TÍTULO: Papeles:
Llueve en la calle.
El sol se ha despedido hasta mañana, cansado de días cada vez más largos. El frío regresa en la noche, bienvenido. La primavera se hace de esperar, lo que es un alivio para aquellos a quienes no nos agrada demasiado, por motivos varios.
La soledad de una habitación se convierte en cálido refugio cuando fuera se escucha al viento, quejumbroso viajero. El ordenador está encendido, regalándome momentos, y ante mí, en su pantalla, una hoja en blanco esperando que le susurre palabras.
Imagino a mis amigos, al igual que yo, pensando con qué llenar algo tan vacío.
No es fácil escribir cuando sabes que al día siguiente gente a la que conoces desde hace años, o incluso de toda la vida, va a leer lo que hayas plasmado en un papel. Sentimientos, sensaciones, emociones, recuerdos, ilusiones, sueños.
Poco importa que el texto sea anónimo, e impreso, para que nadie reconozca la letra. El miedo a la burla, incluso, o sobretodo, entre amigos, a las gracias fáciles, sin maldad, pero que hacen daño, o el temor a mostrarte como realmente eres es algo que pesa mucho. A pesar de ello, mis dedos comienzan a pulsar las teclas, dispuestos a compartir con quienes han compartido tanto.
La noche, silenciosa por momentos, se hace más larga de lo acostumbrado.
La cita es en el lugar de siempre, con los de siempre. Todo parece igual, a diferencia de que cada uno lleva consigo una parte de si mismo, todavía oculta en un papel doblado. Esperamos a que lleguen los rezagados, quizá indecisos en acudir al encuentro, tal vez ultimando lo que contar.
Al final, estamos todos. Es lo que tiene quedar en un bar: raramente falla alguien.
Depositamos los escritos, uno a uno, en un pequeño saco de tela oscura que, una vez lleno, dejamos en el centro de la mesa en la que estamos sentados. Conversamos durante un rato, mientras no dejamos de observar eso que contiene algo de cada uno de nosotros.
Por fin, alguien coge la bolsa, mete la mano en ella y, tras remover un instante, saca uno de los papeles. Y así, uno tras otro, terminamos todos con un folio en nuestras manos y, cuando el saco queda vacío, comenzamos a leer.
Entre frase y frase levantamos la vista y nos miramos a los ojos, mientras intentamos intuir de quién son las palabras que nos está regalando.
Finalizada la lectura, entregamos el texto a quien tenemos a nuestra derecha, y de este modo, poco a poco, todos los escritos pasan por cada uno de nosotros, hasta llegar al que, por casualidad, habíamos obtenido al principio.
No voy a deciros qué escribí aquella lluviosa noche. Pero sí puedo afirmar que antes de aquel día no conocía a mis amigos tanto como creía. Vi varias lágrimas escapar y recorrer los rostros de gente querida mientras sentían las palabras. También pude observar alguna sonrisa. Me sorprendió la forma de narrar y expresarse de muchos de ellos, los recuerdos que describían y que también eran nuestros, las ilusiones de las que formábamos parte todos. Pero dos me llamaron la atención sobremanera.
En uno, sólo dos palabras formaban el texto, pero seguro que costaron de escribir mucho más que cualquiera de los demás relatos: "Estoy triste.". El otro, una hoja totalmente en blanco, hacía pensar aún sin contener mensaje alguno, quizá porque quien la depositó en el saco no tenía nada que decir, tal vez porque no sabía por dónde empezar.
Terminada la lectura, guardamos los papeles en la bolsa de tela. No sé qué fué de ella. Acordamos repetir la experiencia cada semana, o cada mes, o cada vez que alguien lo pidiese, o lo necesitase. Luego, compartimos horas y horas, como siempre. O casi. Esa noche se dieron más abrazos que de costumbre, y hubo más sonrisas. Unos lazos invisibles se hicieron más fuertes. Sólo por eso ya mereció la pena.
Al llegar a casa aquel día, cansado, pero contento por la experiencia vivida, recibí varios mensajes, que todavía conservo. Unos, totalmente en blanco. Otros, con estas pocas palabras: "¿Por qué estás triste?".
No supe qué responder.
TÍTULO: LABERINTO.
Es difícil elegir un camino. A menudo lo hacemos sin darnos cuenta. Otras, simplemente, nos dejamos llevar.
Si el bosque había sido ya una dura prueba, con su maraña de arbustos y su sombría atmósfera, sumándolo todo en una oscuridad casi perpetua, el lugar al que le había llevado la inexistente senda inventada tras cada uno de sus pasos no hizo más que demostrarle, una vez más, la tan consabida afirmación: nunca creas que estás en el mejor o el peor de los lugares, pues todo es bueno o malo según con qué lo compares.
Ante sí se abría una gran explanada, cubierta por una alfombra de hierba. A los lados, escarpadas laderas de altas montañas la limitaban, haciendo necesario atravesarla para seguir adelante. La llanura, antaño tal, había sido ingeniosamente transformada en un entramado de pasillos y recodos, sin más de un par de metros de anchura, y sólidos muros con la altura de tres hombres limitándolos, mostrando a quien en él se adentrara tan sólo el cielo, a esas horas estrellado, y sus pasos, andados y por andar.
En lo alto, multitud de enredaderas cubrían casi por completo la estructura, demostrando lo antiguo del lugar, y sirviendo para camuflar, visto desde la distancia, algo más que viejos muros.
Pues lo que se mostraba no eran las ruinas de un antiguo emplazamiento, descubierto por casualidad. Era algo todavía más sorprendente, un gran laberinto, rodeado por bosques y montañas, extendiéndose en la vastedad de un llano, cuyo final no alcanzaba a vislumbrar. Y a corta distancia, apenas a unos pasos de los lindes de la foresta, más que la entrada al recinto, eran múltiples las posibilidades a escoger para iniciar aquella desconocida y temida siguiente etapa de su camino.
Respiró hondo, se sentó y descansó su cuerpo en el mullido suelo.
Cada dificultad es un reto, recordó. Bien lo sabía.
Más allá del lejano final del uniforme techo de hojas, o tal vez en su misma salida, se produjo un destello que le hizo cerrar los ojos, cegándolo por momentos. En su retina quedó la imagen del paisaje, grabada con detalle.
Uniendo a ella sus miedos, se vio a sí mismo avanzando a paso lento hacia cada uno de los pasillos milimétricamente alineados, con una antorcha en lo alto, sumergiéndose en la incertidumbre. Y sintió, en cada uno de ellos, el miedo.
Puede, por qué no, que todos los posibles caminos que encuentras en un momento de tu vida lleven a un buen final, que todos lleguen al mismo punto. Si así no fuere, la única forma de encontrar la salida a un laberinto es saber en cada momento dónde estás tú. Cosa difícil, cierto, pero en ocasiones la dificultad agudiza el ingenio, la astucia o el valor. Incluso la confianza, a menudo maltratada a conciencia.
Tras estos y otros pensamientos se vio, de nuevo, sumergido entre muros y recodos, desorientado, mirando todo alrededor, fijándose en cada detalle. Algo en un momento dado le llamó la atención: una pequeña piedra cayó de una pared y rodó hasta sus pies. Al fin supo dónde se encontraba.
Perdido.
Tal sensación le hizo despertar, y abrir de nuevo los ojos. Los muros seguían ahí, enfrente, al igual que el miedo, y la pesadumbre. Se puso en pie, y avanzó, con calma. Eligió la entrada que tenía enfrente. Al fin y al cabo, por alguna razón había llegado hasta ella, aunque fuese la casualidad. Respiró hondo, llenando sus pulmones de fragancias nocturnas, y en el suspiro que le siguió expulsó más que aire.
No pensó en el desenlace de esa pequeña aventura dentro de la gran aventura que es la vida. Si lo hubiera hecho, jamás hubiese salido del pequeño pueblo donde nació, o del vientre de su madre. Algunos lo hacen, piensan demasiado en las consecuencias de sus actos y decisiones o temen demasiado a un final incierto o desconocido. Pero los que llevamos tiempo andando, perdidos a veces por mundos imaginarios, sabemos que lo importante de un camino no es su terminar. Para nosotros, caminantes, lo importante de un camino es dar el primer paso, valorarlo como tal, y disfrutar, aunque sea acompañados por las huellas que vamos dejando, de cada trecho recorrido.
Por suerte, no sólo las pisadas dejan huella, y no sólo las huellas quedan en el suelo.
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