Al día siguiente todo fue igual,
Tan sórdido como siempre.
Se realzaba en la incesante espontaneidad
De hacer lo que guste, de ser propio.
Habiendo determinado una vida agridulce
Luchando continuamente por no perecer
En aquella casita del bosque
Se erguía complacido de su pasado.
En cuanto del futuro era desconocido
Se contentaba con el ahora
Y de estar al tanto, ni le digo.
Ensimismado en su mundo.
El eterno lago pincelado
Entre esos amplios terrenos verde vivo
Servía de pacificador para el viejo montañés.
Disfrutar amaba, de saber que
En cuanto entrase, sin monedas de todos modos
El intenso aroma a café con leche (o mate cocido) lo invadiría
Un mantel con manchas de tiempo, y un hogar a carbón.
El octavo tren pasó efímero y puntual
En una de las ventanillas, el rostro de una muchacha
Entre la niebla de la mañana
El vagón se difuminó.
Una astilla de la frágil caña
Se incrustó en su meñique
No fue el dolor quien lo invadió, sino la melancolía
De las pocas astillas que sobraban todavía.
Hundió las zapatillas en el agua y fijó rumbo.
Esa no iba a ser la mañana
De enigma de Agosto.
En aquella casita del bosque
Próxima al ombú más viejo
El rústico filósofo continuó
Coleccionando años.
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