Algo echa mucho humo ahí al fondo, y no se trata precisamente de un turista que se haya pasado con las horas de exposición al sol. En el horizonte, más allá de los cuerpos tostados y el 'dolce far niente' mediterráneo, se esconden los tres mil trescientos y pico metros del Etna, el volcán siciliano, una montaña a la que se puede llamar mítica sin que suponga una exageración: al fin y al cabo, contaban los antiguos griegos que fue allí donde Zeus aprisionó al poco recomendable Tifón, padre de todos los monstruos.
El Etna lleva una temporada de mucha actividad, con diez erupciones en poco más de un mes. El viernes empezó de nuevo. De cerca, sus bruscos esputos de lava son capaces de intimidar al más templado, pero a esta distancia solo se ve el humo, como una nube larga que cruza el cielo azulísimo, y parece que eso ya no inspira nada de miedo, ni siquiera una mínima curiosidad. Los veraneantes siguen a lo suyo, a abrazar el sol y la vida, y probablemente continuarían igual aunque escapase de pronto el mismísimo Tifón, con sus piernas hechas de serpientes y su fuego en los ojos y el aliento. Como mucho, a lo mejor se giraban hacia él para ver si tanto calor les aceleraba un poco el moreno.
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