Los científicos están empeñados en
descifrar el ADN de nuestra flora bacteriana. Según dicen, influye en
nuestra salud más que los genes que hayamos heredado. Descubra cómo
convertir al enemigo en aliado. ¡Germinícese!
«El ser humano es un recipiente optimizado para el
crecimiento y la propagación de los microbios que lo habitan». Esta
definición de Justin Sonnenburg, microbiólogo de la Universidad de
Stanford, es una cura de humildad. Parafraseando a Ortega: yo soy yo y
mis microbios. No es una exageración. Vistos al microscopio,
solo somos humanos en un diez por ciento; por cada célula estrictamente
nuestra hay unos diez microbios residentes. Es más, el genoma humano
solo representa el uno por ciento de la información genética de la que
somos portadores. Ese mapa ya se secuenció. Pero ahora los científicos
están empeñados en conocer el ADN de nuestra flora bacteriana. ¿Por qué
ese interés?
«Porque este 'segundo genoma' ejerce una influencia
en nuestra salud tan importante como la de los genes heredados de
nuestros padres. Con una diferencia, los genes son más o menos
inmutables; la flora microbiana es cambiante. Y podemos cultivarla como
si fuera un jardín interior», asegura Michael Pollan,
divulgador científico que participa en el American Gut Project, una
iniciativa de la Universidad de Colorado para secuenciar los
'microbiomas' de cientos de voluntarios, que donan muestras de saliva,
piel y heces.
«He empezado a pemsar en mí mismo en primera persona
del plural, como en un superorganismo», confiesa Pollan en un artículo
de la New York Times Magazine.
Y explica que hay tres tipos de
microbios: los comensales, una especie de gorrones inofensivos; los
patógenos (minoritarios) y los mutualistas, especializados en el
intercambio de favores. «El problema es que estamos
acostumbrados a pensar en los gérmenes como si todos fueran enemigos,
cuando muchos de ellos pueden convertirse en nuestros aliados».
Los
trastornos en nuestro ecosistema microbiano, como una reducción en su
diversidad o una proliferación anormal de gérmenes 'malos', nos
predisponen a sufrir infecciones y enfermedades crónicas e incluso a la
obesidad.
Algunos investigadores creen que también es una de las
causas del incremento de enfermedades autoinmunes en los países
occidentales. Nuestros microbios residentes ayudan al sistema
inmunológico a distinguir entre amigo y enemigo, para que no se vuelva
loco a la hora de tratar con toda clase de alérgenos en potencia. Y
dificultan la irrupción de los patógenos mediante la ocupación de
nichos potenciales o haciendo que el entorno resulte inhóspito a los
invasores.
Una hipótesis considera que el origen de las
enfermedades autoinmunes está en el epitelio que recubre nuestro
conducto digestivo; una piel interna cuya superficie bastaría para
recubrir una pista de tenis y que ejerce de mediadora en nuestra
relación con el mundo exterior. Por allí pasan unas 50 toneladas de
alimentos en el curso de una vida. Si atacamos a los microbios
que regulan la barrera epitelial, esta se torna más permeable y se
originan brechas y filtraciones. Patógenos, residuos tóxicos y proteínas
pueden abrirse paso hasta la sangre y hacer que el sistema inmunológico
reaccione de manera desmedida.
¿Por qué hemos 'subcontratado' un sistema tan crucial para nuestra vida a un puñado de microbios?, se pregunta Pollan.
«Porque
ellos evolucionan con mucha mayor rapidez que nosotros (una generación
nueva cada veinte minutos) y pueden responder a los cambios y amenazas
en el entorno con más agilidad. Las bacterias son capaces de
intercambiar genes y fragmentos de ADN entre sí». Pero llevamos
desde los tiempos de Louis Pasteur, allá por el siglo XIX, en guerra
contra los gérmenes, sin distinguir entre justos y pecadores. Nadie duda
de la aportación de los antibióticos a la civilización: nos han ayudado
a vencer enfermedades infecciosas y a incrementar nuestra esperanza de
vida. Pero esta contienda ha tenido daños colaterales, como la
'deforestación' del microbioma occidental. Los científicos comienzan a
hablar de una ecología de la recuperación; no de bosques tropicales,
sino de nuestras tripas.
Catherine Lozupone, microbióloga en la
Universidad de Denver, ha publicado en Nature un estudio sobre las
distintas comunidades microbianas en las barrigas de los habitantes de
países industrializados y de comunidades rurales de África y Sudamérica.
Resultado: menor biodiversidad en Occidente.
¿Causas? Mayor
consumo de antibióticos, alimentos procesados en la dieta, toxinas
ambientales y menor exposición a las bacterias en la vida cotidiana.
Todo esto puede ayudar a entender por qué, si bien estas poblaciones
rurales son más propensas a enfermedades infecciosas y tienen menor
esperanza de vida, a la vez padecen menos enfermedades crónicas, como
alergias, asma, diabetes o dolencias cardiovasculares.
María
Gloria Domínguez-Bello, de la Universidad de Nueva York, ha viajado a
parajes remotos del Amazonas con poco contacto con los occidentales.
«Queremos saber el aspecto de la flora microbiana humana antes de los
antibióticos y la dieta moderna». En sintonía con Lozupone,
llega a la conclusión de que el microbioma prístino tiene una mayor
biodiversidad que el actual. Una bacteria en peligro de extinción es la
Helicobacter pylori, que la medicina trata de exterminar desde los años
ochenta pues la considera culpable de las úlceras estomacales.
El
problema de eliminarla es el precio que se debe pagar: aumentan los
casos de reflujo ácido, que puede llevar a sufrir esófago de Barrett y,
con el tiempo, cáncer de esófago.
Otro de los pioneros de esta disciplina, entre la biología y la ecología, es Rob Knight, de la Universidad de Colorado.
Sus
trabajos sobre genética microbiana lo llevan a conclusiones
reveladoras. Por ejemplo, los gérmenes de una familia que vive bajo el
mismo techo son parecidos, lo que apunta a la importancia del entorno.
La presencia de un perro en el hogar tiende a mezclar las comunidades
microbianas asentadas en la piel de los distintos miembros, por efecto
de los lametones y las caricias.
La colonización
microbiana en el intestino de un bebé es sorprendente. Es una pizarra en
blanco en el útero. El proceso empieza durante el parto, que expone al
bebé a una amplia gama de microbios maternos. Los niños nacidos
por cesárea -un proceso más estéril en comparación- no adquieren los
microbios presentes en la vagina y los intestinos de la madre. En
consecuencia, sus sistemas inmunológicos pueden desarrollarse de manera
deficiente.
Una de las ventajas insospechadas de la leche
materna es que está diseñada no solo para alimentar al bebé, sino a los
microbios de su barriga; por esa razón contiene oligosacáridos, unos
carbohidratos complejos que los bebés no pueden digerir porque aún no
tienen las enzimas necesarias; pero que sirven de 'abono' a su flora
bacteriana. Esta se estabiliza hacia los tres años de edad. Y
ya es parecida a la de los adultos. Pero un cambio de dieta o el consumo
de antibióticos pueden modificarla o incluso arrasarla. Adquirimos de
nuestros padres los microbios iniciales, pero los siguientes proceden
del entorno. «El mundo está recubierto por una fina pátina de heces»,
explica Stanley Falkow, microbiólogo de la Universidad de Stanford.
Incluso el polvo doméstico contiene partículas fecales. Paradójicamente,
la exposición desde pequeños a cierta suciedad puede fortalecer la
comunidad intestinal y hacer que estas personas sean más resistentes a
las alergias y enfermedades autoinmunes que otras que han crecido en
entornos más higiénicos.
Las bacterias también contribuyen
a la producción de neurotransmisores, como la serotonina, que regulan
los niveles de estrés y pueden cambiar el carácter, como se ha
comprobado en experimentos de trasplante de microbios intestinales en
ratones. Por cierto que estos microbios cuidan de sus propios
intereses, y uno de ellos es el de conseguir alimento suficiente. Ellos
mismos regulan nuestro apetito. Y que tengamos una buena digestión
depende de que ellos queden satisfechos.
La dieta occidental
también está alterando el microbioma estomacal de forma inquietante; en
especial, la falta de fibra. Nuestro régimen de azúcares y grasas que
absorbemos con rapidez lleva a que billones de microbios carezcan de sus
alimentos preferidos: los carbohidratos complejos y las fibras
vegetales fermentables.
«El gran problema es que muchos
alimentos han sido procesados para su rápida absorción, de forma que
casi nada llega al intestino inferior. Pero una de las claves para la
salud es que la fermentación tenga lugar en el intestino grueso»,
recomienda Stephen O'Keefe, gastroenterólogo en la Universidad de
Pittsburgh. Se vislumbran algunas terapias
novedosas, como los trasplantes fecales, esto es, la instalación de
microbios de una persona sana en el intestino de un enfermo para
combatir de esa manera patógenos resistentes a los antibióticos; el
cultivo de especies microbianas especializadas en reparar lesiones o
luchar contra ciertas toxinas; o los alimentos terapéuticos. «Mientras estas nuevas terapias llegan -sugiere Pollan-, empecemos por cultivar nuestro descuidado jardín interior».
Todo lo que los microbios pueden hacer por usted
En el parto:
Los primeros microbios 'buenos' los adquiere el bebé durante el parto a
través de la propia vagina de su madre. Los bebés nacidos por cesárea
tienen más alergias, asmas y problemas autoinmunes. Algunos
investigadores proponen usar una torunda de algodón estéril para empapar
a estos recién nacidos con secreciones vaginales maternas.
En la leche materna:
La leche materna no es, como se creía, estéril. Por el contrario, es
tanto prebiótica (lo que implica que es un alimento para los microbios)
como probiótica (es decir, introduce en el cuerpo una población de
microbios beneficiosos para el organismo). Eso hace que las barrigas de
los bebés alimentados exclusivamente con biberón no estén perfectamente
colonizadas.
En unas manos sucias:
Que los niños jueguen en el jardín o en un parque fortalece su sistema
inmunológico. Conviene lavarse las manos allí donde pueda haber
patógenos o tóxicos químicos, pero no es tan necesario tras acariciar al
perro de compañía. El cepillo de dientes debería estar a más de dos
metros del retrete, ya que al tirar de la cadena parte de los contenidos
se aerosolizan.
En una ensalada: La sugerencia
de lavar bien los alimentos antes de consumirlos parece muy sensata en
un mundo lleno de pesticidas. Pero el abuso de compuestos
antimicrobianos, desde la práctica de lavar la lechuga con cloro hasta
los jabones líquidos esterilizadores de manos, acaba con todos los
gérmenes, no solo con los patógenos. Lo mejor es lavar, pero sin
pasarse.
En la fibra: Es conveniente reducir el
consumo de alimentos procesados, pues carecen de fibra. Para
contrarrestar este déficit, la industria alimentaria ha agregado inulina
(raíz de achicoria) a centenares de productos para incrementar así los
niveles de fibra, pero es mucho más eficaz el consumo de diversos granos
integrales, frutas y verduras directamente.
En algunos alimentos:
Los investigadores se muestran poco entusiasmados y, en muchos casos,
poco partidarios de los alimentos probióticos (con microorganismos
adicionados; por ejemplo, los bífidus). Prefieren los prebióticos
naturales, que favorecen la extensión de las bacterias benefactoras ya
presentes, como la alcachofa, el ajo, el espárrago, los cereales, las
frutas...
En un yogur:
Los especialistas aconsejan comer alimentos fermentados, como el yogur o
el pan de masa madre. Y también favorecer la fermentación en el
intestino inferior con una dieta rica en verduras con sus diversas
fibras: almidones resistentes (plátanos, avena, judías), fibras solubles
(cebollas, tubérculos, frutos secos) e insolubles (salvado,
aguacates).
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