TÍTULO: En El Fondo.
Esta es la triste historia de un ser que no fue, el relato de una criatura sin dicha.
Más allá de donde la soledad se siente sola, e intenta huir en busca de compañía; e incluso más allá de donde el olvido se olvida de sí mismo, y jamás es recordado, existen lugares baldíos de todo y repletos de nada, en los que la crudeza de la realidad se confunde con la amargura de sueños incumplidos.
Y es en estos parajes desiertos, entre montañas, rocas y peñascos, acantilados y precipicios, desfiladeros y cuevas horadadas profundamente por el tiempo hasta más allá de las entrañas del mundo, donde habita y sufre su existencia este ente que, se cree, antaño fue alguien, y hogaño desconoce acaso si es.
De hecho, incluso él mismo ignora por qué terminó en ese lugar perdido, más lejano que cualquier otro, distante de todo.
Su hogar, una caverna que bien podría haber sido sepulcro digno de un rey, está flanqueado por colosales paredes de piedra que se elevan como murallas, y apenas dejan una estrecha abertura para permitir que la luz de un sol apagado forme una tenue semipenumbra, que no alcanza a colarse en el interior de las estancias ahora habitadas, manteniéndose siempre opacas, oscuras, sombrías.
Jamás sonríe. Se le olvidó. El tiempo, que dicen todo lo cura, y todo lo deja atrás. Atrás, más allá del recuerdo.
Pero poco importa. En este lugar no hay razones para sonreír, o manifestar alegría. Ninguna. Ni siquiera el valioso hecho de estar con vida.
Desde la entrada de su gruta, entre la negrura del interior y la penumbra del exterior, se divisa un profundo vacío. Repleto de silencios, rebosa vastedad, ensanchándose cada vez más hasta el invisible fondo, oculto por la falta de claridad.
Nunca se ha atrevido a bajar allá abajo. No desea por un infortunio caer y quedar allí, malherido, para siempre. Le resultaría, más que doloroso, demasiado familiar. Y no está dispuesto a volver a sentir.
Quizá por esto, hace ya mucho, empezó su costumbre de tirar piedras desde lo alto de la montaña, ladera abajo, observándolas caer, rebotar, rodar sin freno. Y cuando no quedaron piedras allá arriba, lo hizo desde la entrada de su morada, hasta más allá, hacia el abismal vacío. Cada vez que se sentía mal, o que acontecía algún hecho que le marcaba profundamente, o que regresaba un perdido y odiado recuerdo a su mente, cogía un guijarro, lo apretaba con fuerza en su puño, y lo lanzaba, perdiéndose en la negrura, intentando desquitarse con él parte de su desdicha, mientras el eco de los golpes retumbaba quebrando el pesado silencio.
Ocurrió en una ocasión que, sumido en sus pensamientos y lamentos, arrojó por error algo muy valioso. Al volar en caída libre, en su parábola se cruzó con un casual rayo de luz, que lo hizo brillar. Y fue en ese momento, inalcanzable ya, cuando se dio cuenta de su estupidez. Al intentar ir a buscarlo, comprendió lo intangible de su miseria. El inmenso montón de piedras, sinónimo de frustraciones y penas, desconsuelo y pesadumbre, abatimiento, congoja y pesar, aflicción y angustia, sufrimiento y desolación que había acumulado con el tiempo, era incalificable en su descomunal y colosal dimensión. Encontrar algo allí era como vislumbrar un atisbo de esperanza en un alma en pena.
Aún así, se dispuso a una búsqueda perdida.
Y perdió. Quedó hundido, atrapado en la grandiosidad que acentúa su pequeñez, en la realidad que confirma su insignificancia, en la soledad de un abismo sin fondo, del que no puede, sabe, acaso si desea, salir.
Al menos, ya no llueven piedras.
TÍTULO: LOS CRISTALES.
El cristal se ha roto. En mil pedazos.
El mundo que se veía a través de él, quizá demasiado irreal, ha quedado esparcido en el suelo, hecho añicos, irreconstruible.
De poco ha servido intentar mantenerlo impoluto, limpiarlo cada vez que se ensuciaba, protegerlo las noches de tormenta. El impacto ha sido fuerte, y no lo ha soportado.
Los cristales suelen ser frágiles. Tiemblan por la más mínima vibración, se agrietan ante cualquier golpe que el destino les depare, por pequeño que sea, y quedan marcados de por vida. Luego, es difícil repararlos, a menudo imposible sin que quede rastro de lo ocurrido.
Pues tienen memoria.
En la tierra, junto a los restos, una frase permanece tirada como prueba del suceso. Palabras demasiado duras.
Pesan, y ahora soy incapaz de apartarlas, y dejarlas a un lado.
Un espejo refleja la escena, tal cual.
Busco en mi cartera, sin darme cuenta que esos cristales no se compran con dinero.
Sólo se obtienen como regalo, entregado a voluntad.
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