Fue el primer escritor global, el equivalente a una estrella del pop en la época victoriana. De su talento literario dan fe clásicos como `Oliver Twist´, `Cuento de Navidad´ o `David Copperfield´. De su apasionante vida, una parte se mantuvo en secreto durante años. Nos adentramos en la historia del genial escritor, cuando se cumplen doscientos años de su nacimiento, a través de su intensa vida sentimental.
Aquel fin de semana de mayo de 1837 que acabaría en tragedia, no pudo comenzar mejor para el joven Charles Dickens. El sábado por la mañana se había publicado una nueva entrega de Los papeles del Club Pickwick, su primera novela, y su editor le había confirmado que era un éxito, un acontecimiento seguido por miles de británicos. Por la tarde había ido con su esposa, Catherine Hogarth, al estreno de una obra de teatro que él había escrito, una comedia titulada Is she his wife?, or, something singular!, celebrada con risas y aplausos por el público. A sus 25 años, la vida de Dickens -cronista parlamentario y autor en alza- no podía ir mejor. Pero esa noche iba a producirse un giro inesperado en su existencia. Al regresar del teatro a casa, se encontraron con que la hermana de Catherine, Mary, de 17 años, que vivía con ellos, se había indispuesto. La joven se sintió mal durante toda la noche, y al día siguiente murió (posiblemente de un paro cardiaco, aunque nunca se supo con certeza) en los brazos del propio Dickens. De la mano sin vida de Mary, el escritor, afectado como pocas veces en su vida, extrajo el anillo que su cuñada lucía en un dedo y se lo colocó en uno de los suyos. Lo llevó hasta su muerte, 43 años después.
Tan romántico gesto y el hecho de que Dickens no ocultase su enorme aflicción por la muerte de Mary ha dado para todo tipo de especulaciones. Ella era «bella, dulce, con luz propia», según quienes la conocieron; «el espíritu que dirige mi vida», escribiría Dickens. En su correspondencia hay numerosas referencias a las veces en que sueña, vívidamente, con su cuñada e incluso en 1842, cuando visita las cataratas del Niágara, dice que le parece oír la voz de Mary entre el estruendo del agua. Con todo, sus biógrafos no creen que hubiera una relación más que fraternal con ella. Para él era una representación de la inocencia y la ternura. Y su muerte marcó muchas de sus obras posteriores, como Oliver Twist y La vida y aventuras de Nicholas Nickleby. Pero la relación de Dickens con las mujeres a lo largo de su vida no fue, en absoluto, platónica. Su primera novia fue Maria Beadnell, un amor a primera vista, pasional, cuando tenía 20 años. Aunque no parece que ella estuviese enamorada de él con la misma intensidad, lo que acabó con aquel romance no fue la falta de pasión, sino las diferencias sociales. Maria era hija de un banquero, Dickens un estenógrafo y reportero de familia de clase media venida a menos, a mucho menos. El escritor había nacido en Portsmouth, en el seno de una familia con posibles que las deudas del padre llevó a la ruina. El pequeño Dickens no fue escolarizado hasta los nueve años. Su escasa formación será un argumento recurrente para sus críticos a lo largo de toda su vida. Pero él supo sacarle partido a esa rémora para convertirse en un gran observador de todo lo que lo rodeaba sin estereotipos creados y devorar los escasos libros que su padre no empeñó... como el Quijote. En 1824, cuando Dickens tenía 12 años, se produjo un hecho que marcó su vida y parte de su obra: las deudas llevan a prisión a su padre. Al pequeño Charles lo ponen a trabajar en una fábrica de betún por seis chelines semanales, con los que debía pagar su hospedaje y ayudar a su familia. El fallecimiento de la abuela paterna parecía que iba a cambiar las cosas: dejó en manos de la familia una herencia considerable, que la madre de Dickens utilizó para sacar de prisión a su padre, pero no a él de su esclavo y miserable trabajo, una experiencia próxima a la orfandad que él reflejó después en Oliver Twist. Dickens nunca perdonó a su madre por aquella decisión. La vida daría un giro de 180 grados cuando la familia se trasladó a Londres y él consiguió un trabajo de pasante en un bufete de abogados. Poco después, su capacidad de trabajo y sus ganas de plasmar todo lo que veía, acompañado por un curso de taquigrafía, le permitieron ser contratado por el Morning Chronicle como reportero político. Pero todavía estaba lejos de hacerse un nombre. Por eso, al rico padre de Maria le parecía que aquel jovencito no podía satisfacer las necesidades de su hija y acabó convenciéndola. Ella se casó con un hombre de mejor familia.
Después de la ruptura con Maria Beadnell, Dickens puso sus ojos en la joven Catherine Hogarth, cuyo padre, el avispado editor George Hogarth, los había puesto antes sobre él. El que sería su suegro -ya que en 1836 Charles y Catherine se casan- seguía sus crónicas, que iban más allá de lo político, llegando a convertirse en auténticas crónicas de sociedad, y le ofreció publicar una serie en esta línea bajo el seudónimo de Boz, para no entorpecer su labor como periodista político. Ese mismo año se lanzaron Los apuntes de Boz y Los papeles póstumos del Club Pickwick. Su éxito fue inmediato por dos motivos: la gente vio reflejado en ellos su vida cotidiana, entremezclando miserias y esperanzas y, además, al ser por entregas, era más fácil económicamente poder adquirirlos. En Catherine, Dickens encontró, más que una esposa, un ama de casa y una madre que le daría diez hijos. Su relación se deterioró pronto y solo se mantuvo por los imperativos de una sociedad estrictamente puritana (hasta el extremo de aconsejar, en aras del decoro, no mezclar en una misma estantería los libros escritos por hombres y por mujeres, a no ser que los autores estuviesen casados). Catherine vivía entre embarazos y depresiones y Dickens, a medida que triunfaba y se reafirmaba, se hacía más insufrible. La relación se hizo intolerable por momentos. Frederick Evans, quien publicó varios libros de Dickens, relató que no podía tolerar la rudeza de Dickens hacia su esposa, ya que «la insultaba gravemente en presencia de los niños, invitados y empleados».
El final de aquel matrimonio tuvo un guion propio de una novela de enredos. Dickens encargó un brazalete de oro y el joyero, pensando que era para su esposa, lo entregó en su casa. Pero aquella joya no era para Catherine, sino para Ellen Ternan, una joven actriz que Dickens -metido a empresario teatral a sus 45 años- había contratado para la obra The frozen deep. De nada sirvieron las explicaciones del escritor cuando decía que entre ellos no había nada y que en el mundo de la farándula era habitual hacer regalos a las actrices. En 1858 se separaron, pero no hubo divorcio, impensable en aquella época. Más aun para alguien como Dickens, una celebridad del momento. La sociedad victoriana que celebraba las Navidades con sus cuentos no hubiese aceptado que su gran autor dejase a su mujer y a sus diez hijos por otra mujer 27 años más joven que él. Habría sido un escándalo.
Dickens se esforzó mucho en mantener su relación con Ellen en secreto. Ni sus amigos conocían a Nelly, como él la llamaba, pese a que se veían hasta tres veces a la semana, sobre todo aprovechando los continuos viajes de él. Era su amante y su musa.
Para evitar ser pillados, Dickens alquiló un cottage en Slough, donde se podía encontrar con Nelly lejos de las miradas inquisitivas de Londres. También tuvieron, se cree, un nido de amor en Francia. Un documental de la BBC sugiere, de hecho, que en Francia tuvo Nelly un bebé, que murió poco después del parto. No hay información al respecto porque los editores y los biógrafos de Dickens se empeñaron en tapar esta relación. Era un escándalo inconveniente para el marketing de la época. Pero un accidente ferroviario en 1865 destapó el affaire o, al menos, alimentó los rumores. Regresando de Francia, el tren descarriló en Staplehurst. Murieron diez personas y más de 50 resultaron heridas. Seis vagones cayeron al río y un séptimo se quedó suspendido en el aire. En él iba Dickens con Ellen Ternan y su madre. Salieron ilesos del accidente, pero no indemnes en su privacidad. Ellen tenía ya 26 años y llevaba ocho de relación con el escritor, una relación que duraría aún cinco años más, hasta la muerte de Dickens, en 1870. Ella, cabe pensar, fue el gran amor de su vida, pero no hay pruebas irrefutables. Seis años después de la muerte del autor de Oliver Twist, Ellen se casó con un reverendo, con quien tuvo dos hijos. Su nueva familia nunca supo de su relación con Dickens. Ella jamás habló de ello con nadie ni dejó ningún escrito al respecto. Y eso que vivió 44 años más. En cambio, quien sí quiso que se reconociese no solo su papel como esposa, sino como mujer amada por el genio literario, fue Catherine. En su lecho de muerte, en 1879, le dio a uno de sus hijos las cartas que le había escrito Dickens durante su noviazgo con el encargo expreso de llevarlas al Museo Británico y un objetivo: «Que todo el mundo sepa que una vez me quiso».
Dickens con sus hijas maryores -Mary y Kate- -foto-en su casa de Londres. |
TÍTULO: ¿Qué noticias nos alteran últimamente?
Vamos a ver. Retengamos por una vez aquellas noticias que provocan escalofríos en determinadas personas e intentemos descubrir si son hechos reales los que están produciendo los escalofríos o si, por el contrario, no son sostenibles.
Primera sorpresa. Los países musulmanes, que esbozaron una verdadera revolución social, superando sus viejos esquemas feudales y confesionales, han dado marcha atrás, regresando al más puro islamismo. En vez de dar lugar a revoluciones que trastocaran sus viejos esquemas de poder autoritario, todo indica que apuntan a sociedades menos transparentes. No solo no proceden con la inevitable división de poderes que requiere la democracia moderna, sino que siguen otorgando un puesto privilegiado a los cabecillas tradicionales.
Segunda sorpresa. Los indicadores del predominio del dogma y las convicciones erradas aumentan; sus representantes se atreven a cuestionar libertades ya establecidas y consagradas en las Constituciones de los diferentes países. La movilización de las redes sociales permiten aumentar su visibilidad, contrarrestando de ese modo las innumerables ventajas sociales que ha supuesto su difusión.
Tercera sorpresa. La modernización de la cultura popular avanza muy lentamente y siguen en pie aberraciones que creíamos desaparecidas, como las siguientes: ¿sabían que nueve de cada diez personas siguen convencidas de que, cuando alguien las mira desde atrás, sienten como real su presencia? La mirada del curioso imaginado se transforma en la vía de contacto entre la curiosidad ajena y la percepción sentida en la espalda.
Cuarta sorpresa. La generalización de las prestaciones educativas, sanitarias, de entretenimiento y de seguridad ciudadana ha producido un deterioro del sistema de algunas de esas prestaciones. La generalización era lícita y necesaria, pero su aplicación ha ocasionado el colapso de determinadas prestaciones, como ha ocurrido en el campo sanitario. Solo había una manera de gestionar ese colapso, que consistía en revolucionar, por fin, las políticas de prevención; es decir, la activación de cuidados que evitaran o mermaran la demanda futura de prestaciones. Lamentablemente, no se ha hecho nada o casi nada para poner remedio a esos desequilibrios.
Quinta sorpresa. Seguimos con la desgana conocida para infundir o airear las competencias nuevas indispensables para que los jóvenes puedan encontrar trabajo. No hay señales de una corriente colectiva a favor de las técnicas de comunicación digital; de aumentar la capacidad de concentración; de la necesidad de aprender a trabajar en equipo de forma cooperativa y no solo competitiva; de no estar solo preocupados por el volumen de los contenidos académicos, sino también por el tipo de sensibilidad requerida en el nuevo mundo globalizado y, finalmente, de conciliar en su desarrollo y relaciones con los demás entretenimiento y conocimiento.
Me he guardado para el final la mayor sorpresa de todas las sorpresas. Muchos de los que ahora se ven obligados a buscar trabajo en otros países no tienen en cuenta que sus padres lo hicieron en peores condiciones y contextos ya a finales de los años cincuenta; a pesar de ello, buscaron con ansiedad la fortuna de encontrar trabajo con el que mantener a su familia. Su país de origen no les había dado más formación que la más primaria y ninguna cualificación. Muchos de los jóvenes que se van hoy día son universitarios y están preparados para aprender no en fábricas, sino en otras universidades o en trabajos cualificados. Hace sesenta años, aquella generación tuvo menos miedo, más coraje y decisión para ampliar su formación; demasiados jóvenes, en cambio, decidieron seguir amparados en la comodidad a la que accedieron sus progenitores tras numerosas y duras pruebas en otros horizontes.
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