El otro día fui con mis hijas, yernos y nietos a un parque temático de esos en los que hay desde tiovivos a coches de choque, pasando por simuladores de `La guerra de las galaxias´, hasta, cómo no, varias montañas rusas a cual más espeluznante. Recuerdo que, desde que entramos en el recinto, yo iba preguntándome si esos aparatos que le hacen a uno ponerse cabeza abajo y apretar los dientes para que no se le salga el corazón por la boca seguirían produciéndome tanto pavor como en mi infancia y adolescencia. La respuesta la tengo enmarcada en mi casa: se trata de una foto en la que aparecemos mi nieto Jaime y yo en una montaña rusa (imagínense cómo será de aterradora si dejan subir a niños de cuatro años). En la instantánea puede verse a Jaime, tronchado de risa pasándoselo en grande, y, a su lado, una venerable anciana (moi même) demacrada, ojos desorbitados de horror y aferrada a él -no para protegerlo, que ni falta le hacía-, sino como si fuera el último flotador del Titanic.
Esa soy yo, una cagueta. Lo he sido toda la vida, y para mí es un absoluto misterio el atractivo que ejerce este tipo de miedo en el ser humano, el del chute de adrenalina y ay, ay, que me caigo. Como en general la fascinación por el miedo es un tema que me intriga, he leído bastante sobre él. Hace poco encontré un artículo que enumeraba las hipótesis más aceptadas últimamente. Decía que, con toda una sobredosis de aterradoras películas gore y series sobre vampiros, hombres lobos, asesinos en serie y zombis haciendo fortunas en taquilla, gusto por los baños de sangre simulados le hace a uno preguntarse: ¿por qué fascina tanto que nos aterren o que nos produzcan asco? Hay respuestas para todos los gustos.
Una explicación psicoanalítica, por ejemplo, dice que se trata de una nostalgia de etapas infantiles en las que lo sucio aún no era tabú. Otra apunta a que ciertas películas de horror proporcionan al espectador masculino la posibilidad de revelar su lado femenino (a través de la identificación con la protagonista a punto de ser violada/asesinada/etcétera). Otras sostienen que, si los vampiros causan estragos entre chicos y chicas, es porque se trata de la fantasía sexual de una violación y que los colmillos son símbolos fálicos. Incluso hay una que elabora una compleja hipótesis sobre la homosexualidad latente del monstruo de Frankenstein.
Yo leo todo esto aplicadamente, pero no acabo de comulgar con ninguna de sus teorías. De hecho, tengo la mía propia y aquí la dejo para ver qué les parece. Está basada en uno de mis escritores favoritos, Bruno Bettelheim, autor de un libro extraordinario, Psicoanálisis de los cuentos de hadas. En él estudia por qué esas narraciones clásicas que todos conocemos y que siguen transmitiéndose de padres a hijos, a pesar de ser crueles y muy políticamente incorrectas (en ellas hay caníbales, como en `Hansel y Gretel´; incestos, como en `Piel de Asno´; amputaciones, como en `La sirenita´, etcétera), tienen una misión fundamental en la maduración del niño. Según él, sentir miedo, repugnancia y horror de forma vicaria, que es lo que sucede cuando uno lee un libro o ve una película, sirve para dos cosas. Una obvia y moralizante: alertar de los peligros de la vida. Otra menos obvia: canalizar el miedo que todo niño siente a lo desconocido y darle forma (de ogro, de dragón, de bruja), con lo que se lo prepara para enfrentarse a los elementos malvados en la vida adulta. Es algo así como una vacuna que, a través de un pequeño dolor o pinchazo, lo salva a uno de un mal mayor.
Y es que sentir miedo es necesario. Pero hay miedos y miedos, y debe uno elegir el que le sea más útil sin causarle traumas. Por eso le estoy muy agradecida a mi padre, que, cuando mis amigas venían a buscarme para ir al -para mí horrible- parque de atracciones, decía: «Lo siento, Carmen está muy atrasada en sus estudios, se queda conmigo». Y allí me quedaba yo con él, leyendo a Edgar Allan Poe y aterrándome con sus cuervos, sus gatos negros y su barril de amontillado. Porque ese estremecimiento sí me gustaba y, al mismo tiempo, sin yo saberlo, me ayudaba a crecer.
Los cuentos que siguen transmitiendose de padres a hijos, a pesar de ser crueles y políticamente incorrectos, tienen una misión fundamental en la maduración. Adiós verano, bienvenido otoño!! foto.
Esa soy yo, una cagueta. Lo he sido toda la vida, y para mí es un absoluto misterio el atractivo que ejerce este tipo de miedo en el ser humano, el del chute de adrenalina y ay, ay, que me caigo. Como en general la fascinación por el miedo es un tema que me intriga, he leído bastante sobre él. Hace poco encontré un artículo que enumeraba las hipótesis más aceptadas últimamente. Decía que, con toda una sobredosis de aterradoras películas gore y series sobre vampiros, hombres lobos, asesinos en serie y zombis haciendo fortunas en taquilla, gusto por los baños de sangre simulados le hace a uno preguntarse: ¿por qué fascina tanto que nos aterren o que nos produzcan asco? Hay respuestas para todos los gustos.
Una explicación psicoanalítica, por ejemplo, dice que se trata de una nostalgia de etapas infantiles en las que lo sucio aún no era tabú. Otra apunta a que ciertas películas de horror proporcionan al espectador masculino la posibilidad de revelar su lado femenino (a través de la identificación con la protagonista a punto de ser violada/asesinada/etcétera). Otras sostienen que, si los vampiros causan estragos entre chicos y chicas, es porque se trata de la fantasía sexual de una violación y que los colmillos son símbolos fálicos. Incluso hay una que elabora una compleja hipótesis sobre la homosexualidad latente del monstruo de Frankenstein.
Yo leo todo esto aplicadamente, pero no acabo de comulgar con ninguna de sus teorías. De hecho, tengo la mía propia y aquí la dejo para ver qué les parece. Está basada en uno de mis escritores favoritos, Bruno Bettelheim, autor de un libro extraordinario, Psicoanálisis de los cuentos de hadas. En él estudia por qué esas narraciones clásicas que todos conocemos y que siguen transmitiéndose de padres a hijos, a pesar de ser crueles y muy políticamente incorrectas (en ellas hay caníbales, como en `Hansel y Gretel´; incestos, como en `Piel de Asno´; amputaciones, como en `La sirenita´, etcétera), tienen una misión fundamental en la maduración del niño. Según él, sentir miedo, repugnancia y horror de forma vicaria, que es lo que sucede cuando uno lee un libro o ve una película, sirve para dos cosas. Una obvia y moralizante: alertar de los peligros de la vida. Otra menos obvia: canalizar el miedo que todo niño siente a lo desconocido y darle forma (de ogro, de dragón, de bruja), con lo que se lo prepara para enfrentarse a los elementos malvados en la vida adulta. Es algo así como una vacuna que, a través de un pequeño dolor o pinchazo, lo salva a uno de un mal mayor.
Y es que sentir miedo es necesario. Pero hay miedos y miedos, y debe uno elegir el que le sea más útil sin causarle traumas. Por eso le estoy muy agradecida a mi padre, que, cuando mis amigas venían a buscarme para ir al -para mí horrible- parque de atracciones, decía: «Lo siento, Carmen está muy atrasada en sus estudios, se queda conmigo». Y allí me quedaba yo con él, leyendo a Edgar Allan Poe y aterrándome con sus cuervos, sus gatos negros y su barril de amontillado. Porque ese estremecimiento sí me gustaba y, al mismo tiempo, sin yo saberlo, me ayudaba a crecer.
Los cuentos que siguen transmitiendose de padres a hijos, a pesar de ser crueles y políticamente incorrectos, tienen una misión fundamental en la maduración. Adiós verano, bienvenido otoño!! foto.
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