El antro se llamaba Gay Club, y estaba muy cerca del diario Pueblo, donde yo, con veintipocos, acababa de estrenarme como reportero. A menudo, al cerrar la edición, unos cuantos frikis con pocas ganas de dormir -Pepe Molleda, El Pequeño Letrado, la fotógrafa Queca, Rosa Villacastín- íbamos allí a tomar copas, o a empezar un recorrido golfo que seguía con El Príncipe Gitano en los tugurios de la Gran Vía y terminaba al alba, mojando tostadas en café entre putas y camioneros en el mercado de Legazpi. Por aquella época el espectáculo del Gay Club se llamaba Loco, loco cabaret, y actuaban las transexuales Brigitte Saint John y Coccinelle, Víctor Campanini, David Vilches y el transformista Patrik -Me debes un beso-, entre otros. La estrella indiscutible, sin embargo, era Paco España con su peluca, su bata de cola y su abanico. Sobre todo, con su agresivo descaro. Su manera exagerada de ponerse el mundo por peineta y proclamar a gritos que había una España marginal, clandestina, reprimida por la Iglesia, el Estado y la sociedad bienpensante. Una España que también aspiraba a levantar la cabeza y ser tal como era. A no seguir confinada en cines sórdidos o urinarios públicos. A escapar de la amargura, la burla ajena, la soledad y la desgracia.
Paco España, en aquel momento y en Madrid, abanderaba todo eso. Era de aquellos transformistas que adoraban la copla española y que, cuando ésta parecía a punto de morir intoxicada de su propia caspa, supieron convertirla en símbolo de sí mismos. Cuando Paco salía al escenario gritando «¡Guerra para mi cuerpo!» y taconeaba desgarrado y racial dispuesto a cantar Mi vida privada o La Tomate, abanicándose con el estilo de su admirada Lola Flores, el público aullaba y aplaudía hasta el delirio. «No puedo con la gente -cantaba- que tiene hipocresía», y el antro se venía abajo, sobre todo cuando había policías de la secreta en el local, y Paco tenía que salir maquillado pero con pantalones y sin peluca, para cantar: «Me conocen por detrás, dijo un niño de Barbate», o, abanicándose los bajos: «La Tomate, qué ganas tiene de chocololate». A veces, después del espectáculo, se reunía con nosotros en un garito de la calle Huertas, a charlar un rato. Supe así que había empezado de niño en la radio, imitando a Joselito. Era gracioso y descarado, con un fondo de ternura tímida que afloraba con el alcohol. Contaba buenas historias y sabía ponerse bravo cuando algún imbécil lo tomaba por la mariquita blanda que no era. Lo recuerdo, sobre todo, como una buena persona.
Luego me fui a otros reportajes y otros lugares. Tan lejos, que de la muerte de Franco tardé en enterarme tres días. Y una vez, durante un regreso, Paco España ya no estaba, o cerraron el Gay Club; no recuerdo bien. Sé que le perdí la pista y sólo supe de él más tarde. Había hecho teatro, me dijeron, y lo vi en una breve aparición en Un hombre llamado Flor de Otoño, la película de Pedro Olea. Nada más. Ahora sé que su representante lo engañó, quitándoselo todo, y que acabó arruinado y alcohólico, rodando, como las mujeres trágicas de las coplas que le oí cantar, de mostrador en mostrador. Por eso hoy, para ofrecerle algo más que las pocas líneas que a su muerte se han dedicado, comparto con ustedes su memoria. Mi carcajada afectuosa cuando lo recuerdo taconeando por el escenario, pararse a mi lado, tocarme el hombro con el abanico y decir: «Vete lavando, que esta noche serás mía».
TÍTULO: MIGONTE HUMOR.RISAS.
Migonte humor dibujante en la Revista XL Semanal Hoy con buenos dibujos de este gran señor que coge un lápiz y hace locuras.
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