Leí el otro día un curioso reportaje en el que se detallaban los tatuajes que los famosos llevan en sus cuerpos. Algunos que ya me los sabía, como el ‘Antonio’ que luce en su brazo Melanie Griffith, o los de Angelina Jolie o David Beckham, que llevan el cuerpo decorado con el nombre de sus respectivos (y numerosos) churumbeles. También sabía que Guti se tatuó este verano el nombre de una novia que le ha durado menos que un mojito. Ignoraba, en cambio, que cuando Johnny Depp rompió con Winona Ryder intentó borrar el ‘Winona forever’ que había grabado en su piel, pero, tal vez por desidia (o porque el borrado duele que no veas), la inscripción se quedó en ‘Wino forever’. Como ‘Wino’ no quiere decir nada, que yo sepa, tal vez uno de estos días Johnny se arme de paciencia y cambie la ‘o’ de ‘Wino’ por una ‘e’ y en su lengua materna aquello le luzca de lo más cool y enológico.
También ignoraba que Eva Longoria, que llevaba tatuado el nombre de su marido, una vez separada, tuvo que desmentir en Twitter que pensase arrancárselo de la piel. ‘Nada de quitar’ twitteó la bella,‘en todo caso estoy dispuesta a sumar más’, añadió, supongo que en referencia a que la próxima vez que se case agregará el nombre y el apellido del nuevo afortunado como en una lista de maridos. No está mal la idea, sobre todo si tiene la intención de casarse tantas veces como Elizabeth Taylor o Zsa Zsa Gabor. Esta última declaró una vez que nunca había odiado a un hombre tanto como para devolverle los diamantes.
Por lo que dice, imagino que Eva también está dispuesta a quedarse con ese romántico (aunque mucho menos lucrativo) souvenir de amores caducos. Original que es la chica. A mí lo que más me llama la atención de los tatuajes no es que se hayan convertido en un must, ni que duela muchísimo hacérselos, ni que la gente acabe pareciendo una alfombra persa con patas, sino su condición de perennes. Y es que puedo comprender que, cuando uno está enamoradísimo, se grabe el nombre del amado o de la amada en la piel, pero siempre y cuando luego se pudiera borrar. No en vano eso de intentar hacer perdurable un amor a base de escribirlo a cuchillo es más viejo que andar a gatas y así lo atestiguan todos esos árboles llenos de corazones, flechas y de ‘Te quiero, Pili/Manolo/etcétera’.
Pero una cosa es herir un árbol (que me perdonen los ecologistas) y otra muy distinta autolesionarse. La palabra ‘lesionar’ es adecuada en el caso que nos ocupa porque, al margen del dolor que produce o de la imposibilidad de borrarlo, incluso suponiendo que siga uno enamoradísimo, ¿realmente se tienen ganas de ver todos los días y a todas horas tatuado en la piel ‘Te quiero, Pili’? ¿No acaba uno harto de la tal Pili de puro omnipresente? Desconozco si algún sociólogo ha hecho un estudio sobre tatuajes, pero así, por puro sentido común, se me ocurre que existe una curiosa contradicción entre los tatoos y la vida moderna. No porque estos le hagan a uno parecer un pirata o un presidiario (anda, que esto también merece un análisis), sino porque cuanto más fugaces, epidérmicas y utilitarias son las relaciones amorosas más parece que la gente intenta perpetuarlas grabándoselas en el cuerpo.
Lo malo es que lo intenten hacer con tinta china y no a base de currárselo. Lo digo porque, como afirma un amigo mío, el amor es un oficio, una entrega, una auténtica trabajera. La gente, en cambio, piensa que es una especie de rayo divino y, por tanto, se siente ajena a él. Algo que tal como viene se va sin que el interesado tenga que ver con el asunto.‘Me desenamoré’ dice la gente, y después añade: ‘Ups, lo siento, chico/a; ahí te quedas’. Y así, van de amor eterno en amor eterno, como en una sucesión de nubes rosadas tan algodonosas como fugaces. Y lo más que hacen para evitar caerse de la nube es tatuarse en la piel el nombre amado como si ‘Te quiero, Pili’ fuera un conjuro, un pliego de intenciones o un seguro de vida. Pelín infantil, me parece a mí.
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