Alaïa no quiere fotos en los desfiles, que celebra en la intimidad. Se negó a dirigir Dior y rechazó 'La Legión de Honor'. Greta Garbo le visitaba de incógnito .
Las mujeres le adoran y él las ama con locura. Nadie ha definido mejor a Azzedine Alaïa que su íntima amiga y popular artista Rossy de Palma: «Un hombre pequeño, tunecino, vestido siempre de chino, al que quiero».
Así es este costurero y zapatero nacido en una familia de recolectores de trigo de Jemmal. Solo mide 1,55 metros, pero su influencia es cada vez mayor. Quizá porque no es un mozalbete -cumplirá 72 años en junio- se atreve a decir lo que casi todos callan. Dio con la puerta en las narices al presidente de Dior, que le ofreció la sucesión de John Galliano tras el fulminante despido del creador gibraltareño. Se negó a ser «el siguiente capítulo de una historia triste». Disfruta dando puntadas de madrugada para acabar los encargos urgentes. Según Ingrid Sischy, editora jefe de 'Interview Magazine', Alaïa es dueño de una «consciencia corporal» modelada con sus propias manos.
Con su negativa a tomar las riendas de una de las míticas casas de alta costura denunció lo que es un secreto a voces: la «voracidad» de una industria que tritura las piezas más débiles. «Hay gente que solo piensa en trabajar, tomar drogas y medicinas. Ya hemos perdido a bastantes en este negocio y hay otros que siguen con este ritmo estúpido e inhumano. Ni el mejor de los genios de la tierra tiene tantas ideas», denuncia.
Alaïa ha dicho basta. Ha dejado de hacer alta costura. O, «mejor dicho», la hace cuando tiene tiempo. Lanza sus colecciones cuando están listas y nunca antes. Vive al margen de los dictados mediáticos. «Ahora hay diseñadores que preparan hasta ocho colecciones, y eso es imposible», confiesa este modisto, que siempre viste igual. Jamás se desprende de su chaquetilla china y, en toda su vida, solo ha tenido dos trajes que se compró hechos. Ni se los probó.
Caprichoso y terco
Azzedine ha denunciado la farsa de numerosos diseñadores -«marionetas» en manos de tiburones»- a los que pagan sueldos estratosféricos por dar carrete a un espectáculo al que han desprovisto de «autenticidad». Tímido, terco y caprichoso, marca sus tiempos sin importarle la legión de enemigos que le esperan con el cuchillo entre los dientes. Se ha enfrentado a la poderosa Anna Wintour al no incluir ningún vestido suyo en una exposición dedicada a las supermodelos. También ha reprochado la nula aportación «creativa» de Zara. «Pueden diseñar todos los días cosas nuevas, pero lo suyo no es moda», proclama.
Se mire por donde se mire, Alaïa es distinto. Celebra sus desfiles en la intimidad de su laberíntica casa del barrio parisino de Le Marais, donde vive y trabaja. En la presentación de su última colección habilitó los camerinos de las maniquíes en el comedor que comparte a diario con sus empleados. Llegó a París a finales de los años 50 tras pasar su infancia junto a sus abuelos, a los que consideraba sus verdaderos padres. «A mi madre nunca la llamé mamá, sino hermana, y mi padre siempre echó en falta que nunca le dijera papá».
Azzedine siempre ha vivido rodeado de mujeres que «me empujaban a aprender». Madame Pinot, una matrona a la que ayudó en algunos partos, le metió en la escuela de Bellas Artes de Túnez y la condesa de Blegiers le cedió una habitación de su lujosa mansión para acondicionar su taller. Era su mayordomo y modisto. Vestía a la señora, pero los fines de semana hacía también de canguro y cuidaba de sus niños. La aristócrata le facilitó una lustrosa lista de clientas, incluida Greta Garbo, que solía visitarlo de incógnito para las pruebas de vestuario. «No es demasiado alto, pero una vez que le conoces ya no puedes olvidarle», repetían todas las mujeres a las que les cogía las medidas.
Azzedine nunca hace publicidad de su ropa y en su último desfile pidió a su selecto grupo de invitados, entre los que figuraban Sofia Coppola o Donatella Versace, que se abstuvieran de hacer fotos. Así se las gasta. El pasado verano rechazó la Legión de Honor que le había preparado el Gobierno Sarkozy, ya que no quiere «más condecoración» que ver su ropa colgada en el cuerpo de las mujeres.
A las que se lo pueden permitir, porque es preso de sus contradicciones. Se le pone «la carne de gallina» al pensar en el precio de sus prendas. «Hace poco pregunté cuánto costaban unos zapatos míos y casi me muero», confiesa. Todas sus clientas se desviven por este diminuto hombre porque con sus creaciones consiguen ser recordadas por ellas mismas y no por la ropa que les pone encima. Ese es su gran secreto y triunfo. «Yo no trabajo para mí», reflexiona. Cuando diseña intenta realzarla lo máximo posible a unas mujeres, a las que, dice, hay que «quererlas, pensar en sus problemas, en su forma de vivir...»
Aunque no incluye a Madonna entre sus amigas -«simplemente conocida», detalla-, a Naomi Campbell la considera «una hija» y «un fenómeno». También adora a la heredera de Donatella Versace y a la cantante Grace Jones, que en un inolvidable momento cargó a Azzedine Alaïa en sus brazos sobre el escenario al recoger el premio al mejor diseñador del año de Francia. Tampoco tuvo que realizar un gran esfuerzo. Por algo es el creador más pequeño del mundo.
Las mujeres le adoran y él las ama con locura. Nadie ha definido mejor a Azzedine Alaïa que su íntima amiga y popular artista Rossy de Palma: «Un hombre pequeño, tunecino, vestido siempre de chino, al que quiero».
Así es este costurero y zapatero nacido en una familia de recolectores de trigo de Jemmal. Solo mide 1,55 metros, pero su influencia es cada vez mayor. Quizá porque no es un mozalbete -cumplirá 72 años en junio- se atreve a decir lo que casi todos callan. Dio con la puerta en las narices al presidente de Dior, que le ofreció la sucesión de John Galliano tras el fulminante despido del creador gibraltareño. Se negó a ser «el siguiente capítulo de una historia triste». Disfruta dando puntadas de madrugada para acabar los encargos urgentes. Según Ingrid Sischy, editora jefe de 'Interview Magazine', Alaïa es dueño de una «consciencia corporal» modelada con sus propias manos.
Con su negativa a tomar las riendas de una de las míticas casas de alta costura denunció lo que es un secreto a voces: la «voracidad» de una industria que tritura las piezas más débiles. «Hay gente que solo piensa en trabajar, tomar drogas y medicinas. Ya hemos perdido a bastantes en este negocio y hay otros que siguen con este ritmo estúpido e inhumano. Ni el mejor de los genios de la tierra tiene tantas ideas», denuncia.
Alaïa ha dicho basta. Ha dejado de hacer alta costura. O, «mejor dicho», la hace cuando tiene tiempo. Lanza sus colecciones cuando están listas y nunca antes. Vive al margen de los dictados mediáticos. «Ahora hay diseñadores que preparan hasta ocho colecciones, y eso es imposible», confiesa este modisto, que siempre viste igual. Jamás se desprende de su chaquetilla china y, en toda su vida, solo ha tenido dos trajes que se compró hechos. Ni se los probó.
Caprichoso y terco
Azzedine ha denunciado la farsa de numerosos diseñadores -«marionetas» en manos de tiburones»- a los que pagan sueldos estratosféricos por dar carrete a un espectáculo al que han desprovisto de «autenticidad». Tímido, terco y caprichoso, marca sus tiempos sin importarle la legión de enemigos que le esperan con el cuchillo entre los dientes. Se ha enfrentado a la poderosa Anna Wintour al no incluir ningún vestido suyo en una exposición dedicada a las supermodelos. También ha reprochado la nula aportación «creativa» de Zara. «Pueden diseñar todos los días cosas nuevas, pero lo suyo no es moda», proclama.
Se mire por donde se mire, Alaïa es distinto. Celebra sus desfiles en la intimidad de su laberíntica casa del barrio parisino de Le Marais, donde vive y trabaja. En la presentación de su última colección habilitó los camerinos de las maniquíes en el comedor que comparte a diario con sus empleados. Llegó a París a finales de los años 50 tras pasar su infancia junto a sus abuelos, a los que consideraba sus verdaderos padres. «A mi madre nunca la llamé mamá, sino hermana, y mi padre siempre echó en falta que nunca le dijera papá».
Azzedine siempre ha vivido rodeado de mujeres que «me empujaban a aprender». Madame Pinot, una matrona a la que ayudó en algunos partos, le metió en la escuela de Bellas Artes de Túnez y la condesa de Blegiers le cedió una habitación de su lujosa mansión para acondicionar su taller. Era su mayordomo y modisto. Vestía a la señora, pero los fines de semana hacía también de canguro y cuidaba de sus niños. La aristócrata le facilitó una lustrosa lista de clientas, incluida Greta Garbo, que solía visitarlo de incógnito para las pruebas de vestuario. «No es demasiado alto, pero una vez que le conoces ya no puedes olvidarle», repetían todas las mujeres a las que les cogía las medidas.
Azzedine nunca hace publicidad de su ropa y en su último desfile pidió a su selecto grupo de invitados, entre los que figuraban Sofia Coppola o Donatella Versace, que se abstuvieran de hacer fotos. Así se las gasta. El pasado verano rechazó la Legión de Honor que le había preparado el Gobierno Sarkozy, ya que no quiere «más condecoración» que ver su ropa colgada en el cuerpo de las mujeres.
A las que se lo pueden permitir, porque es preso de sus contradicciones. Se le pone «la carne de gallina» al pensar en el precio de sus prendas. «Hace poco pregunté cuánto costaban unos zapatos míos y casi me muero», confiesa. Todas sus clientas se desviven por este diminuto hombre porque con sus creaciones consiguen ser recordadas por ellas mismas y no por la ropa que les pone encima. Ese es su gran secreto y triunfo. «Yo no trabajo para mí», reflexiona. Cuando diseña intenta realzarla lo máximo posible a unas mujeres, a las que, dice, hay que «quererlas, pensar en sus problemas, en su forma de vivir...»
Aunque no incluye a Madonna entre sus amigas -«simplemente conocida», detalla-, a Naomi Campbell la considera «una hija» y «un fenómeno». También adora a la heredera de Donatella Versace y a la cantante Grace Jones, que en un inolvidable momento cargó a Azzedine Alaïa en sus brazos sobre el escenario al recoger el premio al mejor diseñador del año de Francia. Tampoco tuvo que realizar un gran esfuerzo. Por algo es el creador más pequeño del mundo.
TÍTULO: TERREMOTO DE ITALIA:
El pívot español está entrenándose con la Benetton de Treviso.
"Moncasi sufre el terremoto de Italia: "Me he tenido que ir a dormir al coche en la calle".
Con una intensidad inicial de 6,3 grados; el epicentro del seísmo está situado a 35 kilómetros al norte-noroeste de Bolonia y a 70 kilómetros al este de la ciudad de Parma.
El terremoto ha provocado al menos 5 muertos y 50 heridos.
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