De la lectura del último y brillante análisis en
forma de libro de Miguel Ángel Aguilar (en la editorial que lleva su
nombre, aunque no sea suya) se deduce que hubo un tiempo en España en el
que los españoles decidimos no dar el espectáculo y sí ponernos de
acuerdo en empujar en la misma dirección. Aguilar, que es de
prosa deslumbrante y de ironía fina y despiadada, sostiene que resultó
tan milagroso como admirable que se rompieran las expectativas previas
de que volviéramos a las andadas con la reposición de lo más escogido de
nuestro repertorio violento y que, en cambio, nos comportáramos con la
frialdad de unos ribereños del Báltico, cartesianos y metódicos,
enfrascados en perpetrar el diálogo como norma esencial. Así, la
Constitución del 78 se hizo desde una explícita renuncia a la hegemonía y
fue el aglomerado centro político el lugar donde se dieron las
principales contiendas. Ello, sumado a otros factores, hizo posible el
milagro: la monarquía fue funcional, el rey valió, las Fuerzas Armadas
se transformaron en fuerzas leales, la Iglesia fue la de la concordia y
Europa fue parte de la solución, no del problema. Y algo más: la prensa
se puso al servicio de la causa. La reflexión más honda del
libro, a mi modesto entender, es la que Aguilar realiza a cuenta del
futuro papel del periodismo en esta sociedad de aluvión informativo que
está empezando a acostumbrarse a la falta de análisis y de tamiz. Se
pregunta: sin prensa, ¿habría libertades? Se contesta: sin libertades es
imposible una prensa que merezca ese nombre, pero sin prensa es muy
difícil que subsistan las libertades. La prensa ha hecho de
altavoz de las reclamaciones de la sociedad, ha escrutado el
comportamiento de los poderes, ha servido de espacio público para el
debate de problemas sin acabar de definir (al objeto de que resulten
definidos y ofrezcan la posibilidad de la toma de decisiones), ha
denunciado excesos y ha aplaudido comportamientos heroicos... Perder la
prensa es una forma de perder la contextualización de ese aluvión
imparable de información que generan los miembros activos de la
comunidad informativa, que ya son todos los ciudadanos. Si no se produce
el tamiz, la democracia se degrada; una prensa, por demás,
descontrolada y desprofesionalizada no cumple con su deber de vigilar a
los poderes, sino que se puede transformar en una fuente de odios,
enconos y embrutecimientos. Saldrá caro no tener periodismo, mantiene
Aguilar y lo suscribo.
Libros como el mentado sirven, entre otras cosas, para evitar la oxidación de la democracia. Aguilar no es precisamente amigo del poder: todos, de hecho, tienen la tendencia a desconfiar de él. Supongo que añora las redacciones insalubres, aquellas que reunían todos los grandes pecados imperdonables en la aséptica sociedad actual: se fumaba, se bebía y se hacía ruido. Las redacciones de hoy en día son silenciosas y asépticas como un quirófano. Ello las convierte en poco o nada canallas, y el periodismo sin determinado canalleo pierde mucha literatura. Aguilar es un buen canalla, tiene una mala leche cósmica, pero un sentido del humor que le hace inusualmente brillante, como cuando sostiene que el estado del bienestar pronto será un sueño perdido: de hecho, asegura que los pensionistas veremos cómo nos harán pasar una especie de ITV al objeto de determinar quién no está en condiciones de seguir y hacernos así pasar por un pasillo para que el acreditado Cuerpo de Puntilleros del Estado nos elimine de un golpe certero.
Hubo un tiempo, como sostiene el libro, en que nadie apostaba por España. Y, a pesar de ello, España salió adelante. Fue una suerte de deseo colectivo que unió voluntades muy diversas, claramente antagónicas incluso. Fue un tiempo en el que España encontró la salida de la selva contra todo pronóstico. De hecho, no pocas veces a lo largo de su historia España ha vivido contra pronóstico. Este momento puede que sea uno de ellos. Bueno sería encontrar salida mediante alguna de las fórmulas que rescata el insustituible Miguel Ángel Aguilar.
Libros como el mentado sirven, entre otras cosas, para evitar la oxidación de la democracia. Aguilar no es precisamente amigo del poder: todos, de hecho, tienen la tendencia a desconfiar de él. Supongo que añora las redacciones insalubres, aquellas que reunían todos los grandes pecados imperdonables en la aséptica sociedad actual: se fumaba, se bebía y se hacía ruido. Las redacciones de hoy en día son silenciosas y asépticas como un quirófano. Ello las convierte en poco o nada canallas, y el periodismo sin determinado canalleo pierde mucha literatura. Aguilar es un buen canalla, tiene una mala leche cósmica, pero un sentido del humor que le hace inusualmente brillante, como cuando sostiene que el estado del bienestar pronto será un sueño perdido: de hecho, asegura que los pensionistas veremos cómo nos harán pasar una especie de ITV al objeto de determinar quién no está en condiciones de seguir y hacernos así pasar por un pasillo para que el acreditado Cuerpo de Puntilleros del Estado nos elimine de un golpe certero.
Hubo un tiempo, como sostiene el libro, en que nadie apostaba por España. Y, a pesar de ello, España salió adelante. Fue una suerte de deseo colectivo que unió voluntades muy diversas, claramente antagónicas incluso. Fue un tiempo en el que España encontró la salida de la selva contra todo pronóstico. De hecho, no pocas veces a lo largo de su historia España ha vivido contra pronóstico. Este momento puede que sea uno de ellos. Bueno sería encontrar salida mediante alguna de las fórmulas que rescata el insustituible Miguel Ángel Aguilar.
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