Era tanta la belleza de Psique que el culto a Venus se vio gravemente perjudicado, ya que los fieles ahora tenían a la que creían rencarnación de la misma diosa. Hacían largas peregrinaciones para contemplarla y ya no acudían a cuidar los templos de Venus, sino que, muy al contrario, la iban olvidando. La diosa, llena de ira, decidió castigar a su adversaria –competidora sólo a sus ojos, ya que en la mente de Psique no existía ánimo de suplantarla- y tramó una terrible venganza: maldiciéndola, la deseó que no encontrara el amor sino en el más terrible de los engendros. Para ello mandó a su hijo, a Cupido, para que la hiciera enamorarse del más pernicioso de entre los hombres y monstruos.
Entre tanto, los padres de Psique andaban preocupados por su hija, el tiempo pasaba y la muchacha no encontraba marido; tan celestial era que los pretendientes, al contemplarla, no daban crédito a lo que veian y acobardados se marchaban como habían venido. La princesa era la menor de tres hermanas las cuales, aunque bellísimas también, eran de una hermosura humana, por lo que habían encontrado hacía ya tiempo ricos y acomodados esposos. Así que acudieron a un famoso oráculo para pedir consejo, y consejo conocieron: se les pedía que ataran a su hija a un alto risco que se elevaba de las profundidades marinas, formando un pronunciado precipicio, y que con plegarias y propicios sacrificos la abandonaran, ya que, al punto, sería recogida por su futuro marido, de ignominioso nombre y funesta presencia. De esta manera volvieron a su hogar, entre profundos llantos y altas lamentaciones. Y de esta manera llevaron a cabo el oráculo y –muy a su pesar- abandonaron a su suerte a Psique.
Y allí, y de esa manera, se la encontró Cupido, que acudía con su arco cargado para ejecutar los planes de su madre. Pero ¿qué ser vivo es más pernicioso que el causante de ese mal llamado amor? No contaba Venus con que el cazador iba a ser el cazado, y es que nada más ver a la doncella cae irremisiblemente enamorado de ella. Entonces, el portador de dardos, mandó a Céfiro, aquel viento amigo de los dioses, que la trasladara a un oculto lugar, guardándola de esta manera para sí mismo.
El sitio elegido era un delicioso rincón, mecido por suaves brisas marinas, adornado con los más sublimes adornos y con todas las comodidades que dios o humano puedan imaginar. Las habitaciones estaban primorosamente perfumadas y toda una pléyade de sirvientes invisibles acataban todas las ordenes y realizaban todos los deseos de Psique. En este lugar, y una vez que la oscuridad de la noche se adueñó del lecho, Cupido acudió a la llamada de sus propias flechas. Y lo que Psique en todo momento sentía y acariciaba, no podía verlo, mas muy real le parecía. Después de innumerables acometidas, a la dulce muchacha se le prohibió ver a su ahora gran amor -pues en verdad en ella también hizo presa este sentimiento con enorme fuerza- bajo las más terribles de las amenazas. En un principio, aunque con algunas reticencias, confió en su amado. Todas las noches, cuando la casa se cubría de la más absoluta ausencia de luz, la pareja se reunía en el lecho dando rienda suelta a toda su felicidad.
Ahora bien, Psique era la menor de tres hermanas, como se dijo; las otras dos llevaban ya bastante tiempo casadas con hombres ricos aunque viejos y andaban muy preocupadas por la suerte de la pequeña. Como el tiempo pasaba, y nada sabían de ella, acudieron al risco donde por última vez la vieran. A grandes voces la llamaron entre profundos lamentos. Se oían tan altos que la brisa los condujo hasta las habitaciones de Psique, quien rápidamente las identificó, y sintiéndose muy desgraciada por no poder compartir su dicha y librar de preocupaciones a su familia, le expresó a su marido sin nombre sus cuitas. Cupido le advirtió de lo perjudicial que sería su encuentro con sus hermanas, pero ella insitía tanto, y con tan dulces palabras, que el hijo de Venus accedió a que las viera. Eso sí, nunca desvelaría el misterio de su relación.
Psique, entusiasmada ante la posibilidad de verlas, llamó a Céfiro y le pidió que las transportara ante ella. Las hermanas entonces consiguieron visitarla y quedaron impresionadas con los lujos en los que la joven vivía. Psique, aunque puesta en alerta por Cupido el cual nada bueno se temía, al ser de corazón noble y limpio, terminó por contar a sus hermanas su situación. Las hermanas mayores compartían con la pequeña sangre pero no sentimientos y, así, fueron consumidas por la envidia, no pudiendo por menos que trazar un malévolo plan: intentarían menoscabar la confianza de Psique en su amado, convenciéndola de que el motivo de su huidiza presencia era su monstruoso aspecto y sus insanas intenciones para con ella.
De esta manera azuzaron la natural curiosidad y desconfianza femenina, provocando la desgracia: una noche, cuando ambos reposaban de la agitada velada, Psique se incorporó y, levantando las sábanas del lecho, observó la imagen prohibida de la divinidad, siendo presa de un pavoroso asombro y cautiva de la belleza de Cupido. Tan embelesada estaba que no se percató que de la lámpara que había encendido cayó una delatora gota de aceite, la cual despertó a Cupido. Grande fue el enfado de éste, de tal magnitud que abandonó la compañía de Psique, sumiéndose ambos en una impenetrable tristeza. El dios cayó enfermo y Venus culpó de ello a la malhadada Psique. Esta incluso llegó al intento de suicidio, únicamente el amor impidió la consumación del acto.
Apenada por la ausencia de Cupido, Psique comenzó su búsqueda y se encontró con su suegra, la cual le puso todas las trabas del mundo para que su objetivo fracasase. La mandó unas pruebas imposibles, de todos conocidas, que sin embargo la mortal realizó con encomiable esfuerzo e inestimables ayudas.
Al final el Olimpo en pleno decidió compensar las buenas intenciones de la muchacha y el noble amor que se procesaban, divinizaron a Psique y permitieron su unión con Cupido.
Apuleyo, el gran escritor latino, como buen platónico que era, recogió este cuento popular como símbolo –según dicen y a todas luces parece- de la búsqueda del alma (psique) en pos del amor ideal (Cupido).
De esta manera azuzaron la natural curiosidad y desconfianza femenina, provocando la desgracia: una noche, cuando ambos reposaban de la agitada velada, Psique se incorporó y, levantando las sábanas del lecho, observó la imagen prohibida de la divinidad, siendo presa de un pavoroso asombro y cautiva de la belleza de Cupido. Tan embelesada estaba que no se percató que de la lámpara que había encendido cayó una delatora gota de aceite, la cual despertó a Cupido. Grande fue el enfado de éste, de tal magnitud que abandonó la compañía de Psique, sumiéndose ambos en una impenetrable tristeza. El dios cayó enfermo y Venus culpó de ello a la malhadada Psique. Esta incluso llegó al intento de suicidio, únicamente el amor impidió la consumación del acto.
Apenada por la ausencia de Cupido, Psique comenzó su búsqueda y se encontró con su suegra, la cual le puso todas las trabas del mundo para que su objetivo fracasase. La mandó unas pruebas imposibles, de todos conocidas, que sin embargo la mortal realizó con encomiable esfuerzo e inestimables ayudas.
Al final el Olimpo en pleno decidió compensar las buenas intenciones de la muchacha y el noble amor que se procesaban, divinizaron a Psique y permitieron su unión con Cupido.
Apuleyo, el gran escritor latino, como buen platónico que era, recogió este cuento popular como símbolo –según dicen y a todas luces parece- de la búsqueda del alma (psique) en pos del amor ideal (Cupido).
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