Siempre me ha llama-do la atención la capacidad de adaptación del ser humano a lugares donde el clima es extremo, quizá porque desde niño he sido un apasionado de la meteorología y todo lo que la rodea. He dedicado los últimos 20 años a estudiar fenómenos atmosféricos y a divulgar muchos de ellos, pero ahora ha llegado el momento de experimentar los más extremos en mi propia piel.
Foto--HOMBRE DE LAS NIEVES. Mario Picazo, al borde de la congelación durante su peripecia siberiana.
Hace años que con Oriol Gispert, amigo y realizador, empezamos a diseñar un proyecto para televisión con el fin de mostrar cómo son los lugares de nuestro planeta donde el clima es más extremo y cómo vive la gente en esas condiciones. Suponía también una oportunidad única para mí: vivir esas durísimas sensaciones junto a los habitantes del lugar, sorprendentemente adaptados. Para comenzar, decidimos viajar al lugar habitado más frío del planeta: Oymyakon. Este pequeño pueblo se encuentra en la República de Saja (Yakutia), en el extremo oriental de Rusia, y ostenta un increíble récord: el 26 de enero de 1926, se registró una temperatura de 71,2 grados bajo cero. No han repetido nunca más esta marca, pero durante sus largos inviernos de nueve meses, las temperaturas mínimas (especialmente entre diciembre y febrero) suelen oscilar entre los 50 y los 65 grados bajo cero.
Conocidos estos datos, tenía claro que, antes de iniciar la aventura, era imprescindible abrigarse adecuadamente. No soy friolero, pero no tenía ni idea de cómo iba a responder mi cuerpo a esas impensables temperaturas. Miraba mi nevera y pensaba: "El congelador está sólo a -20 y todo está tieso ahí dentro...".
En pleno enero, el viaje hasta el Polo del Frío tenía todas las papeletas para ser largo y duro. Y así empezó. Después de día y medio entre vuelos y esperas en aeropuertos, llegamos a Yakutsk, la ciudad más fría del mundo y capital de la República de Saja. En esta región de tres millones de kilómetros cuadrados (seis veces el tamaño de España), vive apenas un millón de personas. Estamos en pleno corazón de Siberia (que significa "tierra dormida"). Aterrizamos descolocados debido al largo viaje y las nueve horas de diferencia horaria. Lo primero que me impacta es la visión exterior de la densa y heladora niebla. Un gran termómetro de neón rojo indica la temperatura: ¡-42 grados!
PELILLOS CONGELADOS. Nada más salir del avión, me cuesta respirar y los pelillos del interior de la nariz se me congelan instantáneamente. A los pocos segundos, empiezo a notar que las cejas y las pestañas también se van helando. El medio minuto de caminata por la pista congelada se me hace eterno. El autobús nos traslada hacia la terminal y yo me pregunto cómo puede un ser humano vivir durante meses y meses a 40 ó 50 grados bajo cero y adaptar su forma de vida a un entorno tan frío, tan hostil y adverso. Los demás pasajeros no parecen sufrir como lo hacemos Oriol y yo. La mayoría es gente de aquí, se han criado y han vivido en este clima extremo, y además van muy bien protegidos, con sus abrigos de visón, sus sombreros de piel de zorro y sus botas recubiertas de pelaje de reno.
Pasear por Yakutsk es todo un reto. La ciudad está envuelta en una tenebrosa niebla a través de la cual, y en ocasiones, se divisa el sol como si fuera una película. Yakutsk se encuentra a orillas del río Lena, uno de los más largos del mundo, y como gran parte de los pueblos y ciudades de Siberia, se construyó sobre lo que llaman permafrost, una superficie helada presente los 12 meses del año y que, durante el corto verano, se descongela en su parte superior. Un quebradero de cabeza para los arquitectos del lugar, que se las ingenian para elevar sus construcciones evitando, en la mayoría de los casos, que se hundan durante los meses de deshielo.
Es difícil resistir más de 15 minutos en la calle sin que se te caigan la nariz, las manos y los pies a pedazos. La gente va abrigada, pero muy elegante; este frío les es muy cotidiano y nadie pone cara de congelado. Los coches tienen doble cristal y los dejan en marcha cuando van al trabajo o a la compra para evitar así que se congele la gasolina o el mismo motor.
En Siberia, nadie habla español, pocos conocen el inglés y casi todos saben ruso, aunque la mayoría usa el saja, el idioma de Yakutia. Después de pasar el día comunicándome con mis mejores dotes de gesticulación, por fin conozco a Sergei, nuestro intérprete y compañero de viaje. Lo primero que me comenta es que la aventura que nos espera a partir de ahora será mucho más dura que lo vivido durante nuestro primer día de aclimatación en Yakutsk, y que el viaje a zonas remotas de Siberia no lo aguanta cualquiera...
Al día siguiente, en un avión de hélices de los años 50, volamos a Ust-Nera, pueblo minero donde el oro y los diamantes fueron en su día la atracción para muchos que buscaban hacer fortuna. El aire aquí también corta como un cuchillo, pero es algo más afilado que el de Yakutsk. ¡Estamos a 47 grados bajo cero!
AGUA QUE NO SE CONGELA. Nuestra presencia causa sorpresa y curiosidad: saludamos a las autoridades y acabamos saliendo en la prensa local. Al día siguiente, emprendemos viaje hacia el Polo del Frío. En la furgoneta viajamos Oriol, Sergei, yo, y ahora también Simon, nuestro guía local, y Boris, el Carlos Sainz del lugar. Los conductores como él son expertos mecánicos y llevan recambios de casi todas las piezas: "Si te quedas tirado en esta carretera, puedes aguantar unas tres horas antes de congelarte", nos animan los guías…
Después de una hora de viaje, paramos en medio de la nada y cumplimos con uno de los rituales de Yakutia: alimentar a la Naturaleza para que nos proteja durante el viaje. Deposito sobre la nieve un pedazo de empanadilla rusa y ofrezco como ofrenda un vasito de vodka. "Espero que a la señora Tierra le guste la merienda y que cumpla con su parte del trato", pienso.
Tras 12 horas de tránsito por la llamada carretera de los huesos (relatan que muchos muertos de las purgas de Stalin fueron enterrados bajo el asfalto), llegamos exhaustos a nuestro destino. Sólo nos hemos cruzado con un camión. Curiosamente, Oymyakon significa "agua que no se congela" y no porque no haga frío, sino porque el río Indirgika que pasa por el pueblo tiene aguas termales y un rápido caudal que impide que se hiele completamente. Los 909 habitantes que tiene el pueblo viven en casas unifamiliares de madera. No hay hotel, pero nosotros tuvimos la gran suerte de hospedarnos en casa de Tamara, gran cocinera, mejor anfitriona y documentalista de las tradiciones y cultura de la zona. Su casa es acogedora y, en su interior, nos recibió la temperatura perfecta: unos 20 grados, 65 más que en el exterior.
Con tanto frío, no es extraño que desayunos, comidas y cenas consistan en suculentos platos energéticos: pescado de río, carne de reno y caballo son habituales en el menú diario, y nunca faltan las mermeladas de mora, la mantequilla y el té servido a cualquier hora del día.
Hoy es sábado y nos acercamos al colegio donde la gente se refugia del frío y se reúnen para jugar al ajedrez y las damas o disfrutar de un torneo de ping-pong. Por la noche, en la casa de cultura, disfrutamos de un concierto a modo de karaoke y de una sesión de discoteca al estilo de cualquier pueblo pequeño de nuestro país. La diferencia es el frío, -47 grados.
PESCADO CONGELADO. En casa de Tamara, hay un reducido lavabo con un pequeño dispensador de agua a modo de cuentagotas. Éste es el principal inconveniente de muchas casas; como las tuberías se congelan, no tienen agua corriente, lo que significa que no hay ducha ni inodoro. De hecho, una de las situaciones más duras y definitivamente incómodas de esta aventura es salir a la calle y caminar unos 30 metros a casi 50 bajo cero para ir al baño... que es un agujero en el suelo.
A pesar de todo, la casa está bien acondicionada y la calefacción (a base de leña), calienta agua que circula constantemente por un circuito cerrado. Para calentar y cocinar, Tamara emplea una plancha de hierro que también utiliza leña.
En esta parte de Yakutia, los habitantes se dedican especialmente a la ganadería del reno y el caballo o a la pesca y a la caza. Como Mikhail Itegelov, un simpático criador de caballos que, junto con el cazador Ivan Egorov, mantiene unos 50 equinos a los que cada mañana alimenta y deshiela su pelaje. Los animales son sacrificados de un hachazo en la cabeza para comer su carne, de gran valor energético.
Por la tarde, vamos a pescar sobre hielo al río Indigirka. La pesca abunda y Egor Kanaev nos ha prometido una buena captura para la cena. Después de romper el hielo y hacer dos agujeros separados por unos 30 metros, ayudo a Egor con la red para colocarla de forma transversal a la corriente del río. Un método infalible para pescar; el único problema es que al no usar guantes para poder manejar la red debidamente acabas con las manos totalmente dormidas. Afortunadamente, tenemos nuestra recompensa al sacar la red y contabilizar 17 piezas de una especie de salmón. En apenas 15 minutos, todas se congelan, y por lo tanto, quedan libres de gérmenes. Esa misma noche Olev, el marido de Tamara, nos prepara el pescado: se come crudo, en tiras finas, con un poco de sal y pimienta.
EN CLASE. En Oymyakon hay muchos niños y todos parecen felices de vivir allí. Para ellos, el frío es parte del día a día y no parecen sufrirlo. Aun así, cuando la temperatura es inferior a 52 grados bajo cero, se cancelan las clases. El colegio está muy bien acondicionado gracias a la labor incansable de Afonasi, que alimenta 24 horas al día la central térmica de carbón situada a unos 200 metros de la escuela. Aquí todo el mundo depende de la calefacción: si deja de funcionar un día entero, se congelan las tuberías y se rompen. La reparación y puesta en marcha es una labor casi imposible en pleno invierno.
Oymyakon está en el mapa gracias a su temperatura récord de -71,2 grados y hasta tiene un monumento para conmemorarlo. Por eso, uno de los personajes mas populares es Valery Vinokourov, el hombre del tiempo del lugar (aunque vive de la caza) y a quien muchos consultan a diario. En el jardín de su casa tiene una garita meteorológica donde registra la temperatura oficial del pueblo. El día que paso con él no vamos a cazar, pero sí salimos en su moto de nieve a coger hielo del río. Como las casas no tienen agua corriente, hay dos opciones para tener lo justo para lavarse y cocinar: que la traiga un camión cisterna que saca agua directamente del río, o ir personalmente a buscarla y cortar bloques de hielo para luego fundirlos. Yo me quedo con lo del camión cisterna, porque no tengo ni palabras para relatar el frío que pasé ese día en la moto de nieve a toda velocidad con una temperatura de 49 grados bajo cero. Sin duda, ha sido el frío mas extremo que jamás he sentido. Con el viento en la cara, experimenté una sensación térmica de -80 grados. Terrible.
La última noche, para despedirnos, Mikhail, junto a sus amigos cazadores, nos organiza una opípara cena (grasa de caballo, hígado congelado de caballo, pescado crudo, moras del bosque, quesos caseros, pan y, cómo no, vodka y más vodka). Antes de irnos, la gente del pueblo nos ofrece un ritual en el que una hechicera vestida de blanco nos bendice, un niño canta a lo Joselito y varias jóvenes ataviadas con el traje local tocan el arpa de boca con una habilidad increíble. Al final, el joven alcalde Ruystam Crivoshapkin nos entrega el certificado que confirma que hemos visitado el Polo del Frío. Y certifica que somos los primeros españoles en llegar a Oymyakon.
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