TÍTULO: LA Espada.
Los músculos, todavía rígidos, impresionan. Marcan un físico modelado para la lucha cuerpo a cuerpo, casi perfecto en sus formas. La lluvia, incapaz de borrar los restos de sangre ajena que lo cubren, se deja caer, vencida. Alrededor yacen esparcidos multitud de cuerpos, testimonios de la cruenta batalla librada. Tímidos rayos de un sol poniente bañan la escena, creando un ambiente de irrealidad.
El último había sido un duro rival, más por su coraje, valentía y empeño que por su fuerza o habilidad. Hay quienes caen rápidamente cegados por su rabia, y quienes resisten mayor tiempo respaldados por su astucia. Los menos, quienes vencen dominando ambas virtudes. Finalmente, la estocada fue letal. La hoja se hundió fácilmente, imparable, directa al corazón.
Su escudo, mellado, seguía alzado protegiendo su flanco izquierdo, como a la espera de una saeta perdida o disparada en forma de despedida por algún huidizo enemigo. La espada, ensangrentada prácticamente hasta la empuñadura, continuaba alerta, en tensión, como formando parte de su propio cuerpo, preparada para una nueva embestida. Fijó en ella su mirada, mientras el jolgorio de la inminente victoria crecía por todas partes, inundando el momento.
En su mente se posó la calma tras el torrente de ideas surgidas durante el combate, alejándole de cuanto acontecía en el mundo, y transportándolo al pasado.
La espada, legado de su padre, era todo cuanto poseía de este, muerto, al igual que tantos otros en aquella época. Recordó la primera vez que la vio.
Brillante, reposaba sobre una tela azul, símbolo de voluntad. En ese entonces le pareció enorme, casi tan alta como él. Aún así, la cogió con ambas manos de la empuñadura, e hizo ademán de alzarla. Apenas logró levantarla unos centímetros, pero tal hito significó mucho a su corta edad.
Con el tiempo, se convirtió en su más preciado y valioso tesoro, admirada por muchos, y por sí mismo; y una vez fue lo suficientemente alto como para llevarla al cinto sin que arrastrase por los suelos, nunca dejó de acompañarle.
A falta de amigos o en quienes confiar plenamente, se sentía seguro con ella. A menudo bastaba la visión de su empuñadura para disuadir a cualquiera que buscara problemas. Si no era así, el brillo de su filo y la majestuosidad de su hoja dejaban perplejo al ignorante adversario. Pocas habían sido las ocasiones en las que tuvo que batirse con alguien, y en ellas, unos cuantos movimientos bastaron para desarmar al oponente.
No mataba por gusto. Nunca lo había hecho. Nunca había matado a nadie, hasta ese día.
La lluvia cesó, como dando por terminada la cruenta batalla. A lo lejos todavía se escuchaba algún quejido agónico, que terminaba repentinamente tras un golpe seco. Intentando mantenerse ajeno a tal triste hecho, sumergió la espada en uno de los muchos charcos y la limpió lentamente, disfrutando de su esplendor a medida que iba quedando libre de la esencia vital de quienes habían osado enfrentarse a ella.
En su juventud siempre se había preguntado por qué las cosas más bellas son las que causan más conflictos, o mayor dolor, pues en ocasiones había sentido en su persona algo similar a heridas, no físicas, pero no por ello menos crueles.
Cogió un pedazo de tela y secó la espada, resplandeciente al captar los últimos rayos de sol de un duro día.
Al observarla por vez primera tras todo el mal producido, y ya sin huella alguna de él, se lamentó por cómo algo tan bello podía ocasionar tal suplicio.
Cierto es que no siempre es necesaria la voluntad para causar dolor, pero un dolor causado a voluntad puede ser el mayor de los daños sufridos.
Alguien se acercó a él, y le puso un trapo en el hombro, presionándolo.
- Estás sangrando - le dijo.
No sentía herida alguna. A veces, un gran dolor hace que ignoremos cualquier otro daño.
TÍTULO: EL Silencio:
"Hemos llegado.No es fácil encontrar lugares como este.
Cada vez están más aislados y escondidos en el mundo, y del mundo. Lo que es de agradecer. El camino ha sido duro, pero recuerda que tú mismo querías venir a un sitio como este. Y vivirlo.
Podemos descansar."
Se sentaron, y apoyándose en un tronco, entrecerraron los ojos, mientras los rayos de un tenue sol que se colaba entre las hojas calentaban sus entumecidos músculos, y un relajante cosquilleo recorría sus piernas cansadas.
"Ahora, calla. Y escucha."
Ambos quedaron en silencio. Y el silencio los envolvió.
Cuando privas a tu ser de la vista, se agudizan el resto de sentidos. Hueles nuevos aromas, sientes cada roce en tu piel, escuchas lo que en otras situaciones apenas oyes.
Ciegos en su visión, abrieron los ojos a otro mundo, distinto. Y, casi de inmediato, se dieron cuenta de que todo alrededor permanecía en calma.
A lo lejos, más allá del último camino, se oía de vez en cuando, muy de vez en cuando, el silbido de un viento lejano rozando las copas de los altos árboles. El sonido del agua del cercano río cuya humedad podían sentir llegaba tenuemente a sus oídos, debido al remanso que la calmaba tras la impetuosa bajada de las montañas.
Cuentan que los bosques, en su más profundo y sombrío interior, carecen de ruidos, y a la vez están habitados por infinitas melodías. Su tranquilidad es tal que el más mínimo movimiento, como la caída de una simple hoja, quiebra la paz que en ellos se respira, se siente, se vive. Es por ello que quienes los habitan se mueven con sigilo, valorando y respetando la placidez de un lugar en el que el sosiego es el mayor de los tesoros. Y es allí donde descansan todos esos seres de cuentos y leyendas que, invisibles, forman la esencia de los bosques.
Regresaron al rato de su letargo, tras haber permanecido sumidos en un absorto viaje repleto de pensamientos, provocado por la quietud del lugar. Las espaldas, doloridas, se quejaron casi al instante de lo duro del tronco elegido como respaldo.
Dicen que no hay como un lecho para reposar. Pero lo cierto es que no hay como el silencio para descansar.
Muchos son los que han olvidado esto último. Los menos, quienes lo descubren con el tiempo.
Se incorporaron. Todo alrededor parecía más oscuro, como protegiéndose. Dobló rápidamente los papeles que portaba consigo, repletos de relatos. En ellos, expresaba sus emociones, privadas de voz, gritando desesperados socorros con palabras mudas, llorando con textos escritos, carentes de lágrimas, desbordados de nostalgia, salpicados de pena. Los metió en una pequeña cajita de hojalata, la depositó en el tronco hueco del viejo y quebrado árbol junto al que habían permanecido, y allí quedaron sus secretos, por siempre en silencio. Pues pocos mundos hay más silenciosos que el de los secretos, escondidos, ocultos, callados, apenas jamás contados.
La algarabía provocada por la tumultuosa multitud producía un bullicioso y caótico alboroto, que le hizo volver a la, por muchos mal llamada, realidad. Le gustaba viajar con su mente, a solas, cuando se sentía rodeado, pues cada vez más aborrecía a la gente, a la vez que apreciaba a las personas de almas soñadoras. Y, como ellas, viajaba sin moverse del lugar en el que estaba.
El bosque quedó lejos, muy lejos, y a la vez cercano.
Es impresionante como los recuerdos pueden servir para trasladarte a un lugar visitado, a un momento vivido, a un instante sentido, sin más necesidad que la propia voluntad. Incluso en ocasiones, sin ella.
De repente, por alguna razón, la gente enmudeció, y el bullicio se tornó calma. Todos parecían atentos, expectantes, escuchando, sin oír nada.
Una brisa se alzó, trayendo, apenas perceptibles, aromas lejanamente familiares.
Es fascinante como el silencio habla, mientras el mundo calla, atento a su sabiduría.
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