TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO CON EL COMPLICADO ASUNTO DE LA TORRE PELI:
La conocida como Torre Pelli es un proyecto original del arquitecto César Pelli desarrollado en Sevilla y nacido en el seno de una cierta controversia local, semejante, en principio, a las que determinadas obras tenidas por simbólicas han suscitado en lugares como Barcelona, Murcia o Madrid. La torre sobrepasa en más de cincuenta metros la altura de la Giralda y está ubicada en un punto sensiblemente visible de la ciudad: cambia el paisaje conocido de Sevilla y altera el equilibrio de las alturas. A unos les gusta; a otros, no; unos consideran que es un paso a la modernidad; otros, que es una apuesta cateta por la desnaturalización de la urbe. Más allá de consideraciones estéticas o de oportunidad, la Torre Pelli ha desatado una confrontación de administraciones y de intereses públicos y privados de muy difícil solución. La torre, asumida por Cajasol -hoy, Banca Cívica- y planeada como centro de negocios y área comercial sin comparación en la ciudad, está a medio edificar y cuenta, según sus patrocinadores-propietarios, con todos los parabienes legales y autorizaciones precisas. Ciertamente, las diferentes administraciones concedieron las licencias necesarias para que fuera levantada: no obstante, el nuevo Ayuntamiento del Partido Popular ha manifestado su contrariedad y ha estudiado diversos procedimientos para impedir que las obras sigan alzando más pisos, acogiéndose a que la Unesco, en el caso de observar inoportunidad, retire la clasificación de Sevilla como Patrimonio de la Humanidad. Lamentablemente para quienes están en contra de que la torre alcance las cuarenta plantas, el Ayuntamiento tiene poco margen de maniobra: Cajasol -insisto, Banca Cívica- alega justamente tener en regla los permisos y exige ser indemnizada con una cifra inalcanzable para las arcas municipales. Si la torre se quedara en las veinte plantas actuales, la Caja podría exigir una cantidad cercana a los ciento cincuenta millones de euros -superior al valor de las famosas y espantosas `setas´ de la plaza de la Encarnación-, cantidad que el gobierno municipal no tiene ni por asomo o que, si tuviera, no podría gastarse ni en broma. Si lo hiciera por las bravas, se enfrentaría a una acción legal de la que difícilmente podría zafarse, ya que los papeles bendecidos por la anterior corporación permiten subir y subir. Por no hablar de la reacción del `artista´: asegura César Pelli que, si le tocan un ladrillo, no firma el proyecto y no quiere saber nada de la torre, diga lo que diga la Unesco y la madre que parió a la Unesco. La Unesco, por cierto, ha amagado con un informe no entusiasta acerca del impacto de la obra, pero es sabido que tan peculiar institución suele tener carácter influenciable -una especie de COI, vamos-, y sus dictámenes no son, casi nunca, dolomíticos. Se cita el caso de Dresde, ciudad que por la construcción de un puente podía perder la calificación mentada: el alcalde, para quitarse la papeleta de encima, convocó un referéndum. Ganó el puente. Si en Sevilla, por el contrario, se tomase una decisión así, el resultado no sería tan claro como en el caso de la ciudad alemana. Total, que callejón sin salida. Solo queda abierta una posibilidad y no pasa de ser un acuerdo cosmético: la propiedad aceptaría rebajar en dos o tres plantas la altura del engendro a cambio de alguna compensación inmobiliaria, con lo que el Consistorio salvaría la cara y la propietaria de la obra salvaría el edificio. Pero Sevilla no salvaría la polémica. El regalo postrero del anterior gobierno municipal, empeñado en pasar a la historia mediante proyectos con firma, de impacto indudable, dejará rastro durante años en la vida cotidiana de los sevillanos, que tendremos que convivir con la nueva referencia visual de la ciudad, nos guste más o menos. La idoneidad del lugar en el que se construye es ciertamente discutible; la necesidad en el momento actual de un centro de negocios de esa envergadura, también; el atractivo del diseño, tres cuartos de lo mismo (la Torre de Jean Nouvel en Barcelona vivió episodios parecidos, siendo espléndida, pero ni estaba donde esta ni impactaba sobre más Patrimonio que la lejana Sagrada Familia), y el debate que suscita entre partidarios y enemigos se avinagra por momentos. Pero veremos qué nos depara el tiempo una vez se haya asentado sobre sus ciento cincuenta metros de estructura. Conviene que nos vayamos haciendo a la idea de tenerla por vecina.
TÍTULO: Operación de imagen:
Hace algunas semanas, se difundía en la prensa que el nuevo gobierno había ofrecido al escritor Mario Vargas Llosa la presidencia del Instituto Cervantes; a los pocos días sabíamos que el premio Nobel había declinado la oferta. El episodio es, desde luego, estrafalario; y, si yo fuera presidente de ese nuevo gobierno, empezaría por destituir al cantamañanas que filtró el ofrecimiento a la prensa, antes de que se viera coronado por el éxito. Si pavonearse de las conquistas siempre tiene sus riesgos, pavonearse de las pretensiones que luego acaban en desdenes o rechazos es del género idiota; pero no es esta la reflexión que me incita a escribir sobre el asunto.
Ofrecer a Mario Vargas Llosa la presidencia del Instituto Cervantes no es, en el fondo, sino lo que ahora llaman una `operación de imagen´; y que más precisamente debería llamarse alarde megalómano o delirio de grandeza. Lo de menos es que Vargas Llosa, años atrás, ya hubiese rechazado una oferta semejante; o que públicamente hubiese retirado su apoyo al partido que ahora ha conquistado el poder, para entregárselo a otro de reciente creación. Ciertamente, tales antecedentes añaden al delirio de grandeza sus ribetes de masoquismo chusco, pero tampoco es esta la reflexión que me incita a escribir sobre el asunto. Lo que salta a la vista es que en el ofrecimiento hay un intento de parasitar la celebridad o el prestigio de la persona supuestamente honrada por el ofrecimiento; costumbre muy de nuestro tiempo, en el que se ha perdido el sentido de las proporciones y el pequeño trata de aumentar su estatura, subiéndose a hombros del gigante. Sin entrar en consideraciones sobre la talla literaria de Vargas Llosa, resulta evidente que -siquiera en el mercado de las vanidades mundanas- un premio Nobel, reverenciado por tirios y troyanos, nada tiene que ganar aceptando un puesto administrativo; y sí en cambio mucho que perder, pues enseguida tirios y troyanos se aprestarían a hincarle el diente.
Pero este intento de parasitar la fama o el prestigio ajeno con un ofrecimiento desproporcionado (por chiquito) es, como digo, moneda de uso corriente en nuestra época. Lo más llamativo del asunto es que el cargo que se le ofrecía a Vargas Llosa era, según nos ha contado la prensa, más bien de boato o relumbrón; es decir, se aceptaba que Vargas Llosa, siendo un escritor solicitadísimo y encumbrado, no iba a poder asimilar las cargas y compromisos propios de un puesto ejecutivo. Su misión no hubiese sido otra sino darle lustre al Instituto Cervantes, a modo de florero o cortinaje suntuoso que se muestra a las visitas, para que se mueran de envidia y pongan los ojillos en blanco; lo que nos permite penetrar un poco más en los mecanismos de la `democracia mediática´, donde la acción política se convierte en una tramoya o trampantojo en el que importan mucho más los `gestos´ que se lanzan a la galería que su sustancia propia. Al anterior gobernante que padecimos se le acusaba con frecuencia de hacer una «política de diseño», solo atenta a epatar con efectismos inanes que distrajesen la atención de los asuntos medulares; y así se interpretaba -seguramente con razón- que en sus discursos soltase frases eufónicas pero perfectamente memas, o que nombrase ministras a jovencitas inexpertas, cuya ignorancia era al menos tan descomunal como su morro. Pero sospecho que tales usos no eran exclusivos de aquel gobernante depuesto, ni tampoco de los gobernantes recién puestos, sino que son constitutivos de esta fase de degeneración democrática, en la que el ejercicio del poder se ha contaminado de los modos y argucias propios de la propaganda y el espectáculo; y en donde la adhesión de los fieles -o la tolerancia de los detractores- se logra mediante golpes de efecto sensacionales, cuanto más grandilocuentes, mejor. Se trata de adornar la casa con jarrones y cortinajes suntuosos, aunque la casa carezca de calefacción y hasta de agua corriente. ¡Total, esas minucias no se aprecian en las fotos!
En el fondo, ofrecer la presidencia del Instituto Cervantes a Vargas Llosa obedece a la misma lógica que ofrecer la presidencia de la Filmoteca Española a Penélope Cruz. A alguien la comparación podrá parecerle frívola; pero el mecanismo mental que guía el ofrecimiento es exactamente el mismo: delirios de grandeza mezclados con un entendimiento de la acción política como puro espectáculo. Lo que ahora llaman `operación de imagen´.
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