El rey Carlos, nuestro emperador, el Grande, siete años enteros permaneció en España: hasta el mar conquistó la altiva tierra. Ni un solo castillo le resiste ya, ni queda por forzar muralla, ni ciudad, salvo Zaragoza, que está en una montaña. La tiene el rey Marsil, que a Dios no quiere. Sirve a Mahoma y le reza a Apolo. No podrá remediarlo: lo alcanzará el infortunio.
El rey Marsil se encuentra en Zaragoza. Se ha ido hacia un vergel, bajo la sombra. En una terraza de mármoles azules se reclina; son más de veinte mil en torno a él. Llama a sus condes y a sus duques:
-Oíd, señores, qué azote nos abruma. El emperador Carlos, de Francia, la dulce, a nuestro país viene, a confundirnos. No tengo ejército que pueda darle batalla; para vencer a su gente, no es de talla la mía. Aconsejadme, pues, hombres juiciosos, ¡guardadme de la muerte y la deshonra!
Nada temáis! Enviad a Carlos, orgulloso y altivo, palabras de servicio fiel y de gran amistad. Le daréis osos, y leones y perros, setecientos camellos y mil azores mudados, cuatrocientas mulas, cargadas de oro y plata y cincuenta carros, con los que podrá formar un cortejo: con largueza pagará así a sus mercenarios. Mandadle decir que combatió bastante en esta tierra; que a Aquisgrán, en Francia, debería volverse, que allí lo seguiréis, en la fiesta de San Miguel, que recibiréis la ley de los cristianos; que os convertiréis en su vasallo, para honra y para bien. ¿Quiere rehenes?, pues bien, mandémosle diez o veinte, para darle confianza. Enviemos a los hijos de nuestras esposas: así perezca, yo le entregaré el mío. Más vale que caigan sus cabezas y no perdamos nosotros libertad y señorío, hasta vernos reducidos a mendigar.
Cien mil franceses se entristecen por él y temen por Roland, invadidos por extraña angustia. Ganelón, el villano, lo ha traicionado: ha recibido del rey sarraceno grandes regalos, oro y plata, ciclatones y paños de seda, mulos y corceles, y camellos y leones. Marsil ha mandado por toda España a barones, condes, vizcondes, duques y emires, almocadenes e hijos de caudillos. Reúne en tres días cuatrocientos mil guerreros y por toda Zaragoza resuenan sus tambores. En la torre más alta se coloca a Mahoma y todos los infieles lo adoran y le rezan. Luego, a marchas forzadas, cabalgan todos a través de la Cerdaña; cruzan los valles, pasan los montes: al fin columbran los gonfalones de las gentes de Francia. La retaguardia de los doce compañeros no dejará de aceptar la batalla.
Olivier ha trepado hasta una altura. Sus ojos abarcan en todo el horizonte el reino de España y los sarracenos que se han reunido en imponente multitud. Relucen los yelmos en cuyo oro se engastan las piedras preciosas, y los escudos, y el acero de las cotas, y también las picas y los gonfalones atados a las adargas. Ni siquiera puede hacer la suma de los distintos cuerpos de ejército: son tan numerosos que pierde la cuenta. En su fuero interno, se siente fuertemente conturbado. Tan aprisa como lo permiten sus piernas, desciende la colina, se acerca a los franceses y les relata todo lo que sabe.
-He visto a los infieles -dice Olivier-. Jamás hombre alguno contempló tan cuantiosa multitud sobre la tierra. Son cien mil los que están ante nosotros con el escudo al brazo, atado el yelmo y cubiertos con blanca armadura; relucen sus bruñidas adargas, con el hierro enhiesto. Habréis de dar una batalla como jamás se ha visto. ¡Señores franceses, que Dios os asista! ¡Resistid firmemente, para que no puedan vencernos!
Los franceses exclaman: -¡Malhaya quien huya! ¡Hasta la muerte, ninguno de nosotros habrá de faltaros!
La batalla es prodigiosa y dura. Roland hiere sin descanso, y con él Olivier. El arzobispo dio ya más de mil golpes y no le van en zaga los doce pares, ni los franceses que juntos atacan. Por centenas y miles mueren los paganos. Quien no se da a la fuga, no hallará luego escapatoria: quiéralo o no, dejará allí su vida. Los francos van perdiendo sus mejores puntales. No volverán a ver a sus padres y parientes, ni a Carlomagno que los espera en los desfiladeros. En el país franco se levanta una extraña tormenta, una tempestad cargada de truenos y de viento, de lluvia y granizo, desmesuradamente. Caen los rayos uno tras otro, en rápida sucesión, y se estremece la tierra. Desde San Miguel del Peligro hasta los Santos de Colonia, desde Besançon hasta el puerto de Wissant, no hay una casa que no tenga las paredes resquebrajadas. Espesas tinieblas sobrevienen en pleno mediodía; ninguna claridad, salvo cuando se raja el cielo. A todo el que lo ve, invade el espanto. Algunos dicen:
-¡Esto es la consumación de los tiempos, ha llegado el fin del mundo! Pero ellos nada saben, no son ciertas sus palabras: es un inmenso duelo por la muerte de Roland.
El combate no duró mucho. En cuanto los francos se hubieron bañado en su propia sangre, los gascones robaron sus equipajes, arrojaron sus carros a los barrancos, tomaron las armas de los muertos y desaparecieron en la oscuridad que caía a la media tarde. ¡Qué tristeza experimentaba el rey por tan cruel revés! Qué pena le embargaba al pensar en los desaparecidos, en todos los excelentes vasallos que ha perdido: no sólo ha sido Roland uno de los valiosos caídos. Allí dejaron la vida, también, Anselmo, conde de la casa real, y el senescal Eggihard, entre otros. Tras sobreponerse a la sorpresa, enterrar a los muertos y levantar lo que quedó del desastre, el señor Carlos abandona la España de pérfido suelo. Nunca más volverá a ella.
Notas del autorSobre el célebre episodio de Roncesvalles, sólo disponemos de dos fuentes de información fidedignas: los Anales Reales y Vita Karoli Magni de Eginhard, a los que debemos añadir el epitafio del senescal Eggihard, que nos permite conocer la fecha del combate. Salvo que los agresores eran gascones y que el ejército franco sufrió una derrota de considerable resonancia (lo que no significa que fuera, forzosamente, muy sangrienta), nada es seguro. Sobre los móviles de los asaltantes, debemos circunscribirnos a las suposiciones: hostilidad hacia los francos, pero igualmente, sin duda, el saqueo. Ni siquiera puede asegurarse que la emboscada tuviera lugar en Roncesvalles, cuyo nombre no apareció sino más tarde.
Que el suceso impresionó a los contemporáneos, está claro. La prueba nos la proporciona, entre otras, la Chanson d’ Roland, posterior en más de dos siglos, y en donde el episodio se embellece y engrandece: Roland, Olivier y sus compañeros sucumben tras haberse enfrentado a dos ejércitos sarracenos. En cuanto al papel que en esta obra representa Ganelón, personaje imaginario (el nombre se tomó de un obispo que vivió con posterioridad), muestra cómo la memoria colectiva había conservado la idea de una traición, posiblemente a causa de lo que ocurriera en Zaragoza. Sin embargo, hay que destacar que las fuentes musulmanas callan este acontecimiento: o los sarracenos ignoraron el suceso o, teniendo conocimiento de él, no le dieron importancia.
Carlomagno no pudo aplicar castigos ante la acción hostil, tal vez por desconocimiento de la localización del enemigo. Eginhard nos cuenta, sobre este percance, en Vita Karoli Magni: «No hubo forma de vengar el fracaso pues, tras el asalto, el enemigo se dispersó de tal forma que no pudo conseguir dato alguno sobre los lugares en que se pudiera encontrar.»
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