nadie pudiera ayudarlas. Sin que nadie supiera el por qué.

Se volvió a meter en el agua y fue nadando hasta ponerse justo frente al ojo. Y sin salir de debajo de la superficie, le preguntó: “¿Por qué estás aquí?”. Y espero una respuesta. Pero la ballena permaneció quieta y silenciosa. “¿Por qué estás aquí?”, repitió. Pero por toda respuesta la ballena cerró el enorme ojo y lo mantuvo cerrado. Salió a por aire y se quedó quieto un instante. Luego, volvió a sumergirse, pero esta vez no miró a la ballena. Miró alrededor. El fondo estaba muy profundo allí donde se encontraban, cerca del acantilado. Pero ascendía rápidamente en cuanto te alejabas de él. Y entonces lo entendió. El fondo era demasiado poco profundo, con rocas negras y cortantes todo alrededor que no le permitían volver a mar abierto. Estaba atrapada.

Se giró de nuevo hacia la ballena y la miró. Tenía de nuevo el ojo abierto, y le miraba fijamente. Fijamente y con una intensa tristeza. “¿Cuánto tiempo llevas aquí?”, se preguntó y le preguntó a ella, dejando salir el aire al pronunciar unas palabras que nadie podría entender bajo el agua. Cuánto tiempo... Él sabía la respuesta. Tres días. Justo tres días. Pues ese tiempo era el que había transcurrido desde la tormenta, desde la marejada que hizo subir las aguas y que le había regalado unas olas enormes en las que revolcarse, conchas que recoger y... Y a la ballena.

Se puso muy nervioso. Miró al cielo, para ver dónde estaba el sol y hacerse una idea de la hora que podría ser. ¿Cuánto tiempo podría estar una ballena sin comer? Porque él mismo sentía ya un hambre considerable, ya que seguramente eran más de las dos. Y allí no había mucho espacio para moverse para alguien tan grande. Quizás estuviese tan quieta para economizar energía y aguantar hasta la siguiente marejada y así escapar. O a lo peor era que estaba ya tan cansada que sólo se estaba dejando morir... Un fogonazo de rabia le recorrió el cuerpo, como un relámpago. No podía morir. Él no la dejaría morir. Estaría allí con ella hasta que consiguiera salir, no la dejaría sola y la ayudaría en todo lo posible. La mezcla de las lágrimas y la sal del agua le escoció los ojos.

Sumergido de nuevo, miró alrededor, siguiendo con la mirada la línea de las rocas. Como la ballena le obstruía la vista, pasó buceando por debajo de ella para poder seguir con la observación. Y poco a poco, buceando y nadando, fue recorriendo los más de doscientos metros de rocas que se habían convertido en prisión para su nueva amiga. Trató de calcular la altura que mediaba entre las rocas y la superficie del agua, y la comparó con la de la ballena. Y encontró varios lugares en los que la altura podía ser adecuada, lo que le puso muy contento. Pero luego se vio obligado a descartarlos, porque como probablemente la ballena ya debía haber comprobado, aunque la altura era apropiada, el espacio para pasar en cuanto al ancho no lo era. Volvió a donde estaba la ballena y se subió sobre su lomo. Pero casi inmediatamente volvió al agua para tratar de encontrar un lugar por donde la anchura fuese adecuada y la diferencia de altura no muy grande. Nadó y nado, hasta que por fin, cerca del borde contrario del acantilado en que él tenía la mochila y la toalla, encontró un lugar lo bastante ancho y que tan sólo era un par de metros de alto menos de lo que sería necesario. Allí, la corriente se hacía notar y tuvo que tener mucho cuidado para que no le arrastrase. Volvió nadando al interior del espacio resguardado por las paredes del acantilado y, sorprendido, descubrió que la ballena se había movido y se había acercado hacia donde él estaba, lo que le puso muy contento y le animó a seguir buscando una solución.

TÍTULO: NOTICIA = LA BALLENA= LONDRES.

Una ballena visita Londres. Un cetàceo de unos cinco metros de longitud nadando en el rìo Tàmesis causa sensaciòn entre los londinenses.La ballena nadò por el rìo Tàmesis cerca del Parlamento londinense.Es algo increible para Londres que una ballena quiera visitar a los ingleses en su ùltimo deseo de la vida.El miedo estaba medido en los corazones de los ingleses de ver un animal tan grande de cerca.La ballena muriò; No pudieròn salvarla los bulceadores,.FIN,.

30 marzo del 2010 .Hoy nos dice adios la televisiòn de siempre,tendremos ahora la TDT o el canal digital--- esto ahora en mes de marzo del 2012 hara dos años, etc.

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