Sergi López-foto-: ``Me siento más a gusto en el infierno que en las nubes´´.
Nací en Villanueva y Geltrú, Barcelona, hace 46 años. Soy actor por culpa de mi padre, que me presionaba para que hiciera algo, «¡lo que sea!». Acabo de estrenar `El monje´, película en la que interpreto a Satanás.
XLSemanal. ¿Cómo le deja a uno eso de meterse en la piel del diablo?
Sergi López. Pues está muy bien, yo soy especialista en la materia. Fue de mis primeros papeles en el teatro.
XL. Pues no lo encasillo mucho a usted como demonio, la verdad.
S.L. Me gustan mucho los malos. Cuando haces de señor que mata niños o algo así, exploras cosas que en tu vida ni te plantearías. Los malos, al fin y al cabo, son humanos y transitar el camino que los lleva al mal es fascinante.
XL. Es más demonio que ángel, intuyo.
S.L. Me siento más a gusto en el fuego que en las nubes. Claro que si pudiera graduar la temperatura a mi gusto, mejor.
XL. El protagonista de El monje ha vivido siempre en un monasterio. ¿Se imagina en su lugar?
S.L. ¡Ni de coña! Mira, en la mili yo estuve solo 18 días, pero al salir del cuartel y ver a una chica paseando por la calle fue como si no hubiera visto jamás una mujer. «¡Osti, tú!, mira ese animalejo cómo se mueve» [se ríe].
XL. 18 días...
S.L. Es que lo pase mal [carcajada]. Andaba `depre´ y me enviaron a casa.
XL. ¿Fue ese su primer gran papel?
S.L. [Se ríe]. No fingí mucho, la verdad. Lo de actuar fue casualidad. Se me apareció la Virgen... Bueno, y mi padre.
XL. Su padre quería que fuera actor...
S.L. Quería que fuera algo, lo que sea. Había tripitido tercero de BUP y él estaba desesperado. Yo actuaba en plan amateur y un día, ensayando, se me fue la hora y llegué a casa a la una. «¡Mi padre me va a matar!», pensaba. Como venía del teatro, le dije: «¡Acabo de decidir qué hacer con mi vida: voy a ser actor!». Y se calmó. «Bueno, lo que sea, ¡hacer algo, coño, que no haces nada!». No le pareció tan mal.
XL. ¿Y usted lo asumió rápido?
S.L. Pasé un día dándole vueltas hasta que me dije: «¡Osti, cojonudo!». Me lo planteé así: «Pruebo un año y, si no, ya me pondré a arreglar tractores o algo».
XL. Luego se fue a Francia, donde ha hecho más de 30 películas. ¿Le paran más en París o en Barcelona?
S.L. En París. Aquí, desde El laberinto del Fauno, me paran más, pero nada que ver.
XL. Y con esto de la crisis, ¿le ha tocado también hacer recortes?
S.L. Yo soy un mal ejemplo para los jóvenes. Cuando me piden consejo, solo puedo decir que tengo una `potra´ que alucinas. No recibo cuatro guiones de Spielberg cada día, pero me mandan cosas de España, Francia, Inglaterra... Espero que dure el chollo.
XLSemanal. ¿Cómo le deja a uno eso de meterse en la piel del diablo?
Sergi López. Pues está muy bien, yo soy especialista en la materia. Fue de mis primeros papeles en el teatro.
XL. Pues no lo encasillo mucho a usted como demonio, la verdad.
S.L. Me gustan mucho los malos. Cuando haces de señor que mata niños o algo así, exploras cosas que en tu vida ni te plantearías. Los malos, al fin y al cabo, son humanos y transitar el camino que los lleva al mal es fascinante.
XL. Es más demonio que ángel, intuyo.
S.L. Me siento más a gusto en el fuego que en las nubes. Claro que si pudiera graduar la temperatura a mi gusto, mejor.
XL. El protagonista de El monje ha vivido siempre en un monasterio. ¿Se imagina en su lugar?
S.L. ¡Ni de coña! Mira, en la mili yo estuve solo 18 días, pero al salir del cuartel y ver a una chica paseando por la calle fue como si no hubiera visto jamás una mujer. «¡Osti, tú!, mira ese animalejo cómo se mueve» [se ríe].
XL. 18 días...
S.L. Es que lo pase mal [carcajada]. Andaba `depre´ y me enviaron a casa.
XL. ¿Fue ese su primer gran papel?
S.L. [Se ríe]. No fingí mucho, la verdad. Lo de actuar fue casualidad. Se me apareció la Virgen... Bueno, y mi padre.
XL. Su padre quería que fuera actor...
S.L. Quería que fuera algo, lo que sea. Había tripitido tercero de BUP y él estaba desesperado. Yo actuaba en plan amateur y un día, ensayando, se me fue la hora y llegué a casa a la una. «¡Mi padre me va a matar!», pensaba. Como venía del teatro, le dije: «¡Acabo de decidir qué hacer con mi vida: voy a ser actor!». Y se calmó. «Bueno, lo que sea, ¡hacer algo, coño, que no haces nada!». No le pareció tan mal.
XL. ¿Y usted lo asumió rápido?
S.L. Pasé un día dándole vueltas hasta que me dije: «¡Osti, cojonudo!». Me lo planteé así: «Pruebo un año y, si no, ya me pondré a arreglar tractores o algo».
XL. Luego se fue a Francia, donde ha hecho más de 30 películas. ¿Le paran más en París o en Barcelona?
S.L. En París. Aquí, desde El laberinto del Fauno, me paran más, pero nada que ver.
XL. Y con esto de la crisis, ¿le ha tocado también hacer recortes?
S.L. Yo soy un mal ejemplo para los jóvenes. Cuando me piden consejo, solo puedo decir que tengo una `potra´ que alucinas. No recibo cuatro guiones de Spielberg cada día, pero me mandan cosas de España, Francia, Inglaterra... Espero que dure el chollo.
Se desayuno es el siguiente:
CAFÉ Y BUEYES:
Café y bueyes «Dos o tres cafés. Nada más. En cambio, para cenar me como tres bueyes con cuernos y todo [se ríe]. Digo yo que por la mañana, como llevo los bueyes, pues
TÍTULO: LA VUELTA AL MUNDO DESPUÉS DE MUERTA:
Siempre he pensado en lo que sucede cuando esparcimos alguna porción de nosotros mismos por la Tierra. Ya me corté cabellos en Tokio, uñas en Noruega, vi correr mi sangre de una herida al subir una montaña en Francia. En mi primer libro, Los archivos del infierno (que jamás fue reeditado), especulaba un poco sobre el tema, como si fuese necesario `sembrar´ un poco del propio cuerpo en diversas partes del mundo de manera que, en una futura vida, algo nos pareciese familiar.
Un día leí en el diario francés Le Figaro un artículo firmado por Guy Barret sobre un caso real acontecido en junio de 2001, cuando alguien llevó hasta las últimas consecuencias esta idea.
Se trata de la americana Vera Anderson, que pasó toda su vida en la ciudad de Medford, Oregón. Siendo ya de edad avanzada, fue víctima de un accidente cardiovascular, agravado por un enfisema de pulmón, lo que la obligó a pasar años enteros dentro de un cuarto, siempre conectada a un balón de oxígeno. Esto en sí ya es un suplicio, pero en el caso de Vera la situación era aún más grave porque había soñado con recorrer el mundo y había guardado sus ahorros para hacerlo cuando estuviera jubilada.
Vera consiguió ser trasladada a Colorado para poder pasar el resto de sus días en compañía de su hijo Ross. Allí, antes de hacer su último viaje -aquel del que jamás volvemos- tomó una decisión. Ya que nunca había podido ni siquiera conocer su país, viajaría entonces después de muerta.
Ross fue a ver al notario local y registró el testamento de la madre: después de morir le gustaría ser incinerada. Hasta aquí, nada de particular. Pero el testamento continúa: sus cenizas debían ser colocadas en 241 pequeñas bolsitas, que serían enviadas a los jefes de los servicios de correos de los 50 estados americanos y a cada uno de los 191 países del mundo, de modo que por lo menos una parte de su cuerpo terminase visitando los lugares que siempre soñó.
En cuanto Vera partió, Ross cumplió su último deseo con la dignidad que se espera de un hijo. En cada envío incluía una pequeña carta donde pedía que dieran digna sepultura a su madre.
Todas las personas que recibieron las cenizas de Vera Anderson trataron el pedido de Ross con respeto. En los cuatro rincones de la Tierra se creó una silenciosa cadena de solidaridad, donde simpatizantes desconocidos organizaron ceremonias y ritos diversos, siempre tomando en cuenta el lugar que a la fallecida señora le hubiera gustado conocer.
De esta manera, las cenizas de Vera fueron esparcidas en el lago Titicaca, en Bolivia, siguiendo las antiguas tradiciones de los indios aimara; en el río que pasa frente al Palacio Real de Estocolmo; en las márgenes del Chao Phraya, en Tailandia; en un templo sintoísta en Japón; en los témpanos de la Antártida; en el desierto del Sáhara. Las hermanas de la caridad de un orfanato en América del Sur (el artículo no cita el país) rezaron durante una semana antes de esparcir las cenizas por el jardín y, después, decidieron que Vera Anderson debería ser considerada una especie de ángel de la guarda del lugar.
Ross Anderson recibió fotos desde los cinco continentes, de todas las razas, de todas las culturas, mostrando a hombres y mujeres en el acto de honrar el último deseo de su madre. Cuando vemos un mundo tan dividido como el de hoy, donde pensamos que nadie se preocupa por los demás, este último viaje de Vera Anderson nos llena de esperanza al saber que aún existe respeto, amor y generosidad en el alma de nuestro prójimo, por más distante que él esté.
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