domingo, 28 de abril de 2013

EL REY ENCARRILADO,./ MI PADRE DECÍA QUE SOLO HAY QUE IZAR LAS BANDERAS CUANDO LAS PROHÍBEN,.

TÍTULO: EL REY ENCARRILADO,.

El rey encarrilado

La biografía de Guillermo Alejandro Nicolás Jorge Fernando de Orange se puede leer como la crónica de una domesticación. El hombre,.
La biografía de Guillermo Alejandro Nicolás Jorge Fernando de Orange se puede leer como la crónica de una domesticación. El hombre rubicundo y sonriente que vemos en las fotos, ese padre amantísimo que ayer mismo cumplió los 46 y pasado mañana se convertirá en rey de los Países Bajos, fue un joven propenso a los excesos que contemplaba su futuro con desgana. Y, si nos remontamos todavía más en su vida, nos encontraremos con un niño problemático y un poco salvaje, experto en dar quebraderos de cabeza a la familia real. De su infancia, se suele recordar aquella ocasión en la que dedicó un sonoro 'oprotten' a «la prensa holandesa», una forma menos fina de mandar a los periodistas al carajo, y también hubo alguna ocasión en la que recurrió directamente al tirachinas.
«Tenía problemas con mis padres y ellos los tenían conmigo», ha admitido el propio príncipe al ser preguntado por su adolescencia. Y eso que Guillermo Alejandro y sus hermanos -Friso, que ahora tiene 44 años y está en coma desde febrero de 2012 por un accidente de esquí, y Constantino, de 43- crecieron protegidos del escrutinio público y de su propia condición. Su madre, Beatriz, dio instrucciones al servicio para que los llamase por su nombre de pila, sin tratamientos ni bobadas. «Creo que tuvimos una infancia normal, nos veíamos expuestos solo en rarísimas ocasiones», recuerda el heredero. Ante el carácter cada vez más conflictivo de su hijo mayor, los reyes decidieron enviarlo a un internado de Gales, para ver si allí lo enderezaban. Después hizo el servicio militar y estudió Historia en la Universidad de Leiden, empleando seis años para una carrera de cuatro.
De aquella época le viene el apodo de 'Príncipe Pils', por su afición a trasegar cerveza. Como si fuese una venganza tardía por el exabrupto y las pedradas de la infancia, la prensa holandesa hizo popular una foto en la que se le veía bebiendo, y Guillermo Alejandro adquirió una fama quizá exagerada de príncipe parrandero e insensato. «Mi imagen no es algo que me mantenga ocupado todos los días, pero me entristece que una fotografía mía con un vaso haya tenido más influencia en mi imagen que los años de entrenamiento para ser rey», se ha lamentado alguna vez. Lo que está claro es que, mientras apuraba las mieles de la juventud, que son mucho más dulces cuando se dispone de una asignación de príncipe, el porvenir que tenía marcado le parecía muy poco apetecible. Dorine Hermans, autora de varios libros sobre la familia real holandesa y la dinastía de los Orange, recuerda una frase que dijo el heredero a los dieciocho años: «Si me planteasen 'puedes elegir, tú o Friso', yo respondería inmediatamente que se hiciese cargo Friso. Pero creo que Friso no estaría de acuerdo. Él siempre les dice a los amigos: 'Podéis pelearos con Alex, pero no le matéis, porque entonces tendría que ser rey yo'».
¿Cómo es en realidad Guillermo Alejandro? «Es muy directo, tiene un gran sentido del humor, resulta encantador cuando quiere, pero también puede mostrarse muy testarudo e irascible -le describe Hermans-. Es un padre de familia que adora a su mujer y a sus hijas, y también a sus padres, sus hermanos y sus abuelos. En 1997 dijo que le gustaba más la manera de gobernar de su abuela Juliana que la de su madre, y siempre mantuvo una buena relación con su abuelo Bernardo, que le llevaba en barca cuando era niño y de adolescente le enseñó a pilotar». Los expertos en la casa real holandesa coinciden en señalar que Guillermo Alejandro ha salido mucho mejor de lo que esperaban, incluso hay alguno que considera su evolución «un pequeño milagro», y el mérito de esa metamorfosis se suele atribuir a Máxima Zorreguieta, la economista argentina a la que conoció en la Feria de Abril de Sevilla y con la que se casó hace once años. «Desde que ella entró en su vida, ha dado muestras de que le agrada la tarea a la que está destinado. Está totalmente entregado a Máxima», resume Dorine Hermans.
Máxima también ha sabido ganarse a los holandeses, pese a los recelos que inspiró el pasado de su padre, ministro durante la dictadura militar argentina. La pareja ha tenido tres hijas -Catalina Amelia, Alexia y Ariadna- y se ha mantenido más o menos limpia de escándalos. El más grave fue su inversión en un 'resort' turístico en Mozambique, un proyecto tachado de inmoral y ensombrecido por sospechas de corrupción que les ha complicado la vida durante cuatro años, hasta que en 2012 vendieron su propiedad. También han tenido enfrentamientos con los medios de comunicación e incluso llevaron a juicio a la agencia AP, por unas fotos que les habían tomado mientras esquiaban en Argentina. Pero, en general, los conflictos en los que se ve envuelto el príncipe son de índole menor: el año pasado se disculpó, por ejemplo, por haber participado en un torneo de lanzamiento de inodoros en Rhenen, bonito festejo en el que arrojó con estilo un váter pintado de naranja. Y también metió la pata durante un discurso en México, al citar en castellano la versión grosera de un refrán: «Camarón que se duerme -dijo- se lo lleva la chingada».
Maratón y patinaje
En las últimas semanas, la mayor controversia se ha referido a sus ingresos. Con la abdicación de su madre y su ascenso al trono, Guillermo Alejandro pasará a cobrar un salario anual de 825.000 euros, al que se suma una dotación de 4,4 millones para gastos. A Máxima le corresponderán 327.000 euros por un concepto y 574.000 por el otro. «Si hay recortes, debemos pensar que la mayor parte del gasto es por la gente que trabaja para nosotros. Y eso son empleos», destacó el príncipe en una entrevista televisiva que se emitió hace diez días. En ella también explicó por qué ha decidido reinar con su propio nombre, Guillermo Alejandro, en lugar de convertirse en Guillermo IV: «Quiero seguir siendo yo mismo», aclaró.
Por eso tampoco abandonará su gran afición, la de pilotar. Para mantener la licencia, ha de cumplir un determinado número de horas de vuelo al año, así que no resulta raro que el propio príncipe se ponga a los mandos en las salidas al extranjero de la familia real. «Esa responsabilidad de llevar un avión con pasajeros te aclara la mente», asegura. Guillermo Alejandro es además un buen deportista, que corrió en una ocasión la maratón de Nueva York y también completó, de incógnito, los doscientos kilómetros de la Carrera de las Once Ciudades, la gran fiesta del patinaje sobre hielo en Holanda. El martes, este experto en gestión del agua se convertirá en el rey más joven de Europa, y los holandeses contemplan el relevo sin las profundas dudas que el príncipe les inspiró durante muchos años. Eso sí, hay algo que ni siquiera Máxima ha conseguido corregir. A la argentina le encanta bailar, pero parece que su marido se adapta mejor al trono que al ritmo: «Intento empujarle -se resigna la futura reina-, pero tiene las caderas un poco rígidas».

TÍTULO:  MI PADRE DECÍA QUE SOLO HAY QUE IZAR LAS BANDERAS CUANDO LAS PROHÍBEN,.

«Mi padre decía que solo hay que izar las banderas cuando ... - Hoy

 «Mi padre decía que solo hay que izar las banderas cuando las prohíben»

Rosa Regàs juega con sus perros en el jardín de su masía, recostada sobre una hamaca y a la tenue sombra de la higuera que le regaló Oriol Bohigas. Cerca están el sauce llorón de Jaime Salinas, la palmera de Juan Benet y otros árboles de Félix de Azúa, Manuel Huerga, Javier Rioyo y un puñado de escritores, amigos y familiares. «Cuando me vine a vivir aquí, quienes me visitaban me preguntaban qué traían, y a todos les decía que un árbol. Así he formado este jardín», explica. Al fondo hay unos olivos y más allá una valla tras la que sestean ocas, burros y algunas gallinas. Es el entorno en el que discurre la existencia cotidiana de una mujer que, como tituló Neruda sus memorias, confiesa que ha vivido. Y cada día de su intensa trayectoria ha ido soltando lastre para apurar lo esencial: la oportunidad de emocionarse, reír, llorar, ser solidaria y poder hacer felices a quienes la rodean.
- Compré esta masía en 1975 y me empadroné aquí cuando empecé a trabajar para la ONU, pero no me vine a vivir de manera definitiva hasta que dimití como directora de la Biblioteca Nacional, en 2007.
La conversación ha comenzado en la cocina. Está sentada ante una mesa de madera antigua, aunque no tanto como la casa (1748), mientras los tres perros que la siguen a todas partes entran y salen y pasan entre los cestos donde hay patatas, cebollas, huevos y unos tomates.
- Ha ocupado puestos relevantes en importantes instituciones y ha viajado por todo el mundo. ¿Cómo lleva vivir sola en una masía aislada en el campo?
- Siempre he preferido pasear por una ciudad, pero el campo tiene muchas cosas buenas, aunque pagas un IBI que te mueres, si quieres conexión con la red de agua la tienes que poner tú y apenas hay cobertura de móvil, como si esto fuera Ghana. Pero me gusta ver amanecer en primavera, sentir los olores y los colores...
- ¿Y qué hace, cómo pasa las horas?
- Por la mañana, leo las noticias, cojo el coche y hago algunos recados. Luego, muy temprano, como algo y después camino un rato y trabajo. A última hora veo el programa de Wyoming y me salto las noticias porque me dan tristeza. Después leo, sobre todo novelas rusas del XIX, aunque también Proust y ensayos sobre los problemas actuales, y me acuesto. Y escucho música. Casi siempre clásica, de Bach a Richard Strauss.
- Se ha retirado al campo después de haber llevado una vida muy urbana desde siempre, porque nació en Barcelona y luego vivió en París...
- Sí. Mi padre era de ERC y tenía un cargo en la Generalitat en el momento en que comenzó la guerra. Él estuvo en Barcelona hasta el día antes de la caída de la ciudad, pero a mi hermano Oriol y a mí nos enviaron a París en 1937. Luego, acabada la guerra, mi abuelo -que, como la mayoría de la burguesía catalana, se había pasado al franquismo- logró que volviéramos. Nunca olvidaré que el día antes de partir estuvimos con mi padre en París viendo 'Blancanieves'. Mi abuelo, que era católico y facha, consiguió la patria potestad y nos enviaron a colegios de curas y monjas.
- No parece tener un recuerdo muy idealizado de su infancia.
- Es que no se puede idealizar viviendo con un abuelo déspota que era como Abraham: nos habría sacrificado si Dios se lo hubiese pedido. Por su culpa, solo podíamos ver a mi madre una vez al mes.
- ¿Por qué?
- Porque mis padres se habían separado y mi madre se fue a vivir con una amiga con la que estuvo hasta su muerte, con más de 90 años. Hasta los 17 apenas me relacioné con nadie: mis compañeras de colegio tenían prohibido hablar con la hija de unos rojos y además separados...
- ¿Envidiaba usted a las familias tradicionales?
- Cuando estaba interna en el colegio, venían los padres de las demás chicas a verlas y yo pensaba que algún día tendría una familia pero distinta. Al final me inventé la mía porque no me gustaban los modelos que veía. Creo que el éxito está en que los padres (o las madres) sean autónomos y consigan que los niños lo sean. No hay que imponer nada, salvo la buena educación.
Los años del cambio
Se casó muy joven «con un chico de clase media-alta» y a los 24 años tenía cinco hijos. Entonces, se matriculó en la Universidad gracias a las 3.000 pesetas que le dio su madre para hacerlo. «Al principio, a mi marido no le gustó que estudiara», recuerda con la mirada casi perdida, mientras recorre la casa con los periodistas, enseñándoles dónde duermen sus nietos y bisnietos cuando van a visitarla. Confiesa que no se sentía identificada con Rosa María Sardà cuando la interpretó a ella en la serie de TV basada en el libro en el que contaba sus veranos rodeada de nietos en la masía y se ríe, jovial, cuando se le pregunta por su trayectoria inicial de 'señora de la buena sociedad catalana'. «Ni mi hermano ni yo heredamos nada de nuestro abuelo. Siempre he vivido del dinero que he ganado. Toda la vida me han llamado 'pija' y no sé muy bien por qué».
- Tras su paso por la Universidad, trabajó en una editorial. Allí conoció a Carlos Barral. ¿Cómo fue la experiencia?
- Mi educación literaria la hice con él, de 1964 a 1970. Si los intereses espurios de ciertas personas no le hubieran arrebatado su editorial, yo habría seguido allí, donde conocí a tantos autores. Pero no fue así, y en 1970 monté mi propia editorial para hacer lo que había aprendido.
- Y luego una revista de arquitectura, y su presencia en las noches de Bocaccio... Ustedes, los de la 'gauche divine', eran modernos, glamurosos, de izquierdas.
- Nos divertíamos y vivíamos, pero también trabajábamos mucho. Eso de la 'gauche divine' tenía su gracia, pero la denominación estaba equivocada. Éramos de izquierdas, sí, pero casi nadie militaba en ningún partido. Y nos interesaba mucho saber lo que se estaba haciendo en el mundo en distintas disciplinas.
- Además, tenían vidas agitadas que algunos han ido contando con muchos detalles, a veces escabrosos. ¿Le molestó lo que publicó Salvador Pániker en sus diarios?
- ¿Qué? ¿Lo de que nos habíamos acostado? Algún tiempo después de publicar el libro nos encontramos y se lo comenté: 'Mira Salvador, si tú lo dices no tengo por qué dudarlo, pero la verdad es que no lo recuerdo...' Si has llevado una vida muy libre, esa es la respuesta adecuada. Al margen de eso, las cosas pueden verse así, como dice, pero tenga en cuenta que entonces los famosos no eran como ahora. En el piso de encima de mi casa de Cadaqués vivió Marcel Duchamp, pocos años antes de esta época de la que hablamos, y nunca vi por allí a ningún periodista...
Conciencia y literatura
La escritora habla de la represión vivida en esa época. No tanto la política, que sufrían más en Madrid, «donde muchos intelectuales estaban vinculados al PCE y por eso era mayor el control», como la social. Los recuerdos fluyen ante una botella de vino blanco y un fuet, y los ojos de Regàs sonríen tras los cristales azules de sus gafas al contar cómo eran los grupos de matrimonios católicos que aparecen en su reciente novela 'Música de cámara' y en los que ella misma participó. «El jefe del nuestro era Jordi Pujol, que iba con Marta Ferrusola. Lo pasé mal en esos años. Cualquier cosa que hicieras era un drama. La mierda de represión social del 'qué dirán' estaba muy vigente».
- Luego llegó su toma de conciencia política.
- Sí, el punto de partida estuvo en una conferencia de Vázquez Montalbán a la que asistí en la Universidad. Luego conocí a gente de izquierdas y hasta les dejé mi casa para reuniones. Tenían que irse un rato antes de que llegara mi marido... ¡Si se llega a enterar!
- Y la toma de conciencia personal.
- Al cumplir los 50 años estaba harta de la editorial y pensé que tenía pendiente escribir. Así que cambié el rumbo de mi vida: dejé de fumar, me separé, vendí la editorial, me puse a escribir y al tiempo preparé las oposiciones para traductora de la ONU. Empezó entonces mi vida de nómada.
- ¿Cómo fue esa vida?
- Soy una persona con raíces en las ideas, pero no en el territorio. Por eso he estado muy a gusto en todas partes, lo mismo en París que en Nairobi. El día que me iba de un sitio me daba algo de pena, pero se me pasaba enseguida, en cuanto pensaba que iba a conocer otro lugar.
- Lo de escribir parece una vocación tardía.
- No pude hacerlo hasta que me dediqué a la traducción. El primer libro fue un encargo que me hizo Carlos Trías, un texto sobre Ginebra. Luego llegué a la narrativa y descubrí que se basa en la experiencia y la memoria, pero hay que darle autonomía, hay que hallar la música de la prosa. Escribí mi primera novela con 58 años.
- Pero luego ha recibido los premios Nadal, Planeta, Ciudad de Barcelona y hace bien poco el Biblioteca Breve. ¿No se ha arrepentido de haber empezado antes, a la vista del éxito?
- No, porque entonces me habría perdido otra parte de mi vida, la gente que conocí... No cambiaría nada de mi pasado, ni siquiera mi matrimonio, aunque no haya podido presumir de que el amor de mi vida durara para siempre. No, creo que solo cambiaría unos pequeños errores, nada importante.
El futuro y las patrias
La entrevista continúa en un restaurante de Calella de Palafrugell situado en los bajos del antiguo hotel Batlle, donde Joan Manuel Serrat compuso 'Mediterráneo'. Para llegar hasta allí, hay que transitar unos kilómetros por una carretera que atraviesa un par de núcleos de población y luego caminar por unas calles peatonalizadas en las que pueden verse unas cuantas 'senyeras' y 'esteladas' en ventanas y balcones. Regàs comenta, casi resignada, que no le gusta ese alarde de banderas. Ni las catalanas ni las españolas, matiza.
- Nunca había visto tantas como ahora, en Barcelona y en Madrid. Mi padre decía que las banderas solo deben izarse cuando están prohibidas, y no es el caso. El amor que tengo por Cataluña no tiene nada que ver con eso. Si tuviera que buscar un referente, sería Espriu, no una bandera.
- Si no le gustan las banderas, tampoco las continuas apelaciones a la patria que hacen algunos.
- Por supuesto. Pero no es de ahora. Fíjese en lo que ocurrió con Banca Catalana. Pujol dijo que aquello era un ataque a Cataluña. La confusión del líder con la patria es el primer paso hacia el fascismo. Ahora sucede igual. Y la patria esconde tanta mierda... Todo es una gran estafa. También lo es tener un presidente del Gobierno que ha incumplido todas sus promesas. Todo es una broma macabra, y la mayor es que la deuda privada de los bancos se convierta en pública y se pague con la casa, la sanidad y la educación de la gente.
- ¿Imagina una Cataluña independiente?
- Tengo muy poca imaginación para el futuro. Pero lo que más me sorprende es que luchemos por una Cataluña independiente de la mano de un partido lleno de corruptos.
- En un ámbito más personal, ¿qué pide al futuro?
- Me gustaría envejecer con la cabeza clara, como mi madre. Me gustaría despedirme de mis hijos, decirles que he tenido una vida intensa. Y que ellos, que tienen trabajos relacionados con la cultura, puedan salir adelante. En cuanto a los amigos, me quedan tan pocos... Casi todos han muerto.
- ¿Echa de menos a alguien?
- Sí. A Eugenio Trías, a Agustí Fancelli, a Carlos Barral, a mi madre y a muchos más. Realmente, ya no tengo a nadie con quien hablar de literatura.
- ¿Se ha quedado con ganas de mandar a hacer puñetas a mucha gente?
- No. Lo he hecho en cada ocasión en la forma en que he podido. Tampoco me gusta romper con nadie. No lo hecho ni con mi marido ni con mis amantes. Soy más de acumular. Por eso, cuando hago una fiesta aquí, por cualquier motivo, aparecen muchas personas. Tener una casa siempre abierta es una de las cosas que más me gustan.
- Pero vive sola.
- Es curioso. Nunca he necesitado de mucha gente, pero si me dicen hace unos años que iba a vivir aquí, sola, y encima disfrutarlo... Eso sí que es algo que he aprendido.
- ¿Qué es, finalmente, la vida?
- Una oportunidad que te da la naturaleza para emocionarte, reír, llorar, ser solidario... Algo que tiene su principio y su final y no hay que darle más vueltas. Nos rebelamos contra el olvido que seremos y por eso creamos cualquier trascendencia. Dentro de cincuenta años nadie se acordará de nosotros, y qué más da si hemos tenido la oportunidad de vivir. La vida es ir dejando lastre. Te da pena, pero no puedes volver atrás.

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