domingo, 19 de febrero de 2012

EL BLOC DEL CARTERO CON EL CONTADOR DE A CERO./ HOOVER

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO CON EL CONTADOR DE A CERO.

bicicletas de montaña y carretera-foto.

Es injusto que se esté publicitando la imagen del deporte español que ahora corre por ahí. No es de recibo que a raíz del complicado `asunto Contador´ diversos medios de comunicación arremetan contra los deportistas que lucen el nombre de España y que, casualmente, ganan casi todos los campeonatos a los que se presentan. Es mejor que sientan envidia que lástima por ti, evidentemente, pero el desparrame - especialmente, francés- en contra del prestigio de atletas de élite de nuestro país es excesivo. Al pobre de Rafa Nadal, un hombre ejemplar y triunfador, le montaron un numerito estúpido en televisión: representa que llega a una gasolinera, orina en el depósito de su coche y este, gracias a tal combustible, sale disparado. Jo, jo, jo, qué talento el de la televisión francesa, es que soy yo el que me meo. Los titulares de periódicos supuestamente serios y equilibrados parecían redactados desde la inquina más sectaria y ponían en duda, en algún caso, los éxitos del deporte español en su totalidad, como si desde la Administración se hubiese trazado un plan de dopaje lineal para todas las disciplinas de competición. Demencial. Básicamente, el núcleo generador de tanta insidia está en Francia. La razón es relativamente sencilla: sus dos joyas institucionales, Roland Garros y el Tour, nunca son ganadas por un francés y sí en cambio por un español. Un año y otro, lo cual es demasiado para la `grandeur´. Se cuenta que el año en que Nadal había ganado el Abierto de Francia, Contador el Tour, la selección española el Campeonato del Mundo -con la previa de la Eurocopa-, los motoristas todo lo que podían ganar, Alonso no pudo ser campeón del mundo... porque conducía un Renault. No perdonaron el chiste.

No es de recibo creer que existe una conspiración mundial contra los españoles por el mero hecho de serlo, pero sí parece razonable pensar que un exceso de victorias excita determinados sentimientos de impotencia que desembocan, en cuanto hay excusa, en ejercicios de miseria colectiva. Después de no haber sido casi nunca nada, España despertó al éxito deportivo tras los Juegos de Barcelona. Antes del 92 habíamos triunfado mínimamente gracias a monumentales individualidades como Santana, Paquito o Bahamontes, pero después de Barcelona la máquina comenzó a funcionar y la coronación llegó con el triunfo en Sudáfrica. Ya se dijo aquello de: «Soy español, ¿a qué quieres que te gane?». Parece pues inevitable que, en cuanto un asunto polémico lo proporcione, comparezca una cierta rabia indisimulada. Ignoro de dónde surgió la billonésima parte de los gramos de clembuterol que se encontró en la sangre de Contador, el mejor ciclista del mundo, pero la decisión de estos mangantes asombra desde el punto de vista jurídico y del sentido común. Ya se ha argumentado hasta la saciedad que se ha cometido una injusticia y que se ha aplicado un rigor nunca conocido hasta la fecha, con lo que poco se puede añadir; pero no estaría de más señalar que debería ejercerse desde las instituciones españolas una concreta presión sobre determinados organismos internacionales que tratase de dejar las cosas en su sitio. Cuando uno se queda igual ante una avalancha de acusaciones groseras o entreveladas, parece dar la impresión de haberse acomplejado ante la fuerza bruta de los demás, y conviene no transmitir esa imagen. Al ciclismo español han querido ponerle el `Contador´ a cero quitándolo de en medio este próximo Tour -que así se les pudra en la cara- e impidiéndole disputar los Juegos de Londres. Además, le pretenden robar cerca de tres millones de euros para rezongarse a gusto en sus cosas, asunto que parece sí puede revocar en la justicia ordinaria. Todo parece indicar que la decisión tiene poca vuelta atrás: este verano, sin Alberto, todo será menos apasionante. Que ello no impida limpiar su nombre y que no acabe con su ánimo: tiene muchos años por delante y ningún comité de golfos podrá acabar con él.
 TÍTULO: HOOVER:
Nunca he participado de la veneración que nuestra época tributa a Clint Eastwood, el gran actor metido a director todoterreno que en las últimas décadas ha sido encumbrado a la categoría de maestro del clasicismo. En las películas de Eastwood nunca he hallado la personalidad distintiva -un universo propio expuesto a través de un estilo intransferible- que bendice a los auténticos maestros; y su tan cacareado clasicismo siempre se me ha antojado más bien maña de artesano reservón que prefiere evitar las `originalidades´ para no descalabrarse. Es cierto que entre la filmografía de Eastwood hallamos algunos títulos notables, casi siempre sustentados en guiones de hierro (tan sólidos que hubiesen requerido, en verdad, de un director inepto o decididamente calamitoso para naufragar); pero no es menos cierto que otros muchos apenas se distinguen de los telefilmes más romos, lastrados por un convencionalismo hiriente y archisabido y huérfanos de la más mínima inspiración. En ocasiones, incluso, esta falta de nervio y vibración característica de Eastwood ha logrado desbaratar historias que, puestas sobre el papel, permitían augurar una película memorable (pienso, por ejemplo, en El intercambio, alabadísima en el momento de su estreno, pese a sus torpezas más que evidentes); pero nunca esta atonía sin brillo había alcanzado cotas tan deprimentes como en la recién estrenada J. Edgar, biopic de quien fuera durante casi medio siglo director del FBI y seguramente el hombre más poderoso del mundo.

¡Mira que era difícil hacer una película mostrenca con la figura de John Edgar Hoover, contando además con los medios de producción que a Eastwood le han sido confiados! En verdad, se trataba de una misión imposible; pero, contra todo pronóstico, Eastwood lo consigue de principio a fin, sin desfallecimiento alguno. Sobre Hoover se han publicado multitud de biografías, hagiográficas o infamantes, que nos deparan, con diversos claroscuros y propensión casi generalizada al sensacionalismo, una de las personalidades más trágicas y subyugadoras, maniáticas y paranoides del siglo XX: uno de esos personajes-vórtice, asomados constantemente al abismo, que en su afán por amasar poder no se arredran ante nada; y que, después de protagonizar las hazañas más inverosímiles y de provocar los cataclismos más irreparables, se van de este mundo llevándose consigo su misterio, que es el misterio de toda una época. Con una existencia como la de Hoover, Shakespeare u Orson Welles hubiesen armado una obra llena de ruido y de furia, en la que la figura de este control freak emergiera como una suerte de fuerza oscura de la naturaleza que congrega en su derredor, como en un enjambre sombrío, la pululación del mal; y hasta sus peculiaridades más ridículas -su obsesión por la asepsia o sus traumas sexuales, pongamos por caso- habrían contribuido a engrandecer su enigma. Un hombre que logró mantener su puesto durante tanto tiempo, sobreviviendo al mandato de siete presidentes de distinto signo ideológico; y que, sobre todo, logró convertir a esos siete presidentes, y al séquito que los rodeaba, en corderitos mansos, temerosos de que sus vergüenzas íntimas -que Hoover registraba concienzudamente, en archivos que mandó destruir a su muerte- saliesen a la luz, tenía que ser, en verdad, intimidante, con algo de criatura salida del Averno y algo de ángel vengador. Pues llega Clint Eastwood y lo convierte... en un pobre hombre, una especie de abuelo Cebolleta con ínfulas megalómanas que solo causa irrisión (o piedad).

A uno se le ponen los dientes largos pensando lo que directores como Martin Scorsese (cuando Scorsese se hallaba en plena forma), Paul Thomas Anderson o Darren Aronofsky habrían hecho con un material tan suculento: una película electrizante (o más bien radiactiva) que se hubiese atrevido a hollar los sótanos del sueño americano -allá donde se pudren cadáveres de presidentes y mueren de inanición los ideales secuestrados-, obligándonos a acariciar sus purulencias y viscosidades con una especie de fascinada repulsión. Eastwood, por el contrario, nos castiga con una especie de docudrama fastuoso (sin valor documental alguno y sin vibración dramática verdadera), de un academicismo fatigante y pestífero que nunca levanta el vuelo, por la sencilla razón de que carece tanto de alas como de motor. Confrontado con un personaje bigger than life como Hoover, Eastwood se revela un cineasta sin abismo, sin brío, sin capacidad alguna para iluminar los misterios del alma humana: la magnitud descomunal de Hoover no hace sino subrayar la pequeñez de este presunto maestro del clasicismo.

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