domingo, 14 de abril de 2013

LA CARTA DE LA SEMANA TELEPAPA,./ EL BLOC DEL CARTERO LA TIENDA DEL AMIGO,.

TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA TELEPAPA,.

Telepapa

 – La exposición mediática del Papa es un fenómeno que puede parecernos normal, y que de hecho lo es, en esta fase de la Historia; pero es un ...

La exposición mediática del Papa es un fenómeno que puede parecernos 'normal', y que de hecho lo es, en esta fase de la Historia; pero es un fenómeno tan aparatoso que, inevitablemente, afecta la vida de los católicos, si no en lo sustantivo de su fe, al menos en la forma de vivirla. Durante siglos, un católico podía morirse muy tranquilamente sin saber siquiera quién era el Papa de Roma; o sabiéndolo solo de forma muy brumosa, ignorando si era gordo o flaco, alto o bajo, taciturno o dicharachero, finísimo teólogo o rustiquísimo pastor. Durante siglos, a un católico le bastaba con saber que en Roma había un hombre que era vicario de Cristo en la Tierra; y que ese hombre, cuya sucesión estaba asegurada, custodiaba el depósito de la fe que él profesaba, heredada de sus antepasados. Durante siglos, un católico vivía su fe en la oración, en la frecuentación de los sacramentos y en la celebración comunitaria; y las únicas enseñanzas que recibía eran las que el cura de su aldea lanzaba desde el púlpito y las que le transmitían sus mayores, al calor del hogar. Así ocurrió desde la fundación de la Iglesia hasta hace unos pocos siglos; y aquella fue la edad de oro de la Cristiandad.
Antes de alcanzar esta fase mediática de la Historia hubo otra fase intermedia, en la que la difusión de la imprenta permitió a un católico curioso conocer los pronunciamientos de los papas en cuestiones de fe y moral, a través de sus encíclicas; y también, si acaso, las dificultades que el papado atravesaba, en medio del concierto político internacional. Para entonces, un católico conocía la efigie del Papa, gracias a las estampitas; y, si era lector ávido de periódicos y revistas, podía hacerse una idea somera de las líneas maestras de su pontificado. Pero una inmensa mayoría de católicos seguía ignorante de tales particulares; y seguía viviendo su fe al modo tradicional: en comunión con sus paisanos y atendiendo las enseñanzas del cura de su aldea, que tal vez fuera un santo o tal vez un hombre de moral relajada y hasta disoluta; cuestión que el católico de a pie se le antojaba más bien baladí, pues le bastaba con saber que, santo o libertino, ese cura, mientras oficiaba la misa, era 'otro Cristo'. Era una época en que las instituciones estaban por encima de las personas que las encarnaban.
Pero llegó esta fase mediática de la Historia, y todo se descabaló. El Papa, de repente, se convirtió en una figura omnipresente; y el católico de a pie empezó a conocer intimidades peregrinas sobre el Papa: empezó a saber si el Papa padecía gota o calvicie; empezó a saber si le gustaba el fútbol o el ajedrez; empezó a saber si era austero o magnificente en el vestir; si calzaba zapatos de tafilete o cordobán; si gustaba de probarse el sombrero de mariachi o el tricornio que le obsequiaban los fieles que recibía en audiencia, o declinaba tan dudoso honor. Y se le dijo que, conociendo tales intimidades peregrinas, el católico podría amar más acendradamente al Papa, que de este modo se tornaría más «humano», más «cercano» y «accesible». Afirmación por completo grotesca, pues el Papa no tiene otra misión en la tierra que ser vicario de Cristo en la tierra; y, para aproximarse a Cristo, para hacerlo más «humano», «cercano» y «accesible», el mismo Cristo ya nos dejó la receta: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregrino fui y me acogisteis», etcétera. No es conociendo intimidades peregrinas del Papa como el católico se acerca a Cristo, sino padeciendo con los 'pequeñuelos' en los que Cristo se copia.
Cabe preguntarse si, por el contrario, esa omnipresencia mediática del Papa no contribuye a que la fe del católico se distraiga o enfríe. Cabe preguntarse si el seguimiento mediático del Papa no tan solo en sus pronunciamientos sobre cuestiones que afectan a la fe y a la moral, sino en las más diversas chorradas cotidianas no genera una suerte de 'papolatría', en todo ajena a la tradición católica y más bien limítrofe al fenómeno fan que provocan cantantes, futbolistas o actores. Cabe preguntarse también si esa exposición mediática tan abusiva del Papa no genera una distorsión en la transmisión de la fe. Pues si Cristo hubiese deseado que la fe se transmitiera 'a lo grande', habría inventado de una tacada el megáfono, la radiofonía, las antenas repetidoras, la línea ADSL, la TDT y las redes sociales de Internet; y, habiendo podido hacerlo, prefirió que la fe se transmitiera en el calor del trato humano, a través de pequeñas comunidades que fueron ampliándose mediante el testimonio personal e intransferible corazón a corazón de sus seguidores.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO LA TIENDA DEL AMIGO,.

La tienda de mi amigo

Tengo un amigo que regenta un pequeño comercio tradicional en el centro antiguo de Madrid. Un barrio viejo, castizo, donde la crisis,.
Tengo un amigo que regenta un pequeño comercio tradicional en el centro antiguo de Madrid. Un barrio viejo, castizo, donde la crisis económica, como en todas partes, ha golpeado fuerte en los últimos años, dejando, como paisaje después de la batalla -una batalla que está lejos de terminar-, innumerables tiendas cerradas a modo de cadáveres. Jalonando así años de imbécil incompetencia oficial y también, a veces, de imbécil irresponsabilidad ciudadana particular. Como la mayor parte de sus colegas de la zona, mi amigo se lamenta cada vez que entro en su tienda y pregunto cómo van las cosas. A veces se limita a señalar la tienda vacía de clientes, los escaparates de los comercios vecinos que ofrecen saldos desesperados, o con el cartel Se traspasa muestran estantes vacíos y cristales polvorientos. Mi amigo, que era votante de izquierdas, acabó votando a la derecha en los últimos años del Pesoe y ahora ya no sabe a quién diablos votar. Son todos igual de hijos de puta, me dice. La totalidad del arco parlamentario y la madre que lo parió. Luego cuenta que hace tiempo que no puede pegar ojo por las noches. Tengo cincuenta y cuatro años, subraya. Mucha tela por delante. Y sólo esta tienda para vivir y dar de comer a mi familia. Y por primera vez en mi vida me preocupa la vejez. No sé cuánto tiempo podré aguantar así. Hoy sólo han entrado tres personas en la tienda y ninguna compró nada. Estoy asustado. Te lo juro. Tengo verdadero miedo.
Le comento que el sábado pasado vine a comprar algo para un regalo, y la tienda estaba cerrada. «Es que los sábados por la tarde cierro», dice. Le pregunto por qué lo hace, si precisamente ese día es cuando más gente se mueve por el centro de la ciudad. Cuando más público pasa por delante de su tienda. Y su respuesta me deja pensativo: «Es que yo también tengo derecho». Derecho a qué, pregunto tras unos segundos para digerirlo. «A descansar como todo el mundo -dice-. El mismo que tienes tú». Le respondo que, en primer lugar, yo trabajo de ocho a diez horas diarias todos los días de la semana, pero que ésa no es la cuestión. El asunto es que hay quienes pueden permitirse no trabajar día y medio a la semana, si quieren; pero ése no es su caso. No, desde luego, en la angustiosa situación que me describe cada vez que entro en la tienda. No con la crisis, la escasez de clientes, la necesidad urgente, en tiempos como éstos, de romperse los cuernos para arañar sustento a la vida.
Le digo todo eso, más o menos. Con términos adecuados para un amigo. Y añado que las palabras «tengo derecho» pueden ser engañosas. Uno tiene derecho a todo, naturalmente. Pero sólo cuando puede permitírselo. Cuando está a su alcance. Yo también tengo derecho a pasar un año leyendo y viendo pelis, navegar el Mediterráneo sin dar golpe, tener una villa en la Toscana o moverme por Madrid en un Rolls Royce con chófer. Pero no me lo puedo permitir, así que me olvido de ello. Todos tenemos derecho a pasar unas vacaciones en el Caribe, a una segunda casa en la playa, a una Harley Davidson, a cenar en Le Grand Véfour con George Clooney o Mónica Bellucci. Pero de ahí a poder media un trecho. Y en tu caso, le digo a mi amigo, tal y como están las cosas, tu derecho a cerrar la tienda los sábados por la tarde, en una calle peatonal y justo a quinientos metros del Corte Inglés, resulta más difícil de ejercer. «Pues abre tú la tienda», responde, algo picado. Yo no tengo tienda que abrir un sábado por la tarde, respondo. Pero tú sí la tienes, y vives de ella. Y ese día eliges descansar. Eres muy dueño. Pero en tal caso deberías matizar la queja. Por otra parte, añado, no eres el único. Prueba a encontrar, por ejemplo, un quiosco de prensa abierto un domingo a partir de medio día. Verás qué risa. ¿Y sabes lo que te digo? Si esta infame crisis hubiera estallado en tiempos de nuestros padres, que ésa sí fue una generación lúcida, sacrificada y admirable, ellos habrían tardado poco en mandarnos a trabajar a la pescadería de la esquina, para llevar dinero a casa. Y por cierto -recuerdo, de pronto-. Tienes un hijo, ¿verdad? Un mocetón de veinticuatro tacos que aún no ha terminado la carrera, y que cuando la termine irá directamente al paro. Vive en tu casa, come y duerme en ella. ¿Por qué no le dices que venga los sábados por la tarde y se encargue de la tienda?... «La tienda no le gusta -responde mi amigo-. Además, si lo planteo, mi mujer me mata». Me lo quedo mirando, encojo los hombros y sonrío, convencido. Pues eso mismo, comento. Pues eso.


No hay comentarios:

Publicar un comentario