TÍTULO´: Nacido De Un Alma
Foto del lobo mirando a la luna,.Era esa una noche especial. Lo notaba en el aire. Lo sentía en la sangre. Grises nubes se movían en lo alto, mecidas por un viento pausado. Todo alrededor permanecía en silencio, precavido, prudente, observando cuanto acontecía.
El sendero, ascendente, estaba bien marcado en el terreno, durante largo tiempo transitado.
Siguiéndolo, se llegaba a un punto en lo alto de una loma quebrada, salpicada por desnudos árboles, viejos testigos de hechos pasados. Empezó a recorrerlo, con calma, lentamente.
Bien es sabido que ningún camino es fácil. Tampoco este. Existía un momento en la subida donde el paso transcurría entre dos altas paredes, talladas verticalmente casi a la perfección. Ese era el punto crítico, en el que, a menudo, aquellos cegados por su instinto u obsesión caían en la trampa, colocada allí a conciencia, y quedaban apresados, a la espera de acontecimientos nada gratos.
Por suerte él, conocedor del peligro, había aprendido a sortearlo.
Más adelante, y a mayor altura, existía un recodo desde el que se divisaba la amplia llanura situada a los pies de la montaña. Solía detenerse siempre y divisar el horizonte, en esa ocasión borroso por una neblina que caía sobre la vastedad de cuanto podía alcanzar a ver.
En ese atardecer sombrío algo a lo lejos le llamó la atención. Observó, con sus ojos acostumbrados a la oscuridad, el movimiento rápido entre la bruma de varias figuras, apenas sombras en la distancia, como fantasmas en una noche cerrada. No les dio importancia. Sabía quienes eran y conocía sus propósitos. Por suerte, donde él se encontraba, estaba a solas, alejado de influencias nada deseadas. De hecho, llevaba tiempo solo, y algo había nacido en su interior que le hacía intuir cuándo no era así.
La llegada a la cima era, al igual que la noche, especial. Similar y distinta cada vez. Una brisa calmada le recibía, un juego de luces y sombras cambiantes lo envolvía mientras andaba entre los árboles y se dirigía al pequeño claro situado en el punto más alto.
Era ese un lugar al que seguía volviendo cada cierto tiempo, aun cuando casi nada cambiaba en él visita tras visita. Al llegar, levantaba por vez primera en toda la subida su mirada. Y allí estaba ella, cada una de esas noches. Tan bella como distante. Tan hermosa como lejana. Tan deseada como inalcanzable. Tan llena.
En esos momentos, poco más necesitaba que su propia soledad... y su brillante compañía. Y, alentado por su atracción, repetía siempre el mismo ritual, que a muchos estremecía.
Cerraba los ojos, bajaba la cabeza y, tras concentrarse, lentamente la subía, alzando su voz y aullando un lamento nacido de un alma... un alma de lobo.
TÍTULO: Restos
Calles vacías de aceras frías.
Noches opacas salpicadas de claridades mortecinas, finas líneas de luz entre abismos de negrura.
Oscuridad que atrapa una realidad dura, pura, que por momentos se difumina.
En algún lugar de alguna parte, tras los cristales del tiempo, unos ojos cansados observan pasar. Mientras, alrededor de una farola, la nada extiende sus brazos, abarcando su haz de luz.
Y queda presta.
Entre silencios apagados e instantes quebrados, multitud de hechos se suceden bajo la solitaria y titilante bombilla.
Los unos fugaces, los otros eternos, graciosos y horrendos, incluso felices. Por supuesto, también tristes. Todos atraviesan el círculo iluminado, y lo dejan atrás.
La farola, testigo de una vida formada por muchas y distintas vidas que ha visto pasar por debajo, aparenta fría, rígida, como queriendo protegerse de su soledad, indiferente ante la indiferencia que provoca en un mundo ajeno, lejano. Férrea, se queja con mudos gritos de que sólo los perros le hacen caso, cuando los sacan a pasear. Pero no le agrada en demasía la atención que éstos le prestan.
Quizá por ello, al alzar la vista bajo su foco, las estrellas parecen desaparecer, mostrándose difusas, ocultándonos su belleza.
Poco más puede hacer por fastidiarnos un poco.
Un amanecer tardío, en ese breve período de sueños que transcurre entre el letargo de las hadas y las últimas pícaras fechorías de los duendes, alguien cansado de la vida y hastiado de ser, le lanza una piedra. La bombilla tiembla ante el choque del proyectil con la cubierta, y tras un amago de apagón, continúa alumbrando, trémula.
Al poco, parpadea agonizante, mientras la luz proyectada va muriendo.
Al alba, yace extinta, inservible.
Y esos ojos que, tras el cristal, observaban quehaceres pasaderos, quedan ciegos, tan sólo capaces de mirar el cielo.
Luces que muestran y ocultan.
Hechos que vienen y van, que pasan, o jamás serán.
Pisadas que siempre se alejan.
Desechos a los pies de una farola.
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