El poder de las Palabras abandona su atuendo otoñal para pasar a uno más femenino, de unos tonos pasteles de los que, personalmente ..
Las palabras pueden herir más que los cuchillos o las balas.
Muchos no lo creen, pero una palabra puede herir más que una bofetada, hacer más daño que el físico, y dejar cicatrices que tardan mucho más en curarse que las de nuestro cuerpo.
Muchos no se dan cuenta del verdadero poder que tienen las palabras, y las usan sin cuidado y sin preocuparse.
En este artículo veremos el gran poder que tienen las palabras, tanto para desencadenar grandes bendiciones como para todo lo contrario.
INTRODUCCIÓN
“Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo” Santiago 3:2
“Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada; Mas la lengua de los sabios es medicina.” Proverbios 12:18
Ya lo decía el sabio salomón, hace más de 3.000 años, y Santiago hace 2.000 y es que el poder de las palabras es un tema que no es nuevo.
Las palabras pueden destruir una amistad, una pareja, o también pueden reconfortar y alentar a quien lo necesite. Debemos tener cuidado de cómo las usamos, porque gracias a ellas podemos ser de gran bendición, para otras personas.
Vamos a hacer un estudio del poder de las palabras y sus efectos desde tres puntos de vista diferentes:
EFECTO DE LAS PALABRAS SOBRE LOS OYENTES
Cuando decimos algo incorrecto a una persona, o nos burlamos de alguien, esto ejerce un efecto negativo sobre esa persona, pero además sobre los demás oyentes.
Dependiendo de la influencia que la persona agresora tenga en el grupo, podrá conseguir también que todos los que le rodean terminen pensando lo mismo, y al mismo tiempo que ellos también se burlen de esa persona.
Pongamos como ejemplo el Sarcasmo. Este es, en muchos casos una forma sutil de agresividad. Si se usa de forma incorrecta, está pensado para menospreciar y herir al receptor, por lo general delante de los demás, de forma que la opinión del agresor quede confirmada por la risa de todos los demás.
“Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo” Santiago 3:2
Las palabras que oímos una y otra vez dejan huella en nuestros pensamientos, nos bajan la autoestima, hace que nos creamos aquello que nos dicen y actuemos inconscientemente de esa manera, para bien o para mal.
"Por tu influencia inconsciente pueden los demás ser alentados y fortalecidos, o desanimados y apartados de Cristo y de la verdad."
Sin embargo, las palabras de ánimos y reconocimiento de los talentos, refuerza la conducta, anima, y sube la autoestima.
Pongamos como ejemplo el siguiente:
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Juan está aprendiendo a tocar la guitarra. María le dice a Juan que tiene un don para la música, que va progresando y que no se desanime.
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La autoestima de Juan subirá notablemente, y se sentirá animado.
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Dado que su esfuerzo es valorado por sus amigos y la gente que le importa, seguirá practicando hasta ser realmente bueno.
“Asi también la lengua es una parte muy pequeña del cuerpo, pero puede hacer grandes cosas. He aquí, cuán grande bosque enciende un pequeño fuego!” Santiago 3:5
EFECTO DE LAS PALABRAS SOBRE NOSOTROS MISMOS (Boomerang)
Aunque no lo parezca, nuestras palabras ejercen un efecto positivo o negativo sobre nosotros mismos.
Para ver este efecto, mostraremos algunos ejemplos:
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Habiendo expresado una vez una opinión o decisión, con frecuencia muchos son demasiado orgullosos para retractarse, y tratan de demostrar que tienen razón, hasta el punto de que llegan a creer que realmente la posición erronea que defienden.
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Con frecuencia el hablar mal de una persona, nos induce a pensar que los demás hablan mal de nosotros, y nos volvemos desconfiados.
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Hablar mal de una persona nos hace verla desde un "prisma". En concreto, no veremos nada bueno de lo que esa persona haga, sino que solo veremos sus cosas malas, lo cual servirá para reafirmar nuestra postura.
“Todas las cosas son puras para los puros, mas para los corrompidos e incrédulos nada les es puro; pues hasta su mente y su conciencia están corrompidas,.
TÍTULO: EL ESPEJO
Cuando era jovencita, tenía una amigo, que aún conservo, que cada vez que se enamoriscaba de alguna chica inmediatamente quería conocer a su madre. Aseguraba que, antes de iniciar en serio una relación, necesitaba ver cómo era la madre, porque así sería la chica cuando tuviera más años. Yo me reía de él, porque me parecía un disparate que pusiera en cuarentena un posible noviazgo a expensas del aspecto que tenía la madre de su novia. “Tú te ríes, pero yo quiero saber cómo va a ser la mujer con la que viva. Ahora puede ser muy guapa pero ¿qué va a pasar luego?”, me decía siempre que salía este tema.
Me acordaba de él hace unos días porque, mientras caminaba por la calle, me vi reflejada en el escaparate de una tienda y casi me da un vuelco el corazón. No era yo, sino mi madre, la que aparecía difuminada en el cristal. En cuanto llegué a casa, me fui derecha al espejo y entonces comprobé que, efectivamente, con el paso de los años la semejanza con mi madre ahora es mayor de lo que me había parecido cuando era una niña o de joven. De repente, en mí la vi a ella. Más tarde pensé que el parecido no era solo físico, sino que en muchas ocasiones acababa diciéndole a mi hijo las mismas cosas que mi madre me decía a mí. Las peleas con mis hijos son un calco de las que yo tenía con mi madre. Y mis consejos y advertencias, los mismos que me daba ella. De manera que, después de hacer un largo camino de tantos y tantos días de rebeldía, de haber dado en casa más de un disgusto, resulta que he terminado siendo un calco de mi madre. Y, saben, en el fondo eso me llena de satisfacción.
Solo el paso del tiempo y los muchos tropezones que vamos dando por la vida nos enseñan y nos “sientan” la cabeza. Mirar hacia atrás te da perspectiva de los errores cometidos que podría haberme evitado si hubiera escuchado lo que mi madre me advertía. De la misma manera que su juicio sobre las personas terminaba siendo certero por más que yo me rebelara.
No es la primera vez que soy consciente de que con el paso del tiempo no solo he cambiado, sino que ese cambio me ha llevado a hacer y decir muchas de las cosas que hacía o decía mi madre. De manera que ahora, cuando discuto con mis hijos, tengo una sensación de “deja vú”, ya sé lo que me va a decir él (lo mismo que yo le decía a mi madre cuando tenía su edad) y, desde luego, lo que yo le digo no es nada original, es lo mismo que ella me decía a mí y que yo repito porque creo que en esas palabras está lo mejor para él.
Unos días después de verme reflejada en aquel escaparate, llamé a mi viejo amigo para decirle que no solo me parezco físicamente cada vez más a mi madre, sino que también he terminado pensando como ella. Y ahora ha sido él quién se ha reído de mí, diciéndome: “Ves, ya te lo decía yo”. Y la verdad es que tenía razón.
P. D.: Todos los adolescentes intentan construir su personalidad en contraposición con la de sus padres, pero luego, sin que uno se dé cuenta, van aflorando todas aquellas cosas que oías sin escuchar. Hasta que la mirada en el espejo te alerta de que solo somos un reflejo de lo que otros, antes que nosotros, fueron.
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