TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO CON ALVER VUELVE A CASA,.
Finalmente, el tesoro de la fragata Mercedes vendrá a España. Lo ha decidido un Tribunal de Atlanta, en Estados Unidos: la empresa cazatesoros Odyssey se hizo con un pecio que no le pertenecía y debe devolverlo en un plazo breve de tiempo. Es hasta probable que, a la par que este artículo sea publicado, un par de aviones Hércules estén volando hacia Florida con el objetivo de cargar en sus tripas las 14 toneladas de monedas de oro y plata que estos chicos expoliaron secretamente en el año 2007. Las autoridades españolas reclamaron la propiedad e iniciaron diversas acciones judiciales en cuanto supieron que estos tipos habían localizado el lugar exacto del hundimiento de la fragata de don Diego de Alvear y se habían llevado los tesoros en un avión desde Gibraltar. Es buena noticia para nosotros, indudablemente. Para ellos, un palo.
¿Y para la memoria de Diego de Alvear? Imagínenselo. La historia apasionante de esa familia debería ser recordada por todos, y esta decisión de la justicia norteamericana colabora en ese sentido. Los Alvear venían en esa fragata desde las tierras del Río de la Plata, donde habían hecho fortuna. Regresaban a Cádiz la pareja y sus ocho hijos, además de toda la tripulación. Tras la larga travesía casi se atisbaban las costas de España. Cerca del Algarve aparecieron unos navíos británicos y amenazaron a la fragata con algunos disparos intimidatorios, cosa que sorprendió a Alvear ya que España e Inglaterra no estaban en guerra (lo estuvieron dos meses después). Era 1804, solo cien años antes de que, por ejemplo, naciera una de mis abuelas. Alvear se dirigió en una embarcación hacia donde estaban los navíos británicos al objeto de aclarar la situación y explicarles que se trataba de un barco familiar que volvía a casa. Sin embargo, aterrorizado, comprobó desde el mar cómo un cañonazo lanzado desde el lado inglés destrozaba la fragata española en cuya cubierta se encontraba asomada su familia, su mujer y siete de sus hijos. Tras ello, Alvear fue hecho prisionero y trasladado a Londres. Una vez allí, viendo los ingleses la barbaridad que habían cometido, fue puesto en libertad, a la par que la justicia le prometía una cuantiosa indemnización por la pérdida de sus bienes y la muerte de su familia. En aquel hundimiento, por cierto, murieron más de doscientas personas.
La indemnización, como pueden imaginar, no llegó nunca. Alvear volvió, pisó por fin tierra gaditana y se dispuso a vivir con una nueva esposa que conoció en las islas un buen día en que asistía a misa. Alvear, por lo que se ve, no era partidario de perder el tiempo: con esta joven inglesa tuvo diez hijos, nada menos. Defendió Cádiz ante las tropas francesas y fue nombrado gobernador de la Isla de León -hoy San Fernando-, volvió a Inglaterra, donde vivió más años, y regresó finalmente a Montilla a regir los negocios vinícolas que llevaban su nombre. Murió en Madrid en 1830 habiendo sido víctima de los vaivenes históricos de aquella España ora liberal, ora absolutista, siempre agitada.
La crónica de la vida de Alvear es de todo menos aburrida. Treinta años en lo que hoy es Argentina dejó en forma de herederos un importante legado: con su apellido llegó a haber hasta un presidente de la nación. Los hijos de la segunda tacada dejaron en España no poca herencia: uno de ellos, Alvear y Ward fue coetáneo y compañero de fatigas de Espronceda, discípulos ambos de Alberto Lista, emigrantes los dos en Londres y París, liberales de fuste y sufrimiento. Llegan sus descendientes, como es lógico, hasta nuestros días, y hoy podrán sentir una íntima satisfacción por la decisión de la justicia norteamericana: aquellos tesoros y aquella memoria que se hundió en el mar vuelven a la vida. De todo ello los americanos habrían hecho ya quince películas; nosotros, en cambio, no conocemos detalles generales de aquella época que tuvo en la batalla de Trafalgar (algunos creen que solo es una plaza de Londres y no saben ni dónde se sitúa) su vértice más trágico.
Honor y gloria a los Alvear y a los marineros de la fragata Mercedes. Bienvenidos de vuelta a casa.
TÍTULO: GENERALIZACIONES:
Hace un par de semanas, publiqué en ABC un artículo en el que, haciéndome eco del caso de un religioso que participaba en el célebre concurso televisivo Gran Hermano, lanzaba una diatriba contra el virus de la secularización infiltrado en el seno de órdenes y congregaciones religiosas. Aquel artículo mío provocó muchas reacciones, a favor y en contra, como me ha ocurrido en otras ocasiones; y, como en otras ocasiones, yo habría despachado tales reacciones favorables o adversas a beneficio de inventario si entre las segundas no se hubiese contado una de un tal José María Salaverri, religioso marianista, a quien había leído tiempo atrás unas consideraciones sobre Tintín, el personaje de Hergé, que captaron mi atención. En su respuesta a mi artículo, el padre Salaverri me afeaba que del caso de un religioso extraviado o confundido yo extrajese consecuencias generales que le parecían injustas y que echaban tierra sobre la «mucha santidad escondida y mucha entrega callada» que hay entre los religiosos.
Nada había, desde luego, más lejano en la intención de mi artículo que sepultar el trabajo sin medida de tantas personas admirables; pero toda generalización encierra un abuso, y un diagnóstico como el mío -en el que se hacía un juicio general partiendo de un hecho aislado, sin duda significativo pero en modo alguno representativo de esa multitud de religiosos y religiosas que diariamente son testigos del Evangelio- contenía cierta dosis de deshonestidad intelectual. Los reproches del padre Salaverri me sirvieron para recordar un artículo que yo mismo había escrito en esta revista, apenas un mes antes, glosando aquel pasaje evangélico en el que Jesús exclama: «Yo te alabo, Padre del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y las revelaste a los sencillos». En aquel artículo, yo había escrito: «¿Qué distingue la mente sencilla de un niño de la mente compleja de un sabio? No, desde luego, su mayor o menor credulidad, sino su repudio de las abstracciones frías, su apego a las cosas concretas y palpables». Para concluir que lo propio de un hombre de fe es repudiar las abstracciones frías, para abrazarse a las cosas concretas y palpables, «tan frágiles y menudas como un niño que manotea en un pesebre». Sin embargo, lo que yo había hecho en mi artículo sobre la vida consagrada era exactamente lo contrario: me había dejado arrastrar por una generalización -una abstracción fría-, en la que seguramente subyaciese un fondo, siquiera parcial, de verdad; pero ese fondo parcial de verdad palidecía al lado de tantos casos «concretos y palpables» de vocaciones religiosas ejemplares. Al generalizar sobre la vida religiosa, partiendo del caso de un religioso extraviado o confundido, me había comportando como uno de esos sabios a los que se refiere Jesús, a quienes se les ocultan las cosas que se les revelan a los sencillos.
En los días sucesivos a la publicación de mi artículo, tuve oportunidad de intercambiar varios emails con el padre Salaverri. En uno de ellos me refería cómo, reunido para rezar con sus hermanos de comunidad, había tratado de encajar mis generalizaciones -«dulcificación de la disciplina, relajación en la observancia de los votos, progresiva mundanización...»- en la realidad concreta y palpable de cada uno de sus hermanos, con resultados negativos, pues sólo veía en ellos a personas obedientes y trabajadoras, que cumplen sus votos con sencillez y dedican la jornada entera a la oración y al servicio a los demás. Y entonces, mientras leía las palabras del padre Salaverri, me pregunté: «¿En qué se quedan mis generalizaciones, comparadas con esos diez hermanos marianistas de la comunidad del padre Salaverri, que cada día se reúnen una hora para rezar ante el Santísimo?». Al enhebrar aquellas generalizaciones, ¿no había actuado como los fariseos del Evangelio, que colaban el mosquito y se tragaban el camello? ¿No había perdido el sentido de la proporción, al poner la lente de aumento sobre las lacras de la vida religiosa, sin considerar los ejemplos de santidad y abnegación secreta que cotidianamente nos ofrece? Y, sobre todo, ¿era mi diatriba el estímulo que la vida religiosa requiere, cuando la mayoría de los que se relajaron y asimilaron al mundo ya han dejado de ser religiosos, y cuando los que perseveran se esfuerzan por rectificar aquel rumbo errado?
De esta experiencia saco una enseñanza: «Cuando critiques y denuncies, que sea a algo o a alguien concreto, con razones y con verdad, sin generalizaciones».
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