Visita al que fue su asistente personal en la celda y le permite abandonar la cárcel, aunque no recuperará sus antiguos quehaceres
Benedicto XVI y Paolo Gabriele, 'Paoletto', su mayordomo
durante más de cinco años, se vieron ayer por primera vez las caras
desde que este se reveló como el principal protagonista del escándalo
'Vatileaks', al ser detenido en mayo por robarle documentos
confidenciales y filtrarlos a un periodista. El Papa le visitó en la
cárcel de la Gendarmería vaticana, donde cumplía su condena de año y
medio, y tras hablar unos quince minutos le dio su perdón. Fue un
momento «muy intenso», aseguró el portavoz vaticano, Federico Lombardi.
Luego Gabriele quedó libre y ya pasó la tarde de ayer en casa con su
familia. Casado y con tres hijos, vecino de la propia Ciudad del
Vaticano, estaba cantado que antes de Navidad sería indultado. Dentro de
lo surrealista que ha sido este escándalo, daba una imagen un tanto
negativa que pasara estas fechas de amor y fraternidad entre rejas, a
dos pasos del centro de la fe católica y el gran belén montado en la
plaza de San Pedro.
«Se ha tratado de un gesto paterno hacia una persona con
la que el Papa ha compartido durante algunos años una cotidiana
familiaridad», explicó una breve nota de la Secretaría de Estado.
También ha recibido el indulto el otro imputado en el caso, el técnico
informático Claudio Sciarpelletti, acusado de complicidad y condenado a
dos meses, pero que ni siquiera llegó a entrar en prisión. Había vuelto a
su trabajo, aunque en otro departamento sin acceso a material
reservado, la oficina de Estadística.
El comunicado de ayer terminaba con el aspecto más
interesante que quedaba por resolver, el futuro de 'Paoletto: «Aunque no
pueda retomar el trabajo precedente y continuar viviendo en el
Vaticano, la Santa Sede, confiando en la sinceridad del arrepentimiento
manifestado, prevé ofrecerle la posibilidad de reanudar serenamente su
vida junto a su familia». Es decir, le buscarán un hueco en alguna
estructura eclesiástica y le seguirán manteniendo. Es otro efecto
extraño de la complejidad de la situación para el Vaticano: también
quedaría mal que pusieran en la calle a una familia. Pero ha pesado aún
más la necesidad de no perder el control sobre Gabriele, pues con todo
lo que sabe y lo que ha callado era un peligro dejarlo suelto sin un
empleo. Podían lloverle las ofertas para contar su vida.
Tres cardenales 'detectives'
En realidad, todo se ha cerrado en falso y se ha resuelto
muy a la italiana, con apaños, pantomimas, perdón, arrepentimiento y
aquí no ha pasado nada. De fondo queda una gran niebla, porque poco se
sabe realmente de lo que ha pasado. Sí ha salido mucha información
explosiva, una filtración de papeles sin precedentes, pero otra cosa es
saber lo que había detrás. Se intuye una guerra de bandos en la Curia y
una maniobra contra el secretario de Estado, Tarcisio Bertone, muy
cuestionado, para desacreditarle. Fue un objetivo plenamente logrado,
pero Ratzinger le confirmó su confianza en medio del chaparrón y sigue
en su puesto. La investigación conocida que llevó al arresto del
mayordomo se ha quedado en la superficie, sin entrar en las posibles
complicidades de las altas esferas. La investigación buena es otra que
el Papa ha encargado a una comisión de tres cardenales 'detectives' y
que ha podido interrogar a una treintena de prelados y autoridades. Su
informe no se ha hecho público y probablemente nunca se conocerá. Se
ajustarán cuentas de puertas para adentro.
Hay muchas preguntas sin responder. Nadie se cree que
'Paoletto' actuara solo y no se ha encontrado al autor de otras
filtraciones a medios italianos, pues el mayordomo solo ha admitido
haber sacado el material publicado en el libro 'Su Santidad', de
Gianluigi Nuzzi. En casa de Gabriele se hallaron un millar de papeles
importantes y solo se ha difundido menos de un centenar, no se sabe si
los otros llegaron a salir de los muros vaticanos.
TÍTULO: DARLE AL 'PLAY' CON ARTE,.
Sentado en una silla de ruedas, el artista coreano Nam June Paik avanzaba por los pasillos del Guggenheim en 2001 viendo su propia obra ...
Sentado en una silla de ruedas, el artista coreano Nam
June Paik avanzaba por los pasillos del Guggenheim en 2001 viendo su
propia obra como quien mira los episodios más memorables de una vida.
Capítulos condensados en televisiones sin tubos ni lámparas en su
interior y con la llama de una vela, pantallas con la silueta en colores
de los visitantes captada por unas cámaras, vídeos, instalaciones y
grabaciones de performances. «Ya me puedo morir feliz», musitaba el
creador, contento con el resultado. A su alrededor, seguidores ya
célebres del maestro, artistas como Antoni Muntadas, pionero en el uso
de la tecnología en España y premio Velázquez, el más prestigioso que
concede el Estado.
Nam June Paik, que falleció en 2006, supone al videoarte,
tan en boga en la actualidad, lo que las cuevas de Altamira a la
pintura: el comienzo de todo. Según cuentan los libros, el origen de
este género se sitúa en el momento en que el coreano se hace con una
Sony Partapak, un modelo de videocámara que aún no había salido al
mercado, y graba la procesión del Papa Pablo VI por Nueva York en 1965.
Esa misma tarde proyecta el resultado en el café A Go Go
del Greenwich Village ante un grupo de artistas, lo que vino a ser como
el parto de esta corriente. Las cámaras de ocho o dieciséis milímetros
que usaba Andy Warhol, y su tedioso proceso de revelado, empezaban su
declive.
El videoarte, el uso de la imagen en movimiento con fines
artísticos y en soporte vídeo, desde hace años digital, es ya histórico
y también lo último. Miles de creadores lo eligen para plasmar sus
ideas pero a la vez conserva un halo de elitismo. Desde hace décadas
está presente en las colecciones de los mejores museos del mundo, aunque
está lejos de suscitar el aplauso general, y sus selectos
coleccionistas privados corren riesgos desconocidos para quienes optan
por comprar cuadros o esculturas.
El último premio Turner, hace dos semanas, recayó en
Elizabeth Price, una videoartista. Nadie se sintió sorprendido ni
escandalizado, como suele ocurrir con este galardón, que ha llegado a
premiar una habitación blanca, iluminada por una solitaria bombilla.
Para los seguidores del arte contemporáneo, que lo ganara Price fue algo
de lo más normal. Pero del reconocimiento de este género artístico a
invertir en él dinero ganado con muchas horas de trabajo, hay un paso
grande que algunos ya han dado en España.
La artista y comisaria Angie Bonino, que organizó el
pasado octubre una muestra de videoarte a partir de colecciones privadas
en la feria Estampa de Madrid, reconoce que el coleccionista de estas
obras se enfrenta a unos problemas que no tienen otros.
Consideraciones especiales
«Es un arte nuevo, con una trayectoria limitada, así
nunca puedes estar segura de qué pensarán de él las generaciones
venideras. Tampoco sabes qué condiciones habrá que tener en cuenta para
conservar la obra, y luego está el peligro de la reproducción
descontrolada del vídeo, aunque no es lo mismo tener el máster, el
original, que la copia. Como no es lo mismo tener una foto de Man Ray
que una lámina», explica.
Para Bonino, los coleccionistas de vídeo son de una pasta
muy especial. «Tienen visión de futuro más que de presente, corren
riesgos, son visionarios, están construyendo algo nuevo, invierten entre
once y treinta mil euros -es lo que puede costar una obra de calidad- y
apuestan por jóvenes valores. Y el poder simbólico de tener un cuadro
en la sala, con su matiz exhibicionista, y el de un vídeo metido en una
caja, que de vez en cuando proyectas con los amigos, es mucho menor en
este segundo caso».
En una página web destinada a los coleccionistas rusos,
conocidos por no asustarse con los precios, reproducían el pasado mayo
el ránking de las piezas de videoarte más caras de la historia. En
primer lugar aparece la obra 'Eternal Return', del año 2000 y realizada
por Bill Viola, por la que se pagaron 463.000 euros en una subasta en
Nueva York. A continuación, Nam June Paik, con 'Wright Brothers' (1995),
que costó 407.000 euros, y luego William Kentridge, con 'Flute Set',
vendida por 377.000. En la lista se repiten los nombres de Viola y Paik
en los puestos sucesivos, donde también entran Bruce Nauman, Ray Charles
y Tony Oursler.
El videoarte ya tiene su modesto lugar en las casas de
subastas más prestigiosas, como Sotheby's, Christie's y Phillips de
Pury. En la página web indican que el coleccionismo de este género solo
representa el 1% del total, si bien, en la época de las redes sociales e
Internet, el redactor del informe le augura «un gran futuro y un papel
revolucionario en los próximos cambios del mercado del arte».
Estefanía Meana, economista de 41 años, es una de las
coleccionistas de videoarte más importantes en el territorio español.
Sus padres, Fernando Meana y María Victoria Larrucea, poseen una nutrida
colección de arte contemporáneo, con obras de Juan Muñoz, Cristina
Iglesias y Miquel Barceló, entre otros muchos.
«No tenía sentido que yo hiciera lo mismo, comprar
cuadros y esculturas. Así que me decidí por el videoarte y también por
ser muy selectiva. Prefiero tener piezas importantes o significativas,
que entrar en un proceso de acumulación». Compró su primer vídeo a los
31 años, una obra del norirlandés Willie Doherty, dos veces finalista
del Turner y con obra en el MoMA.
Para ella, que el videoarte obtenga una consideración más
general es solo cuestión de tiempo. «Ocurrió lo mismo con la
fotografía. Hasta los setenta no se entendió que fuese arte y desde
entonces ha habido años en que ha sido el soporte más apreciado».
En su opinión, coleccionar videoarte conduce a una
experiencia más íntima que hacer lo propio con, por ejemplo, lienzos.
«Un cuadro puede estar colgado siempre de la pared. También puedes tener
la pantalla encendida a todas horas, pero al menos a mí no me apetece.
Ver un vídeo lo asocio más bien a ir a la biblioteca y elegir un libro
de poesía».
La coleccionista confiesa que especializarse en vídeo
tiene sus ventajas. «Vas a ferias y galerías, pero como ver allí estas
obras resulta incómodo y el mercado es pequeño, te mandan las copias a
casa. Ahora mismo tengo catorce para mirar».
El galerista Moisés Pérez Albéniz, con salas en Pamplona y
en Madrid, tiene entre sus artistas representados a grandes nombres del
género, como los ya citados Willie Doherty o Antoni Muntadas, o también
artistas como Txuspo Poyo. «Yo trato un vídeo como si fuera otro
objeto artístico más: los artistas me los entregan, yo los veo y trato
de venderlos. Me parece algo lógico que los creadores trabajen con este
soporte porque vivimos absolutamente mediatizados por la imagen, solo
hace falta fijarse en nuestros hijos, y de esta forma pueden abordar con
más naturalidad las preocupaciones actuales».
Hotel con canal vídeo
El galerista certifica la existencia de un «coleccionismo
incipiente» y reconoce que quien compra obra en este soporte busca más
la experiencia que la posesión del objeto. «De todas formas, te
sorprendería ver algunas casas en las que el vídeo tiene la misma
presencia que un cuadro, con unas pantallas de alta calidad que permiten
reproducir las obras de una manera muy impactante».
Todos los coleccionistas que cita la comisaria y artista
Angie Bonino son mujeres. Como la arquitecta madrileña Teresa Sapey,
Alicia Aza, especializada en la temática de género femenino, y Sisita
Soldevila, que ha puesto en marcha una insólita iniciativa en su hotel,
el Amister de Barcelona: en las televisiones de sus habitaciones hay un
canal que emite vídeos de su colección de forma ininterrumpida.
En cada cuarto hay un catálogo con el programa y la
biografía de los artistas, de modo que el cliente pueda pasar esos
momentos muertos tan propios de los hoteles visionando una obra de arte.
«Por los comentarios que dejan en el libro de visitas, los clientes lo
aprecian». Además, Soldevila y su hotel colaboran con el festival de
videoarte Loop, de la capital catalana, y organiza el suyo propio con un
apartado de competición. El Amister compra la obra del ganador y pasa a
su colección.
Hasta el año 2000, Soldevila y su marido coleccionaban
cuadros, esculturas, grabados. Todavía en ese tiempo comprar vídeos era
una rareza y, por ello, relativamente barato. «Compramos una obra de
Peter Campus, uno de los pioneros, por muy buen precio, y también
tenemos cosas de Viola y, como siempre, de los jóvenes». Bonino, que
colabora con Soldevila, ve el videoarte español «como una familia». «Nos
ayudamos siempre, hay más compañerismo que en otras rama del arte», concluye.
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