Padres en desamparo
La crisis impide a algunas familias garantizar la alimentación a sus hijos
Hay quienes evitan acudir a los servicios sociales por temor a perder la tutela
Una joven, en Murcia, entra a la consulta de atención directa de los
servicios sociales locales, deja a su bebé en su canastilla y con varias
mudas de repuesto sobre la mesa y dice, con cara avergonzada, que no
tiene recursos para mantenerlo. “Cuídenlo bien”. Y se va. La escena se
produjo hace pocos meses. La relata José Manuel Ramírez, presidente de
la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales. “En 30 años de carrera nunca había conocido esto”, asegura.
Los profesionales empiezan a alertar de que situaciones como esta son cada vez más comunes. El caso de unos padres que el pasado junio dejaron a sus hijos en el Ayuntamiento de Talavera de la Reina (Toledo), aduciendo carencias económicas, abrió un escenario repleto de interrogantes. Cuando unos padres no pueden mantener a sus hijos, ¿qué deben hacer? ¿Están los servicios sociales y los poderes públicos preparados para actuar cuando la pobreza aprieta hasta este límite? ¿Es lo mismo dejar a unos niños abandonados en la calle que entregarlos a una institución pública?
Consuelo Madrigal, fiscal coordinadora de menores, responde con rotundidad: “No es lo mismo ni mucho menos”. Independientemente del motivo. Lo primero, explica, es un delito, “porque pone en peligro al menor, incluso su vida”. Eduardo Esteban, ex fiscal provincial de Madrid, tampoco duda: “Es distinto dejar a unos niños en una institución pública o incluso en una iglesia, donde sabes que van a estar atendidos, que dejarlos en un parque”, dice. “Puede haber un incumplimiento de las obligaciones. Pero para que haya delito tienen que dejarlos solos, en una situación de riesgo. Ese es el matiz”, apunta. “No se culpa a los padres porque no hay dolo, no hay mala intención, sino una situación de pobreza”, explica Madrigal. “Pero cuando la situación pasa de riesgo a desamparo, porque al niño le falta sustento material o moral, la Administración asume la tutela”, detalla la fiscal. A partir de ahí, “se investiga y se intenta apoyar a la familia para evitar la separación”.
Ramírez añade que la Administración “debe tener en cuenta la actitud de los padres, si han pedido ayuda y no han dejado de atender a los niños pese a la miseria” antes de asumir su tutela y separar al menor de su familia. Almudena Escorial, portavoz de Save the Children, cree que “no se debería llegar a esa situación”. Pero la realidad es compleja.
Todos los agentes implicados en este tipo de procesos sostienen que la pobreza nunca puede ser el único motivo para que unos padres pierdan la tutela de sus hijos, ni tampoco para impedir que puedan recuperarla. Así lo aseguran el Ministerio de Sanidad, los servicios sociales, la Fiscalía de Menores, las ONG y el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Este último, con una sentencia reciente en la que condenaba a España a indemnizar a una madre por separarla de su hija solo por su precaria situación económica. Tras presentarse con la niña en los servicios sociales de Motril (Granada) para pedir “trabajo, comida y alojamiento”, la pequeña fue trasladada a un centro de menores, la declararon en desamparo e impulsaron su acogimiento preadoptivo en una familia.
Lo prioritario, dicen los expertos, es sacar a las familias de la miseria. “La ley prioriza la protección del menor, pero apoyando a los hogares para que no se produzca el desamparo. La retirada tiene que ser solo porque haya un riesgo muy elevado”, detalla Idelfonso Sánchez, técnico de protección de menores en Almería. Marta Arias, responsable de políticas de infancia de Unicef, añade: “Unos padres sin recursos no son malos padres. Hay que ayudar a las familias porque es donde mejor están los pequeños, salvo que haya malos tratos”.
Pero la crisis no perdona y 2,2 millones de niños viven, según un informe de Unicef de 2012, en hogares por debajo del umbral de la pobreza en España (con menos de 16.400 euros anuales para dos adultos y dos menores). La Guía para las Ayudas Sociales para la Familia 2013, publicada por el Ministerio de Sanidad, prevé distintas prestaciones para colectivos en riesgo, como las rentas mínimas de inserción, los centros de acogida para “personas, familias o grupos carentes de un medio adecuado”, y recursos para personas sin hogar de “alojamiento, alimentación, vestido e higiene”.
Esta es la teoría. Pero en la práctica, los recursos para reflotar a las familias han pasado por la tijera, desde las becas de comedor en colegios hasta las ayudas de emergencia. Esta última, además, llega con un retraso de hasta ocho meses en algunas autonomías. En este sentido, la asociación que preside Ramírez denuncia la situación de “desamparo de las familias”. Lo que, según esta organización, supone una vuelta al modelo de la beneficencia. “En vez de recibir una ayuda de la Administración, la gente se ve abocada a salir en la televisión, dar lástima y que un alma caritativa les asista”, se queja Ramírez. “Conocí a dos inmigrantes con tres hijos. Él trabajaba en la construcción y se quedó en paro. A la madre le diagnosticaron esquizofrenia. Cuando fueron a pedir ayuda a ella le dio un brote psicótico y él, abrumado, huyó. Los pequeños pasaron a protección de menores. Pero esto no hubiera pasado si hubieran tenido un salario social y ayuda psicológica. El padre hubiera tenido un colchón para mantener a la familia y no sentirse desbordado”, relata.
Santiago Agustín, psicólogo con experiencia en centros de menores de Madrid, asegura que el trabajo con las familias “es muy pobre”. “La inversión en centros de protección es desmesurada (la estancia de cada menor puede costar hasta 4.000 euros al mes), y en los barrios no se percibe el trabajo con las familias”, afirma.
“La Administración se tiene que adaptar”, reconoce la fiscal coordinadora de menores. “Con la crisis se ha elevado el nivel de marginación y se ha incrementado la demanda de protección. Los servicios sociales y las entidades de protección a la infancia están desbordados, tanto en recursos materiales como profesionales”, afirma. “Las intenciones de la Administración son buenas sobre el papel, pero tienen que estar dotadas económicamente, con profesionales e infraestructuras”, reclama Ramírez. Denuncia que el plan concertado de servicios sociales de Sanidad, en el que se incluyen las ayudas de emergencia, se ha reducido un 65% en los dos últimos años. Las autonomías también han metido la tijera, algunas más que otras. En el País Vasco una de cada 13,5 personas recibe una renta mínima de inserción (cuando se agotan el paro y los subsidios); en Murcia lo hacen una de cada 316 y perciben, además, una cuantía mucho menor.
Cuando la ayuda no llega, ¿qué deben hacer los padres sin recursos? Gustavo García, director del albergue social de Zaragoza, el primero que habilitó módulos para familias en España, subraya: “Lo correcto es solicitar la guarda voluntaria de los niños. Los padres tienen que pedir la guarda a los servicios sociales cuando no pueden hacerse cargo de sus hijos, por motivos económicos u otro tipo de circunstancias. La Administración se hace cargo temporalmente de ellos, y los padres no pierden la patria potestad”.
Esta modalidad de ayuda con los hijos ha descendido desde 2006. Ese año había 9.598 menores en guarda, frente a 4.537 en 2011. La bajada tiene una doble explicación, según García: la salida de inmigrantes del país y el temor de algunos padres a acudir a los servicios sociales a solicitar auxilio porque creen que les van a arrebatar a sus niños. “Algunos pasan hambre por temor a pedir ayuda”, dice. Recuerda que una paciente de un hospital en Zaragoza fue pillada echando la comida al bolso. Cuando los profesionales le preguntaron por qué, ella respondió: “Mi hijo pasa hambre en casa”. García quiere desmontar el mito: “Esa imagen de que vamos retirando niños es falsa”.
José Luis Calvo, vicepresidente de Prodeni, entidad defensora de los derechos de los niños, discrepa. Afirma que en ocasiones sí se producen retiradas de niños por situación de pobreza. “Es evidente que este factor no aparece como único fundamento de ninguna retirada de niños. Tampoco como motivo para que los padres no los puedan recuperar. Pero subyace más o menos explícito en no pocos informes”, afirma. La miseria suele estar acompañada de otros problemas de salud, emocionales o inestabilidad en la vivienda, según Calvo. “Estas circunstancias son las que se alegan como agravantes para quitarles la tutela”, asevera. Y una vez retirada, en su opinión, “no se promueve la reagrupación”. “Para recuperar a los hijos casi hay que pasar una oposición”, ejemplifica.
En la memoria de Calvo hay muchos ejemplos. Su organización defendió recientemente a una madre que pasó siete años visitando a sus hijos, bajo la tutela de la Junta de Andalucía, una hora al mes. “En ese tiempo su situación económica y personal cambió. Pero tenía la etiqueta de que ‘no era colaboradora’ y no se los devolvían”, relata. Al final, con intermediación de Prodeni, recuperó a los pequeños.
Santiago Agustín opina que “los niños acogidos deberían relacionarse con sus familiares de origen diariamente”. En la mayoría de las regiones, las visitas son, por defecto, de una hora al mes. “Esto solo puede calificarse como maltrato institucional”, asevera. El psicólogo no ve lógico que, salvo que existan malos tratos o riesgo grave, se restrinjan los encuentros y el sistema sea tan rígido para la recuperación.
Con todo, la actuación de la Administración tendrá que adaptarse a una casuística que aumenta con la crisis: padres que no tienen qué llevar a la boca de sus hijos. “Y entender que las situaciones, con el tiempo, cambian”, zanja Calvo.
De un plumazo, cambió las sesiones de psicoanálisis, tras 16 años, por la brega en la dirección de cine, y la pantalla se lo agradeció. “Dejé la terapia porque cuando filmas no hay tiempo para más. Y al acabar mi primer rodaje, descubrí que estaba bien. Por eso tengo que seguir haciendo películas”. Cuatro largometrajes —y un puñado de cortos con su correspondiente pedigrí festivalero— más tarde, Daniel Sánchez Arévalo (Madrid, 1970) asegura que es capaz de coger distancia de su trabajo. “Me regodeo menos. Acabo la película y lo único que quiero es empezar mi siguiente proyecto. Tengo hitos en mi trabajo: uno es cuando los jefes, mis productores, se entusiasmaron con el resultado; otro, cuando vio la película mi familia, y mi madre me llamó emocionada a la salida, llorando. Te calmas: ya está, lo he logrado”.
No necesita Sánchez Arévalo muchos respaldos. En plena crisis de taquillas, el cineasta siempre ha contado con un beneplácito general. Azuloscurocasinegro (2006), su debut como director de un largo, tras dedicarse a los guiones de series y a los cortometrajes, superó el millón de euros y llamó la atención sobre su potencial, con tres goyas de acompañamiento; Gordos (2009), arriesgadísima y ambiciosa pirueta, llegó a los 1,8 millones de euros; Primos (2011), una comedia ligera escrita del tirón, recaudó 3,5 millones de euros. Y con él, ha ido madurando su “escudería” de actores amigos: Quim Gutiérrez, Raúl Arévalo y Antonio de la Torre. El trío participa en La gran familia española, el devenir de la boda del pequeño de cinco hermanos —cuya vida está íntimamente ligada a los protagonistas de Siete novias para siete hermanos, la película que Sánchez Arévalo más veces ha visto en una sala— la misma tarde de la final del Mundial de fútbol de Suráfrica, una terrible coincidencia porque ¿quién se iba a creer que la selección española iba a pasar de cuartos aunque hubieran ganado la Eurocopa?
En La gran familia española, que se estrena el viernes, Sánchez Arévalo da un puñetazo en la mesa del cine español: ha hecho suya la fina línea que une la ironía amorosa de Pequeña Miss Sunshine con la perplejidad cotidiana de las películas de Wes Anderson; sin perder frescura el cineasta ha madurado. Y de paso, ha colocado a toda su familia, cosa que en los tiempos que corren… “Es la gran familia dentro de La gran familia...: están mi hermana, mi madre, mi hermano hizo el making of, actúa mi padrastro [el actor Héctor Colomé], aparecen los dibujos de mi padre [el dibujante José Ramón Sánchez], que es la mascota del equipo de la peli…”. Para lograr destilar el mejor sanchezarevalismo, el cineasta empezó buscando lo opuesto: “Cuando acabé Primos, busqué algo que no tuviera nada que ver conmigo. Estoy huyendo de mí mismo todo el rato. Supongo que estaba dentro de una batería de ideas que tengo por ahí, a las que no hago caso hasta que me llega la zozobra del ‘Y ahora, ¿qué?’. Así estalló el concepto de la boda del hermano pequeño, del padre que enferma y se detiene la celebración”. En realidad, la semilla deviene de su corto Traumalogía, del que la nueva película hereda algo de la historia y una cuidadosísima planificación de los planos: “Me quedé con ganas, sabía que ahí había un largo. Y seguí su línea… aunque cambiando los personajes. En realidad no hay nada nuevo dentro de mi universo, pero intento perfeccionarlo. He buscado hacer una comedia con sentimientos, con una parte dramática que al final se apodera de la película. Para mí, la mejor comedia de la última década es Los descendientes, que no es en realidad una comedia".
Y el fútbol, la ya mítica final del Mundial de Suráfrica 2010, con su patada voladora de De Jong, su prórroga, su “Iniesta de mi vida”… “Fue el último elemento en llegar al guion, surgió al pensar en cómo enmarcar la boda, y nace de mi afán habitual por poner trabas a los protagonistas. Te casas con 18 años recién cumplidos y tu novia embarazada, con lo que ya tienes a la familia cabreada, y encima coincide con ese partido”.
A Sánchez Arévalo le relaja poder resumir sus películas en una frase. Con esta ha sido fácil. “En Azuloscurocasinegro lo pasé fatal. ‘¿De qué va?’, me preguntaban. Y no tenía una respuesta sencilla”. De guinda, la familia, otro tema recurrente en su cine. “Claro, no hay nada más cercano”. Chesterton decía que los amigos eran el regalo de Dios para compensar habernos dado la familia. “Mis amigos tienen muy mala baba, que por otro lado está bien porque son unos Pepito Grillo, y los considero parte de mi familia…”. Y ríe travieso. “Soy muy mundo cochinilla, de encerrarme en mí mismo, de aislarme”.
Sánchez Arévalo se define “de naturaleza complaciente”. Y desgrana: “No soporto el conflicto. De crío estaba obsesionado con ser un chaval bueno. Fue una pelea constante, porque era gamberro, caprichoso, egoísta… y a la vez buscaba no decepcionar. Me sigue pasando. Esa fantasía de que mis películas gusten a todo el mundo es imposible… pero me ha costado aceptarlo”. De ahí pasa a la taquilla: “La gente está dejando de ir al cine y nadie hace nada por remediarlo. Intento no pensar mucho en ello, porque si no, te bloqueas, dejas de hacer cosas. Soy muy permeable a lo que le pasa a la industria, y te entran ganas de salir corriendo. Y reconozco que yo soy un privilegiado. En fin, debemos reflexionar ante este cambio. Amenábar decía: ‘No quiero hacer cine que no vea nadie’. No quiere ser un grito en el desierto. Lo firmo. Yo nunca escribí un diario, no encontraba el sentido de escribir algo para ti. Necesito compartir”.
Los profesionales empiezan a alertar de que situaciones como esta son cada vez más comunes. El caso de unos padres que el pasado junio dejaron a sus hijos en el Ayuntamiento de Talavera de la Reina (Toledo), aduciendo carencias económicas, abrió un escenario repleto de interrogantes. Cuando unos padres no pueden mantener a sus hijos, ¿qué deben hacer? ¿Están los servicios sociales y los poderes públicos preparados para actuar cuando la pobreza aprieta hasta este límite? ¿Es lo mismo dejar a unos niños abandonados en la calle que entregarlos a una institución pública?
Consuelo Madrigal, fiscal coordinadora de menores, responde con rotundidad: “No es lo mismo ni mucho menos”. Independientemente del motivo. Lo primero, explica, es un delito, “porque pone en peligro al menor, incluso su vida”. Eduardo Esteban, ex fiscal provincial de Madrid, tampoco duda: “Es distinto dejar a unos niños en una institución pública o incluso en una iglesia, donde sabes que van a estar atendidos, que dejarlos en un parque”, dice. “Puede haber un incumplimiento de las obligaciones. Pero para que haya delito tienen que dejarlos solos, en una situación de riesgo. Ese es el matiz”, apunta. “No se culpa a los padres porque no hay dolo, no hay mala intención, sino una situación de pobreza”, explica Madrigal. “Pero cuando la situación pasa de riesgo a desamparo, porque al niño le falta sustento material o moral, la Administración asume la tutela”, detalla la fiscal. A partir de ahí, “se investiga y se intenta apoyar a la familia para evitar la separación”.
Ramírez añade que la Administración “debe tener en cuenta la actitud de los padres, si han pedido ayuda y no han dejado de atender a los niños pese a la miseria” antes de asumir su tutela y separar al menor de su familia. Almudena Escorial, portavoz de Save the Children, cree que “no se debería llegar a esa situación”. Pero la realidad es compleja.
Todos los agentes implicados en este tipo de procesos sostienen que la pobreza nunca puede ser el único motivo para que unos padres pierdan la tutela de sus hijos, ni tampoco para impedir que puedan recuperarla. Así lo aseguran el Ministerio de Sanidad, los servicios sociales, la Fiscalía de Menores, las ONG y el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Este último, con una sentencia reciente en la que condenaba a España a indemnizar a una madre por separarla de su hija solo por su precaria situación económica. Tras presentarse con la niña en los servicios sociales de Motril (Granada) para pedir “trabajo, comida y alojamiento”, la pequeña fue trasladada a un centro de menores, la declararon en desamparo e impulsaron su acogimiento preadoptivo en una familia.
Lo prioritario, dicen los expertos, es sacar a las familias de la miseria. “La ley prioriza la protección del menor, pero apoyando a los hogares para que no se produzca el desamparo. La retirada tiene que ser solo porque haya un riesgo muy elevado”, detalla Idelfonso Sánchez, técnico de protección de menores en Almería. Marta Arias, responsable de políticas de infancia de Unicef, añade: “Unos padres sin recursos no son malos padres. Hay que ayudar a las familias porque es donde mejor están los pequeños, salvo que haya malos tratos”.
Pero la crisis no perdona y 2,2 millones de niños viven, según un informe de Unicef de 2012, en hogares por debajo del umbral de la pobreza en España (con menos de 16.400 euros anuales para dos adultos y dos menores). La Guía para las Ayudas Sociales para la Familia 2013, publicada por el Ministerio de Sanidad, prevé distintas prestaciones para colectivos en riesgo, como las rentas mínimas de inserción, los centros de acogida para “personas, familias o grupos carentes de un medio adecuado”, y recursos para personas sin hogar de “alojamiento, alimentación, vestido e higiene”.
Esta es la teoría. Pero en la práctica, los recursos para reflotar a las familias han pasado por la tijera, desde las becas de comedor en colegios hasta las ayudas de emergencia. Esta última, además, llega con un retraso de hasta ocho meses en algunas autonomías. En este sentido, la asociación que preside Ramírez denuncia la situación de “desamparo de las familias”. Lo que, según esta organización, supone una vuelta al modelo de la beneficencia. “En vez de recibir una ayuda de la Administración, la gente se ve abocada a salir en la televisión, dar lástima y que un alma caritativa les asista”, se queja Ramírez. “Conocí a dos inmigrantes con tres hijos. Él trabajaba en la construcción y se quedó en paro. A la madre le diagnosticaron esquizofrenia. Cuando fueron a pedir ayuda a ella le dio un brote psicótico y él, abrumado, huyó. Los pequeños pasaron a protección de menores. Pero esto no hubiera pasado si hubieran tenido un salario social y ayuda psicológica. El padre hubiera tenido un colchón para mantener a la familia y no sentirse desbordado”, relata.
Santiago Agustín, psicólogo con experiencia en centros de menores de Madrid, asegura que el trabajo con las familias “es muy pobre”. “La inversión en centros de protección es desmesurada (la estancia de cada menor puede costar hasta 4.000 euros al mes), y en los barrios no se percibe el trabajo con las familias”, afirma.
“La Administración se tiene que adaptar”, reconoce la fiscal coordinadora de menores. “Con la crisis se ha elevado el nivel de marginación y se ha incrementado la demanda de protección. Los servicios sociales y las entidades de protección a la infancia están desbordados, tanto en recursos materiales como profesionales”, afirma. “Las intenciones de la Administración son buenas sobre el papel, pero tienen que estar dotadas económicamente, con profesionales e infraestructuras”, reclama Ramírez. Denuncia que el plan concertado de servicios sociales de Sanidad, en el que se incluyen las ayudas de emergencia, se ha reducido un 65% en los dos últimos años. Las autonomías también han metido la tijera, algunas más que otras. En el País Vasco una de cada 13,5 personas recibe una renta mínima de inserción (cuando se agotan el paro y los subsidios); en Murcia lo hacen una de cada 316 y perciben, además, una cuantía mucho menor.
Cuando la ayuda no llega, ¿qué deben hacer los padres sin recursos? Gustavo García, director del albergue social de Zaragoza, el primero que habilitó módulos para familias en España, subraya: “Lo correcto es solicitar la guarda voluntaria de los niños. Los padres tienen que pedir la guarda a los servicios sociales cuando no pueden hacerse cargo de sus hijos, por motivos económicos u otro tipo de circunstancias. La Administración se hace cargo temporalmente de ellos, y los padres no pierden la patria potestad”.
Esta modalidad de ayuda con los hijos ha descendido desde 2006. Ese año había 9.598 menores en guarda, frente a 4.537 en 2011. La bajada tiene una doble explicación, según García: la salida de inmigrantes del país y el temor de algunos padres a acudir a los servicios sociales a solicitar auxilio porque creen que les van a arrebatar a sus niños. “Algunos pasan hambre por temor a pedir ayuda”, dice. Recuerda que una paciente de un hospital en Zaragoza fue pillada echando la comida al bolso. Cuando los profesionales le preguntaron por qué, ella respondió: “Mi hijo pasa hambre en casa”. García quiere desmontar el mito: “Esa imagen de que vamos retirando niños es falsa”.
José Luis Calvo, vicepresidente de Prodeni, entidad defensora de los derechos de los niños, discrepa. Afirma que en ocasiones sí se producen retiradas de niños por situación de pobreza. “Es evidente que este factor no aparece como único fundamento de ninguna retirada de niños. Tampoco como motivo para que los padres no los puedan recuperar. Pero subyace más o menos explícito en no pocos informes”, afirma. La miseria suele estar acompañada de otros problemas de salud, emocionales o inestabilidad en la vivienda, según Calvo. “Estas circunstancias son las que se alegan como agravantes para quitarles la tutela”, asevera. Y una vez retirada, en su opinión, “no se promueve la reagrupación”. “Para recuperar a los hijos casi hay que pasar una oposición”, ejemplifica.
En la memoria de Calvo hay muchos ejemplos. Su organización defendió recientemente a una madre que pasó siete años visitando a sus hijos, bajo la tutela de la Junta de Andalucía, una hora al mes. “En ese tiempo su situación económica y personal cambió. Pero tenía la etiqueta de que ‘no era colaboradora’ y no se los devolvían”, relata. Al final, con intermediación de Prodeni, recuperó a los pequeños.
Santiago Agustín opina que “los niños acogidos deberían relacionarse con sus familiares de origen diariamente”. En la mayoría de las regiones, las visitas son, por defecto, de una hora al mes. “Esto solo puede calificarse como maltrato institucional”, asevera. El psicólogo no ve lógico que, salvo que existan malos tratos o riesgo grave, se restrinjan los encuentros y el sistema sea tan rígido para la recuperación.
Con todo, la actuación de la Administración tendrá que adaptarse a una casuística que aumenta con la crisis: padres que no tienen qué llevar a la boca de sus hijos. “Y entender que las situaciones, con el tiempo, cambian”, zanja Calvo.
TÍTULO: Daniel Sánchez Arévalo, un director en perpetua huida
La gran familia española’ es la cuarta película de Daniel Sánchez Arévalo
La comedia transcurre la tarde en la que España ganó el mundial de fútbol
Daniel Sánchez Arévalo, un director en perpetua huida
De un plumazo, cambió las sesiones de psicoanálisis, tras 16 años, por la brega en la dirección de cine, y la pantalla se lo agradeció. “Dejé la terapia porque cuando filmas no hay tiempo para más. Y al acabar mi primer rodaje, descubrí que estaba bien. Por eso tengo que seguir haciendo películas”. Cuatro largometrajes —y un puñado de cortos con su correspondiente pedigrí festivalero— más tarde, Daniel Sánchez Arévalo (Madrid, 1970) asegura que es capaz de coger distancia de su trabajo. “Me regodeo menos. Acabo la película y lo único que quiero es empezar mi siguiente proyecto. Tengo hitos en mi trabajo: uno es cuando los jefes, mis productores, se entusiasmaron con el resultado; otro, cuando vio la película mi familia, y mi madre me llamó emocionada a la salida, llorando. Te calmas: ya está, lo he logrado”.
No necesita Sánchez Arévalo muchos respaldos. En plena crisis de taquillas, el cineasta siempre ha contado con un beneplácito general. Azuloscurocasinegro (2006), su debut como director de un largo, tras dedicarse a los guiones de series y a los cortometrajes, superó el millón de euros y llamó la atención sobre su potencial, con tres goyas de acompañamiento; Gordos (2009), arriesgadísima y ambiciosa pirueta, llegó a los 1,8 millones de euros; Primos (2011), una comedia ligera escrita del tirón, recaudó 3,5 millones de euros. Y con él, ha ido madurando su “escudería” de actores amigos: Quim Gutiérrez, Raúl Arévalo y Antonio de la Torre. El trío participa en La gran familia española, el devenir de la boda del pequeño de cinco hermanos —cuya vida está íntimamente ligada a los protagonistas de Siete novias para siete hermanos, la película que Sánchez Arévalo más veces ha visto en una sala— la misma tarde de la final del Mundial de fútbol de Suráfrica, una terrible coincidencia porque ¿quién se iba a creer que la selección española iba a pasar de cuartos aunque hubieran ganado la Eurocopa?
En La gran familia española, que se estrena el viernes, Sánchez Arévalo da un puñetazo en la mesa del cine español: ha hecho suya la fina línea que une la ironía amorosa de Pequeña Miss Sunshine con la perplejidad cotidiana de las películas de Wes Anderson; sin perder frescura el cineasta ha madurado. Y de paso, ha colocado a toda su familia, cosa que en los tiempos que corren… “Es la gran familia dentro de La gran familia...: están mi hermana, mi madre, mi hermano hizo el making of, actúa mi padrastro [el actor Héctor Colomé], aparecen los dibujos de mi padre [el dibujante José Ramón Sánchez], que es la mascota del equipo de la peli…”. Para lograr destilar el mejor sanchezarevalismo, el cineasta empezó buscando lo opuesto: “Cuando acabé Primos, busqué algo que no tuviera nada que ver conmigo. Estoy huyendo de mí mismo todo el rato. Supongo que estaba dentro de una batería de ideas que tengo por ahí, a las que no hago caso hasta que me llega la zozobra del ‘Y ahora, ¿qué?’. Así estalló el concepto de la boda del hermano pequeño, del padre que enferma y se detiene la celebración”. En realidad, la semilla deviene de su corto Traumalogía, del que la nueva película hereda algo de la historia y una cuidadosísima planificación de los planos: “Me quedé con ganas, sabía que ahí había un largo. Y seguí su línea… aunque cambiando los personajes. En realidad no hay nada nuevo dentro de mi universo, pero intento perfeccionarlo. He buscado hacer una comedia con sentimientos, con una parte dramática que al final se apodera de la película. Para mí, la mejor comedia de la última década es Los descendientes, que no es en realidad una comedia".
Y el fútbol, la ya mítica final del Mundial de Suráfrica 2010, con su patada voladora de De Jong, su prórroga, su “Iniesta de mi vida”… “Fue el último elemento en llegar al guion, surgió al pensar en cómo enmarcar la boda, y nace de mi afán habitual por poner trabas a los protagonistas. Te casas con 18 años recién cumplidos y tu novia embarazada, con lo que ya tienes a la familia cabreada, y encima coincide con ese partido”.
A Sánchez Arévalo le relaja poder resumir sus películas en una frase. Con esta ha sido fácil. “En Azuloscurocasinegro lo pasé fatal. ‘¿De qué va?’, me preguntaban. Y no tenía una respuesta sencilla”. De guinda, la familia, otro tema recurrente en su cine. “Claro, no hay nada más cercano”. Chesterton decía que los amigos eran el regalo de Dios para compensar habernos dado la familia. “Mis amigos tienen muy mala baba, que por otro lado está bien porque son unos Pepito Grillo, y los considero parte de mi familia…”. Y ríe travieso. “Soy muy mundo cochinilla, de encerrarme en mí mismo, de aislarme”.
Sánchez Arévalo se define “de naturaleza complaciente”. Y desgrana: “No soporto el conflicto. De crío estaba obsesionado con ser un chaval bueno. Fue una pelea constante, porque era gamberro, caprichoso, egoísta… y a la vez buscaba no decepcionar. Me sigue pasando. Esa fantasía de que mis películas gusten a todo el mundo es imposible… pero me ha costado aceptarlo”. De ahí pasa a la taquilla: “La gente está dejando de ir al cine y nadie hace nada por remediarlo. Intento no pensar mucho en ello, porque si no, te bloqueas, dejas de hacer cosas. Soy muy permeable a lo que le pasa a la industria, y te entran ganas de salir corriendo. Y reconozco que yo soy un privilegiado. En fin, debemos reflexionar ante este cambio. Amenábar decía: ‘No quiero hacer cine que no vea nadie’. No quiere ser un grito en el desierto. Lo firmo. Yo nunca escribí un diario, no encontraba el sentido de escribir algo para ti. Necesito compartir”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario