Pattie Mallette es la mujer que hay detrás del hombre -aún en periodo de maduración- que es Justin Bieber. La madre de la estrella, adorada .
Pattie Mallette es la mujer que hay detrás del hombre -aún en periodo de maduración- que es Justin Bieber. La madre de la estrella, adorada por cientos de miles de fans a lo largo y ancho del planeta por haber traído al mundo al cantante -odiada por otros miles por el mismo motivo-, quiere dar ejemplo a todas esas chicas que corean el nombre de su hijo y demostrarles que no todo en la vida es coser y cantar. Pero que hay que ser fuerte.
Pattie repasa en un libro sus 36 años de vida, marcada por los abusos sexuales que sufrió cuando apenas era una niña. Desde los cuatro años soportó el maltrato de un canguro y del abuelo de un amigo. Un oscuro episodio que la persiguió hasta la adolescencia. Solo tenía 14 años cuando arrastrada por el «sentimiento de culpa» terminó en manos del alcohol y las drogas. Su depresión le hizo creer incluso que no debía seguir viviendo. Tras un intento de suicidio, un consejero cristiano consiguió aliviar su dolor, pero fue solo momentáneamente. Seis meses después volvía a estar sumida en los malos hábitos.
No fue hasta los 17 que su vida dio un giro y pudo salir del pozo; estaba embarazada de su novio de ida y vuelta, Jeremy Bieber. Nadie la creía capaz de criar a un hijo, pero desoyó a todos lo que la recomendaron que abortara: «Sabía que debía quedarme con él. Ni siquiera sabía cómo lo haría. Solo que no podía abortar». Así, con 18 años, la misma edad que hoy tiene su hijo, Pattie dio a luz a Justin. «Sé que suena loco, pero su llanto sonaba como si estuviera cantando». Amor de madre, dirán ustedes. Pero lo cierto es que no andaba muy desencaminada.
Sabía que su niño tenía algo especial y con 12 años comenzó a llevarle a concursos de talentos. Las actuaciones las subía a YouTube para que sus abuelos, que vivían en la otra punta de Canadá, pudiesen ver sus progresos, sin saber que en otra parte de Norteamérica un pez gordo de la industria musical también las seguía. Tan solo seis años después, su hijo es una estrella con una fortuna de más de 80 millones de euros.
Prometió que no volvería a quedar con hombres hasta que Justin tuviera 18 años y ya los cumplió en marzo... Comienza, pues, una nueva vida para Pattie.
TÍTULO: MANZANARES ABRE LA PUERTA DEL PRÍNCIPE:
El diestro alicantino José María Manzanares ha cortado tres orejas que pudieron ser cuatro en el mano a mano con Alejandro Talavante en la .
Tres toros de Núñez del Cuvillo –primero, segundo y sexto– y los otros tres de Juan Pedro Domecq, de dispares hechuras y presentación. Primero, flojo y bueno; segundo, soltaba la cara; tercero, descastado, parado, rajado, se echa antes de la suerte suprema; cuarto, se metía por el izquierdo; quinto, flojísimo y nobilísimo; sexto, con peligro. TOREROS: José María Manzanares, de purísima y oro. Entera, desprendida, recibiendo (dos orejas). En el tercero, pinchazo (palmas tras ovación). En el quinto, estocada corta tendida y descabello (oreja tras aviso). Alejandro Talavante, de grana y oro. Pinchazo y media estocada (saludos tras ovación). En el cuarto, estocada (oreja). En el sexto, pinchazo, estocada y descabello (saludos tras ovación). Incidencias: Real Maestranza de Sevilla. Domingo 23 de septiembre. Casi lleno. Calor, viento y cielo entoldado. Sobresaliente: Fernández Pineda. El banderillero Luis Blázquez sufrió una tremenda paliza tras una cogida por el primero, de pronóstico reservado, que le impidió continuar la lidia. En el tercero, Curro Javier brilló en la brega y Juan Trujillo en banderillas. El tercio de varas, en su conjunto, un simulacro.
José María Manzanares sumó ayer su tercera Puerta del Príncipe tras una actuación en la que prevaleció la estética, junto a momentos de arrojo y gallardía, como el recibo a sus dos primeros toros a portagayola; algo inusual en éste torero que atesora calidad suficiente como para evitarse ese trago frente al portón de los miedos. Pero el alicantino añadió casta a su habitual empaque. Todavía no se habían acomodado todos los espectadores, cuando Manzanares se hincó de rodillas frente a toriles para recibir al primero, un toro colorao y bien presentado, al que recibió con una larga cambiada para torear de pie a la verónica y por chicuelinas –en la última, muy ceñida, salió trompicado–.
Su banderillero Luis Blázquez salió vivo de milagro. Cerraba el segundo tercio dando ventajas al burel, cuando éste le alcanzó y le propinó una terrible paliza junto a tablas. A punto estuvo de macharle el cráneo bajo el estribo. El astado no obedecía a los capotes, ni siquiera se revolvía hacia Manzanares, que coleaba denodadamente al bicharraco, encelado con Blázquez, quien se levantó con un rictus de dolor tremendo. No podía ni tenerse en pie. Las asistencias lo llevaron de inmediato a la enfermería.
Molestado por el viento, Manzanares realizó una faena con series intensas, pero muy cortas –de tres muletazos y el de pecho la mayoría–. En una de ellas, el toro estuvo a punto de empitonarle; propinándole una voltereta. Con el público entregado, increíblemente, unos circulares fueron más ovacionados que los derechazos. Faltó más toreo al natural. Mató recibiendo y la espada cayó desprendida. El presidente no se lo pensó y sacó dos pañuelos blancos a la vez, anunciación de dos orejas.
Con el toro con el que Manzanares estuvo bien de verdad fue con el quinto, un juampedro bajo y algo montado, al que cuidaron en varas por su flojedad. Tan nobilísimo era el animal que precisaba un temple especial: el del alicantino, que le dejó refrescarse mucho entre tanda y tanda. Aquí, las series alcanzaron hasta cinco muletazos, más el pectoral, con el público rompiéndose las manos en ovaciones interminables. En una de ellas, con la diestra, la composición fue tan perfecta, que parte del respetable aplaudía puesto en pie. Anteriormente, una tanda con ligazón, en la que hilvanó dos naturales supuso una secuencia interminable. Un cambio de mano, adornos en los remates, con trincherillas crujientes y el pase del desprecio como rúbrica de una faena que supuso una explosión de emoción para los tendidos, fueron el epílogo de una obra preciosa y precisa. Tras una estocada y un descabello, fue premiado con una oreja. Desde luego, en ésta ocasión el trofeo era de ley. Mucha más faena que la anterior.
Con el castaño tercero -al que había recibido a portagayola-, un toro descastadísmo, que posiblemente se lesionó en la lidia y que se echó antes de ser estoqueado, no tuvo opción alguna al lucimiento.
Alejandro Talavante, que contó con el peor lote, también se picó, pimienta necesaria para los mano a mano. De hecho, recibió a su primero –segundo de la tarde–, un toro de Cuvillo de generosas defensas, con una larga cambiada de rodillas, para continuar, de pie, por delantales. Cuando más arreciaba el viento, al trasteo del extremeño le sobraron enganchones.
Con el cuarto, que se metía por ambos pitones, apostó fuerte, sufriendo un par de coladas escalofriantes. Lo mejor lo consiguió al natural, con un par de tandas en las que tragó mucho y resolvió con muletazos muy ceñidos. Mató en el primer envite y fue premiado con una oreja.
Con el sexto, un galán, cinqueño, bien armado, que resultó peligroso, no se arredró. Hubo quietud en una faena con una buena apertura, en la que volvió a destacar con la izquierda. Por el derecho, salvó el pellejo por reflejos en uno de los viajes que le lanzó el colorao de Núñez del Cuvillo.
La salida a hombros de Manzanares por la Puerta del Príncipe fue memorable. Le llevaron hasta el Hotel Colón, pasando frente a la Iglesia de la Maddalena a los gritos de "¡Tú eres sevillano!, ¡Tú eres sevillano!". El torero donó la chaquetilla purísima y oro a un puñado de aficionados. Partidarios que, emocionados, se repartieron, en trozos, el celeste tesoro. Fieles para quienes esos pedacitos azules son, a estas horas, reliquias inolvidables de una tarde histórica en la que Sevilla renovó su idilio con Manzanares.
José María Manzanares sumó ayer su tercera Puerta del Príncipe tras una actuación en la que prevaleció la estética, junto a momentos de arrojo y gallardía, como el recibo a sus dos primeros toros a portagayola; algo inusual en éste torero que atesora calidad suficiente como para evitarse ese trago frente al portón de los miedos. Pero el alicantino añadió casta a su habitual empaque. Todavía no se habían acomodado todos los espectadores, cuando Manzanares se hincó de rodillas frente a toriles para recibir al primero, un toro colorao y bien presentado, al que recibió con una larga cambiada para torear de pie a la verónica y por chicuelinas –en la última, muy ceñida, salió trompicado–.
Su banderillero Luis Blázquez salió vivo de milagro. Cerraba el segundo tercio dando ventajas al burel, cuando éste le alcanzó y le propinó una terrible paliza junto a tablas. A punto estuvo de macharle el cráneo bajo el estribo. El astado no obedecía a los capotes, ni siquiera se revolvía hacia Manzanares, que coleaba denodadamente al bicharraco, encelado con Blázquez, quien se levantó con un rictus de dolor tremendo. No podía ni tenerse en pie. Las asistencias lo llevaron de inmediato a la enfermería.
Molestado por el viento, Manzanares realizó una faena con series intensas, pero muy cortas –de tres muletazos y el de pecho la mayoría–. En una de ellas, el toro estuvo a punto de empitonarle; propinándole una voltereta. Con el público entregado, increíblemente, unos circulares fueron más ovacionados que los derechazos. Faltó más toreo al natural. Mató recibiendo y la espada cayó desprendida. El presidente no se lo pensó y sacó dos pañuelos blancos a la vez, anunciación de dos orejas.
Con el toro con el que Manzanares estuvo bien de verdad fue con el quinto, un juampedro bajo y algo montado, al que cuidaron en varas por su flojedad. Tan nobilísimo era el animal que precisaba un temple especial: el del alicantino, que le dejó refrescarse mucho entre tanda y tanda. Aquí, las series alcanzaron hasta cinco muletazos, más el pectoral, con el público rompiéndose las manos en ovaciones interminables. En una de ellas, con la diestra, la composición fue tan perfecta, que parte del respetable aplaudía puesto en pie. Anteriormente, una tanda con ligazón, en la que hilvanó dos naturales supuso una secuencia interminable. Un cambio de mano, adornos en los remates, con trincherillas crujientes y el pase del desprecio como rúbrica de una faena que supuso una explosión de emoción para los tendidos, fueron el epílogo de una obra preciosa y precisa. Tras una estocada y un descabello, fue premiado con una oreja. Desde luego, en ésta ocasión el trofeo era de ley. Mucha más faena que la anterior.
Con el castaño tercero -al que había recibido a portagayola-, un toro descastadísmo, que posiblemente se lesionó en la lidia y que se echó antes de ser estoqueado, no tuvo opción alguna al lucimiento.
Alejandro Talavante, que contó con el peor lote, también se picó, pimienta necesaria para los mano a mano. De hecho, recibió a su primero –segundo de la tarde–, un toro de Cuvillo de generosas defensas, con una larga cambiada de rodillas, para continuar, de pie, por delantales. Cuando más arreciaba el viento, al trasteo del extremeño le sobraron enganchones.
Con el cuarto, que se metía por ambos pitones, apostó fuerte, sufriendo un par de coladas escalofriantes. Lo mejor lo consiguió al natural, con un par de tandas en las que tragó mucho y resolvió con muletazos muy ceñidos. Mató en el primer envite y fue premiado con una oreja.
Con el sexto, un galán, cinqueño, bien armado, que resultó peligroso, no se arredró. Hubo quietud en una faena con una buena apertura, en la que volvió a destacar con la izquierda. Por el derecho, salvó el pellejo por reflejos en uno de los viajes que le lanzó el colorao de Núñez del Cuvillo.
La salida a hombros de Manzanares por la Puerta del Príncipe fue memorable. Le llevaron hasta el Hotel Colón, pasando frente a la Iglesia de la Maddalena a los gritos de "¡Tú eres sevillano!, ¡Tú eres sevillano!". El torero donó la chaquetilla purísima y oro a un puñado de aficionados. Partidarios que, emocionados, se repartieron, en trozos, el celeste tesoro. Fieles para quienes esos pedacitos azules son, a estas horas, reliquias inolvidables de una tarde histórica en la que Sevilla renovó su idilio con Manzanares.
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