TÍTULO; LA CARTA DE LA SEMANA, Una historia de España (IX)
Estábamos en que la palabra Reconquista vino luego, a toro
pasado, y que los patriohistoriadores dedicados a glorificar el asunto
de la empresa común hispánica y tal mintieron como bellacos; así como
también mienten, sobre etapas posteriores, ciertos neohistoriadores del
ultranacionalismo periférico. En el tiempo que nos ocupa, los enclaves
cristianos del norte bastante tenían con arreglárselas para sobrevivir, y
no estaban de humor para soñar con recomponer Hispanias perdidas: unos
pagaban tributo de vasallaje a los moros de Al Andalus y todos se lo
montaban como podían, a menudo haciéndose la puñeta entre ellos,
traicionándose y aliándose con el enemigo, hasta el punto de que los
emires musulmanes del sur, dándose con el codo, se decían unos a otros:
tranqui, colega Mojamé, colega Abdalá, que no hay color, dejemos que
esos cantamañanas se desuellen unos a otros -lo que demuestra, por otra
parte, que como profetas los emires tampoco tenían ni puta idea-. Cómo
estarían las cosas reconquistadoras de poco claras por ese tiempo, que
el primer rey cristiano de Pamplona del que se tiene noticia, Íñigo
Arista, tenía un hermano carnal llamado Muza que era caudillo moro, y
entre los dos le dieron otra soba después de Roncesvalles a Carlomagno;
que en sus ambiciones sobre la Península siempre tuvo muy mal fario y se
diría que lo hubiese mirado un tuerto. El caso es que así, poco a poco,
entre incursiones, guerras y pactos a varias bandas que incluían
alianzas y tratados con moros o cristianos, según convenía, poco a poco
se fue formando el reino de Navarra, crecido a medida que el califato
cordobés y los musulmanes en general pasaban por períodos
-españolísimos, también ellos- de flojera y bronca interna, en un
período en el que cada perro se lamía su cipote, dicho en plata, y que
acabó llamándose reinos de taifas, con reyezuelos que, como su propio
nombre indica, iban a su rollo moruno. Y de ese modo, entre colonos que
se la jugaban en tierra de nadie y expediciones militares de unos y
otros para saqueo, esclavos y demás parafernalia -eso de saquear, violar
y esclavizar era práctica común de la época en todos los bandos, aunque
ahora suene más bien raro-, la frontera cristiana se fue desplazando
alternativamente hacia arriba y hacia abajo, pero sobre todo hacia
abajo. Sancho III el Mayor, rey navarro, uno de los que le había puesto a
Almanzor los pavos a la sombra, pegó un soberbio braguetazo con la hija
del conde de Castilla, que era la soltera más cotizada de entonces, y
organizó un reino bastante digno de ese nombre, que al morir dividió
entre sus hijos -prueba de que eso de unificar España y echar de aquí a
la mahometana morisma todavía no le pasaba a nadie por la cabeza-. Dio
Navarra a su hijo García, Castilla a Fernando, Aragón a Ramiro, y a
Gonzalo los condados de Sobrarbe y Ribagorza. De esta forma se fue
definiendo el asunto: los de Castilla y Aragón tomaron el título de rey,
y a partir de entonces pudo hablarse, con más rigor, de reinos
cristianos del norte y de Al Andalus islámico al Sur. En cuanto a
Cataluña, entonces feudataria de los vecinos reyes francos, fue
ensanchándose con gobernantes llamados condes de Barcelona. El primero
de ellos que se independizó de los gabachos fue Wifredo, por apodo el
Pilós o Velloso, que además de peludo debía de ser piadoso que te rilas,
pues llenó el condado de magníficos monasterios. Ciertos historiadores
de pesebre presentan ahora al buen Wifredo como primer rey de una
supuesta monarquía catalana, pero no dejen que les coman el tarro: reyes
en Cataluña con ese nombre no hubo nunca. Ni de coña. Los reyes fueron
siempre de Aragón, y la cosa se ligó más tarde, como contaremos cuando
toque. De momento eran condes catalanes, a mucha honra. Y punto. Por
cierto, hablando de monasterios, dos detalles. Uno, que mientras en el
sur morube la cultura era urbana y se centraba en las ciudades, en el
norte, donde la gente era más bestia, se cultivaba en los monasterios,
con sus bibliotecas y todo eso. El otro punto es que por ese tiempo la
Iglesia Católica, que iba adquiriendo grandes posesiones rurales de las
que sacaba enormes ingresos, inventó un negocio estupendo, que podríamos
llamar truco o timo del monje ausente: cuando una aceifa mora asolaba
la tierra y saqueaba el correspondiente monasterio, los monjes lo
abandonaban una larga temporada para que los colonos que se buscaban la
vida en la frontera se instalaran allí y pusieran de nuevo las tierras
en valor, cultivándolas. Y cuando la propiedad ya era próspera de nuevo,
los monjes reclamaban su derecho y se adueñaban de todo, por la cara.
TÍTULO,.LOS LAMENTOS DEL ARREPENTIDO,.
Los lamentos del arrepentido
A primera vista puede parecer que el hombre que se flexiona
ligeramente hacia atrás se está partiendo de risa mientras le cuenta a
un amigo por el móvil un pasaje de un libro cómico. Nada más lejos de la
realidad. Con su guía de jaculatorias en la mano y como miles y miles
de hebreos, este devoto ortodoxo se deshace en oraciones frente al Muro
de las Lamentaciones durante la celebración del Rosh Hashaná, el año
nuevo judío, que comenzó esta semana y que precede al Yom Kipur, la
fiesta más santa y solemne del año y en la que estos fieles se pliegan a
la expiación, la reconciliación y, sobre todo, al arrepentimiento
sincero que han trabajado en sesiones como la de la imagen. Ya decía
Cervantes, al que se le atribuyen antepasados semitas e incluso una
conversión al judaísmo en los últimos años, que «un buen arrepentimiento
es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma». Así que es
lógico que el hombre en primer plano se aplique con tesón en la labor
espiritual mientras hace honor al lugar más sagrado de su religión y se
lamenta sin pudor frente al Muro por todos sus pecados, que a juzgar por
la intensidad de las súplicas, deben de ser tan oscuros como los trajes
ortodoxos.
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