Agua, agua, agua. En las puertas hinchadas de las casas, en las piedras resbaladizas de las plazas, en un día de sol en mitad del invierno (manos de lana que se frotan con prisa delante de un rostro, sombreros de alas al final de un callejón barrido por la brisa de la Laguna); todo, en Venecia, es una expresión del agua. Y también del silencio. O, mejor dicho: de la ausencia de tráfico en un lugar que, a cambio del ruido de coches, ofrece un murmullo de voces que emergen de las sobremesas de los bares y dan vida a un sitio donde las cosas, generalmente, se hacen navegando o a pie. A falta de góndolas y lanchas, para moverse en la Serenissima ningún medio es tan eficaz como un buen par de piernas; imposible, si no, subir las escalerillas de los puentes, atravesar los cientos de islas y perderse entre sus menos de 300.000 habitantes.
"Acqua, acqua, acqua", ofrece Donna Leon desde la cocina de su piso, en la última planta de un edificio del siglo XVII en pleno Cannaregio, a unos pasos del palazzo Boldù. Desde sus ventanas góticas se distinguen las cúpulas de las basílicas de San Marco y de Santi Apostoli. Es un barrio tranquilo, libre de turistas. Tal vez las calles estrechas, con negocios que ofrecen servicios de tumbas, les disuaden. Sin embargo, en esta zona se encuentran joyas de la arquitectura veneciana como el Ponte delle Guglie, la iglesia renacentista Santa Maria dei Miracoli o el palazzo Vendramin Calergi, conocido, entre otros motivos, porque allí murió en 1883 el compositor Richard Wagner. Para dar con Donna Leon, el punto de referencia, sin embargo, es otro. "Cuando digo que vivo cerca del palazzo Boldù, todos los que vivimos aquí me sitúan exactamente en el plano que llevamos en la cabeza: el psiquiátrico", dice esta mujer de humor serio y risa irónica. La escritora camina en calcetines sobre un suelo de alfombras orientales, una costumbre que adquirió en los países árabes y que se trajo a Venecia junto a otros objetos de su sala de estar: una suerte de mascarón de proa egipcio de tres mil años de antigüedad, una puerta hecha en Turquía que servía para proteger las ventanas del frío y, ventajas de la tecnología, varios retratos (ingleses, holandeses, napolitanos) que ha comprado por internet y que ha colgado en su despacho, entre estanterías abigarradas de CDs de música clásica.
PATRIA DE ADOPCIÓN
Podría pensarse que, por su sencillez y amabilidad, por la 'finezza' de su tono y por el acento italiano que se concentra en su nombre, Donna es tan veneciana como los 'fritelle', unos buñuelos de crema que exhiben las panaderías en vísperas de carnaval. Pero es americana. Nació en New Jersey, aunque hace tantos años que se fue de América que sentirse de allí le resulta extraño. "Yo soy de 1942. Crecí en Estados Unidos en los 50 y 60, cuando América mandaba. Sabíamos que el mundo era nuestro, fuera verdad o no, y teníamos muy arraigada la idea de que podíamos hacer lo que quisiéramos. Pero yo no quería hacer nada, salvo ser feliz", dice, como si recordara el momento en que, en 1981, decidió dejar de dar vueltas por el mundo e instalarse en Venecia. "Al final, el secreto de la felicidad es no ser ambiciosa", dice la autora. Lo que ella ha hecho por Venecia no lo ha hecho, quizás, ningún veneciano: insuflar vida a un personaje de ficción como Brunetti, el inspector de policía que lee a Herodoto y a Dante y recorre las calles tratando de resolver un crimen seguramente relacionado con algún asunto de actualidad: a veces es la contaminación; otras, el lugar de la mujer en la sociedad o el auge del turismo.
ETERNA EXTRANJERA
Brunetti, que ha llegado a su caso número 21 con 'La palabra se hizo carne', es padre de dos hijos. Está casado con Paola, una mujer culta que da clases de literatura inglesa en la Universidad y cuya mirada sagaz le ayuda a resolver los casos. Parece tan real que no es difícil imaginarlo cruzando canales o entrando en la Jefatura de Policía para saludar a Elettra, la secretaria de su patético jefe. Quienes nunca han viajado a Venecia pueden descubrir la ciudad con estos libros: dónde se puede tomar el mejor vino o que, en el restaurante siciliano de la plaza de Santo Stefano, hay que elegir "zuppa di cozze al profumo di basilico". Pero los venecianos solo pueden acercarse a Brunetti en otros idiomas. Sus libros no se publican en italiano. "No mientras yo esté viva –dice Leon, enérgica–. De los venecianos que me han leído, ninguno me ha dicho nada negativo. Lo que me preocupa es el efecto de la publicidad. Cuando en Il Corriere o en La Repubblica escriben sobre mis libros y señalan que una extranjera critica Italia, o que una escritora americana dice que hay corrupción en este país, me doy cuenta de que aquí no quiero ser conocida. No deseo una vida así. No me interesa la fama porque hace que las personas no se muestren tal como son. Si alguien se encuentra con un famoso, cambia de comportamiento; quiere causarle una buena impresión. Una vez, en un cóctel, se me acercó un señor mayor. "No me gustan sus libros", me dijo. "En todos habla muy mal de Italia y de Venecia". "¿Sí?", le dije. "¿En cuál?". "En todos". Obviamente, no había leído ninguno. Seguramente había oído decir que yo era una extranjera que no dejaba muy bien a Italia y que no publicaba en italiano porque tenía miedo; no porque me gusta vivir en paz".
En su nueva entrega, Brunetti debe descubrir el lado perverso de la industria alimentaria. Tendrá que salir de su territorio habitual, hasta el matadero de Preganziol, en Mestre, para desbaratar una red de veterinarios corruptos que ponen en peligro la salud de los habitantes de la Laguna. "Es más pesimista que antes –dice la autora– pero el libro, su prosa, tiene algo de humor inglés, algo muy difícil de traducir al castellano. Lo que escribo refleja mi visión intelectual, que siempre es muy negra, muy oscura, a pesar de que soy una mujer inmensamente feliz. ¿Por qué debería ser optimista respecto al futuro? Hoy leí en el periódico que en Mongolia han descubierto toda clase de minerales y que los países más poderosos ya se están instalando allí. En Europa no vemos esas cosas porque vivimos en la Luna. Tenemos médicos, dentistas, internet, electricidad, agua limpia. Nunca tenemos problemas. ¿Qué cultura, en la historia de la humanidad, ha alcanzado tal nivel de riqueza? Ninguna".
Sus libros se venden por millares en otros países. En Alemania, la 'dama negra del crimen', como la llaman, es una autora de culto. "Los alemanes –explica– siempre han amado Italia en general y Venecia en particular. Es su ciudad predilecta. Y mis libros les gustan porque no son gente estúpida. No se avergüenzan de leer una novela que no sea 'seria'". Y es que sus novelas, más allá de la trama policial, no son estrictamente policiacas. Comienzan con la aparición de un cadáver, pero todas le toman el pulso al mundo actual, sin entrar en detalles escabrosos como los análisis forenses. "Lo único importante es saber por qué alguien ha matado al fallecido. La muerte, en casi todos mis libros, es una cuestión personal. Gran parte de la novela negra contemporánea está demasiado obsesionada con la violencia, especialmente con la violencia contra las mujeres, y yo no puedo leer eso". Dice que prefiere releer a los clásicos del género como Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Patricia Highsmith y su adorado Ross Macdonald.
JUVENTUD ITINERANTE
Hija de un padre que compraba todos los días The New York Times y de una madre secretaria de la que heredó un profundo sentido el humor y un espíritu optimista, desde muy joven Donna Leon supo que su destino no era quedarse en Estados Unidos. Así, tras estudiar literatura inglesa del siglo XVIII, hizo las maletas y se marchó a Europa. Vivió en Roma, como guía de turismo y en Londres, en una agencia de publicidad. Finalmente aceptó dar clases de literatura en las bases militares que los americanos tenían en casi todo el mundo: estuvo en China, en Irán y en Arabia Saudí. Enseñaba a soldados que, entonces, se apuntaban al ejército para poder estudiar y ser hombres de bien. No como los soldados de ahora, dice, que son "más patriotas y pretenden salvar el mundo". En Irán daba dos horas de clases al día y regresaba a su casa a jugar al tenis. Del tiempo que pasó en Arabia Saudí no guarda un hermoso recuerdo en la memoria. "La mera mención de ese país saca lo peor de mí y me vuelve violenta, rencorosa y vengativa. No me sentía libre, no podía hacer lo que quería y no soportaba el machismo. Así que decidí no trabajar en un país en el que no me sentía cómoda. Quería sentirme libre con la propia vida".
Durante todos esos años tuvo una relación directa con la escritura, pues escribía muchas cartas a sus amigos y familiares. A los 47 años, se cansó del género espistolar y se propuso escribir una novela. Un amigo siciliano, director de orquesta y profesor universitario, estaba hablando de un colega suyo y alguien, en broma, sugirió que lo ideal sería matarlo en su camerino. "Qué gran idea para una novela policial", pensó ella. Como si se tratara de un juego, se puso a escribir 'Muerte en La Fenice', la primera aventura de Brunetti. Cuando la terminó, envió el manuscrito a Japón y se alzó con el premio Suntory. Al poco tiempo la llamaron de la editorial Harper Collins y le ofrecieron un contrato por dos libros más. El resto es historia. "Tuve suerte –dice Donna Leon–. Cuando escribí el primer libro, jamás había tenido un puesto de trabajo seguro. Había trabajado en un país u otro, sin seguridad económica. Y así sigo viviendo desde hace más de 40 años. Sin estos libros, no sé qué habría sido de mi vida. Me siento una mujer feliz, muy afortunada. Hago lo que me gusta y me gusta lo que hago: disfrutar de la ópera, escribir, vivir en una ciudad rodeada de agua".
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TÍTULO: Fukushima, catástrofe sin fin :
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TÍTULO: Fukushima, catástrofe sin fin
- Hace un año, el accidente nuclear provocó la mayor contaminación radiactiva marina de la historia. Millones de personas se salvaron gracias a la dirección del viento, pero las partículas se expandieron hacia el océano. ¿Cuál será el legado ecológico de este desastre?
Ha transcurrido un año y el caso Fukushima continúa caliente. Basta con ver por televisión a los trabajadores que deambulan alrededor de la maltrecha central con máscaras y trajes de protección contra el enemigo invisible, la radiación. A día de hoy, son las únicas personas autorizadas a moverse en el área de exclusión fijada en 20 kilómetros a la redonda del siniestro. Las cosas parecían estabilizadas, hasta que a finales de febrero la temperatura del reactor número dos se disparó. Asegura la empresa que se trata de una falsa alarma, pero Fukushima ('isla de la buena fortuna', en japonés) continúa siendo una zona prohibida y sus consecuencias, un enigma por desentrañar.
Así como la fiebre es el síntoma de que algo no está bien en el organismo, el reactor caliente simboliza los riesgos de una tecnología que en ocasiones se vuelve incontrolable. El 11 de marzo de 2011, una imparable cascada de eventos desencadenó un fallo en la refrigeración de un reactor; luego una explosión liberó radiactividad; hubo más explosiones y tres reactores se fundieron. El accidente fue calificado de nivel siete. Solo el desastre de Chernóbil había alcanzado esa magnitud.
No sorprende que el fantasma de la central soviética se pasee por las ruinas de Fukushima. En aquella catástrofe murieron unas 9.000 personas, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS). Pero, ¿cuál será el legado de Fukushima? Las partículas emitidas en el accidente bañaron el país, plantando bombas de relojería cuyo efecto letal se hará sentir al cabo de años o décadas. La distribución de pastillas de yodo redujo el riesgo cancerígeno asociado al yodo-131, pero otro isótopo, el cesio-137, amenazará a los japoneses en las próximas décadas.
ZONA PROHIBIDA
"En uno de los pocos estudios sobre contaminación en humanos realizados en los meses siguientes al accidente, más de la mitad de los mil niños cuyas tiroides fueron analizadas en Fukushima las tenían contaminadas por yodo-131, condenando a muchos de ellos a desarrollar cáncer de tiroides en el futuro", advierte la pediatra Helen Caldicott, fundadora de Médicos por la Responsabilidad Social. Lo cierto es que al menos 360.000 menores de 18 años, los más vulnerables, deberán ser controlados durante años. Habrá que esperar. En cualquier caso, "la población japonesa se enfrenta a un problema sanitario de alta gravedad, empeorado por su concentración demográfica", señala Eduard Rodríguez Farré, experto en radiobiología del Instituto de Investigaciones Biomédicas de Barcelona.
Los japoneses no necesitan mirar al futuro para inquietarse; ya tienen un motivo inmediato de preocupación: su alimentación. A través de las redes sociales se enteraron de la presencia de cesio-137 y yodo-131 en arroz, setas, brotes de bambú, carne, espinaca y té. Un golpe simbólico fuerte: la dieta nacional, incluida la leche, ha caído bajo sospecha. Y el peligro es real: "La ingesta de comestibles contaminados puede ser peor que la exposición a la radiación exterior, ya que se acumula en nuestro organismo", explica Rodríguez Farré. La inquietud se ha visto agravada por una creciente sensación de descontrol. Muchos de esos alimentos fueron detectados por los ciudadanos y no por el sistema de seguridad alimentaria. La desconfianza ha llevado a consumidores y agricultores a organizarse para inspeccionar los productos. Ichio Muto, un productor de setas orgánicas de Nihonmatsu, resume el recelo popular: "Nadie se fía de los controles del gobierno".
En ese contexto brumoso de temores y conjeturas existe algo en lo que el legado de Fukushima se muestra sólidamente palpable: la zona de exclusión establecida en torno a la central. Como en los parajes prohibidos de la ciencia ficción, recintos vedados que custodian los restos de una tecnología letal y el perímetro que rodea la planta atómica se ha convertido en un área fantasmal, con ciudades desiertas que solo transitan perros y gatos abandonados. ¿Cuanto tiempo se mantendrá el cordón sanitario? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Las partes más afectadas serán inhabitables al menos tres décadas. Que ese plazo se acorte dependerá de las tareas de limpieza. Para descontaminar el territorio cubierto por el polvillo radiactivo –una supeficie algo inferior a la de la Comunidad Valenciana– el país del Sol Naciente se ha fijado un reto sin parangón: recoger y almacenar cien millones de metros cúbicos de residuos tóxicos. Entre tanto, el drama de los 155.000 'refugiados nucleares' se eterniza. Les han dicho que el retorno a sus hogares no comenzará antes de cinco años. Mientras, deberán permanecer en refugios, caravanas y hoteles por el país, buscar trabajo, reanudar estudios y rehacer sus vidas; muchos de ellos con la dolorosa conciencia de que las comunidades a las que pertenecían se disgregaron para siempre.
CONTAMINACIÓN GLOBAL
Pero las secuelas de Fukushima también se extienden fuera de las fronteras japonesas. Según la European Geosciences Union, el 19 por ciento de las partículas lanzadas al aire se depositó en suelo nipón, el dos por ciento en Asia y Norteamérica y el resto se precipitó en el Océano Pacífico. ¿Debemos alarmarnos? En absoluto, afirma la OMS: "el material radiactivo liberado en la atmósfera por las centrales japonesas no plantea riesgos a la salud de quienes viven en otros países". Al caer en el océano, su radiación fue diluida por el agua. Pero ¿y los peces? ¿No aparecerán merluzas con varios ojos? No, dice la OMS, que descarta alteraciones de la fauna marina, excepto en la costa de Fukushima. Sin embargo, Carlos Bravo, responsable de la campaña de energía de Greenpeace, pone en duda la credibilidad y la independencia de la OMS: "Lo cierto es que ha habido restriccioniones a la pesca en todas las aguas que rodean la prefectura de Fukushima, pero no sabemos qué puede pasar con las mareas. Todavía faltan muchos datos, pero lo que no tiene ningún sentido es minimizar los efectos de un desastre nuclear. La radiación es el asesino perfecto, porque no se ve, no se huele ni se siente, pero está ahí". Dos meses después del desastre, los expertos de Greenpeace, presentes en la zona a bordo del Rainbow Warrior, recogieron muestras a lo largo de la costa de Fukushima y fuera del radio de 12 millas de aguas territoriales japonesas. Los resultados de los análisis realizados en laboratorios independientes en Bélgica, mostraron que los niveles de contaminación radiactiva de algunas de las muestras de algas analizadas eran 50 veces mayores que los límites de seguridad oficialmente establecidos. Además, indicaban que la contaminación radiactiva se estaba acumulando en la vida marina en lugar de dispersarse, como habían asegurado las autoridades del país.
¿Y el pescado de Fukushima? ¿Llegará a nuestra mesa? La Agencia de Seguridad Alimentaria española niega ese peligro: "España importa poco de Japón; y los alimentos, en su mayoría pescado congelado, no llegan al 0,01% del total de nuestras importaciones de alimentos". Por el momento, los controles de la Unión Europea no han detectado nada que nos impida comer sushi sin sobresaltos. Que en las antípodas del siniestro andemos con tales precauciones es típico de la sociedad del riesgo global. El sociólogo Ulrich Beck acuñó esa definición para un mundo interconectado donde un percance tecnológico local puede tener un impacto devastador al otro lado del planeta. No es casual que situase el origen de la sociedad del riesgo en 1945, el inicio de la Era Atómica; ya que el accidente nuclear ejemplifica para él las características de los fallos técnicos a los que nos enfrentamos: desperfectos imprevisibles de consecuencias incalculables y temporalmente prolongadas.
SECRETISMO Y DESINFORMACIÓN
Fukushima ha dejado otro legado, uno inmaterial aunque de gran calado: el poso de desconfianza en las instituciones. El manejo de la crisis por las autoridades y la empresa gestora ha sido pésimo. Al igual que en Chernóbil, el secretismo y la manipulación informativa tiñeron la gestión de las averías. Parafraseando un viejo dicho, podría decirse en una emergencia nuclear la primera víctima es la verdad. En Moscú ocultaron el desastre, pero los suecos dieron la alarma mundial y el Kremlin tuvo que admitirlo. En Japón, el gobierno y Tesco, la firma propietaria de la central, fueron acusados de "mala información y retrasos en la difusión de datos sobre fugas peligrosas en la instalación" por la comisión investigadora encabezada por el profesor Yotaro Hatamura. A esto se añade el mea culpa de la Comisión de Seguridad Nuclear. Su presidente, Haruki Maradame, ha acusado a los gobiernos de su país de preocuparse más por promover la energía nuclear que por la seguridad de sus ciudadanos, a la vez que reconocía la complicidad del organismo regulador con los intereses de la industria.
Hoy en Japón nadie se fía de la palabra oficial. ¿Cuánto le llevará al Estado recuperar la credibilidad? ¿Años, décadas, generaciones enteras? Si los aires que arrastraron mar adentro el grueso de las partículas hubieran soplado hacia tierra firme hoy estaríamos hablando de algo muy distinto. "Hubiera sido necesario evacuar a unos 30 millones de personas, lo que habría sido imposible", acaba de admitir el exprimer ministro Naoto Kan, quien añadió: "Japón no lo habría soportado. Hubiera sido el derrumbe del país". Que esa pesadilla no se concretara dependió de los caprichos del viento y de los 'héroes' de Fukushima,el grupo de operarios cuya abnegación reconoció el mundo.
Todo indica que la herencia maldita de Fukushima perdurará. Los accidentes graves en las centrales son muy raros, sí, pero cuando suceden dejan secuelas duraderas. Ahora mismo, en Chernóbil se plantean reforzar el deteriorado sarcófago que cubre el reactor cuatro. Las ruinas de Fukushima, por su parte, continúan emitiendo radiaciones. "Todavía no saben qué ocurre dentro del reactor dos", advierte Raquel Montón, responsable de la campaña nuclear de Greenpeace, quien agrega: "No descartemos más escapes de radiactividad". Así las cosas, los japoneses se verán al acecho de las radiaciones por generaciones, y además se enfrentarán a una polución más insidiosa, la contaminación de incertidumbre. Los ingenieros, como siempre, sacarán valiosas lecciones de lo ocurrido. Sin embargo, la gran cuestión reaparece después de cada catástrofe: ¿qué enseñanza sacarán las autoridades y las instituciones encargadas de evitarlas? La respuesta, en el próximo accidente.
Así como la fiebre es el síntoma de que algo no está bien en el organismo, el reactor caliente simboliza los riesgos de una tecnología que en ocasiones se vuelve incontrolable. El 11 de marzo de 2011, una imparable cascada de eventos desencadenó un fallo en la refrigeración de un reactor; luego una explosión liberó radiactividad; hubo más explosiones y tres reactores se fundieron. El accidente fue calificado de nivel siete. Solo el desastre de Chernóbil había alcanzado esa magnitud.
No sorprende que el fantasma de la central soviética se pasee por las ruinas de Fukushima. En aquella catástrofe murieron unas 9.000 personas, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS). Pero, ¿cuál será el legado de Fukushima? Las partículas emitidas en el accidente bañaron el país, plantando bombas de relojería cuyo efecto letal se hará sentir al cabo de años o décadas. La distribución de pastillas de yodo redujo el riesgo cancerígeno asociado al yodo-131, pero otro isótopo, el cesio-137, amenazará a los japoneses en las próximas décadas.
ZONA PROHIBIDA
"En uno de los pocos estudios sobre contaminación en humanos realizados en los meses siguientes al accidente, más de la mitad de los mil niños cuyas tiroides fueron analizadas en Fukushima las tenían contaminadas por yodo-131, condenando a muchos de ellos a desarrollar cáncer de tiroides en el futuro", advierte la pediatra Helen Caldicott, fundadora de Médicos por la Responsabilidad Social. Lo cierto es que al menos 360.000 menores de 18 años, los más vulnerables, deberán ser controlados durante años. Habrá que esperar. En cualquier caso, "la población japonesa se enfrenta a un problema sanitario de alta gravedad, empeorado por su concentración demográfica", señala Eduard Rodríguez Farré, experto en radiobiología del Instituto de Investigaciones Biomédicas de Barcelona.
Los japoneses no necesitan mirar al futuro para inquietarse; ya tienen un motivo inmediato de preocupación: su alimentación. A través de las redes sociales se enteraron de la presencia de cesio-137 y yodo-131 en arroz, setas, brotes de bambú, carne, espinaca y té. Un golpe simbólico fuerte: la dieta nacional, incluida la leche, ha caído bajo sospecha. Y el peligro es real: "La ingesta de comestibles contaminados puede ser peor que la exposición a la radiación exterior, ya que se acumula en nuestro organismo", explica Rodríguez Farré. La inquietud se ha visto agravada por una creciente sensación de descontrol. Muchos de esos alimentos fueron detectados por los ciudadanos y no por el sistema de seguridad alimentaria. La desconfianza ha llevado a consumidores y agricultores a organizarse para inspeccionar los productos. Ichio Muto, un productor de setas orgánicas de Nihonmatsu, resume el recelo popular: "Nadie se fía de los controles del gobierno".
En ese contexto brumoso de temores y conjeturas existe algo en lo que el legado de Fukushima se muestra sólidamente palpable: la zona de exclusión establecida en torno a la central. Como en los parajes prohibidos de la ciencia ficción, recintos vedados que custodian los restos de una tecnología letal y el perímetro que rodea la planta atómica se ha convertido en un área fantasmal, con ciudades desiertas que solo transitan perros y gatos abandonados. ¿Cuanto tiempo se mantendrá el cordón sanitario? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Las partes más afectadas serán inhabitables al menos tres décadas. Que ese plazo se acorte dependerá de las tareas de limpieza. Para descontaminar el territorio cubierto por el polvillo radiactivo –una supeficie algo inferior a la de la Comunidad Valenciana– el país del Sol Naciente se ha fijado un reto sin parangón: recoger y almacenar cien millones de metros cúbicos de residuos tóxicos. Entre tanto, el drama de los 155.000 'refugiados nucleares' se eterniza. Les han dicho que el retorno a sus hogares no comenzará antes de cinco años. Mientras, deberán permanecer en refugios, caravanas y hoteles por el país, buscar trabajo, reanudar estudios y rehacer sus vidas; muchos de ellos con la dolorosa conciencia de que las comunidades a las que pertenecían se disgregaron para siempre.
CONTAMINACIÓN GLOBAL
Pero las secuelas de Fukushima también se extienden fuera de las fronteras japonesas. Según la European Geosciences Union, el 19 por ciento de las partículas lanzadas al aire se depositó en suelo nipón, el dos por ciento en Asia y Norteamérica y el resto se precipitó en el Océano Pacífico. ¿Debemos alarmarnos? En absoluto, afirma la OMS: "el material radiactivo liberado en la atmósfera por las centrales japonesas no plantea riesgos a la salud de quienes viven en otros países". Al caer en el océano, su radiación fue diluida por el agua. Pero ¿y los peces? ¿No aparecerán merluzas con varios ojos? No, dice la OMS, que descarta alteraciones de la fauna marina, excepto en la costa de Fukushima. Sin embargo, Carlos Bravo, responsable de la campaña de energía de Greenpeace, pone en duda la credibilidad y la independencia de la OMS: "Lo cierto es que ha habido restriccioniones a la pesca en todas las aguas que rodean la prefectura de Fukushima, pero no sabemos qué puede pasar con las mareas. Todavía faltan muchos datos, pero lo que no tiene ningún sentido es minimizar los efectos de un desastre nuclear. La radiación es el asesino perfecto, porque no se ve, no se huele ni se siente, pero está ahí". Dos meses después del desastre, los expertos de Greenpeace, presentes en la zona a bordo del Rainbow Warrior, recogieron muestras a lo largo de la costa de Fukushima y fuera del radio de 12 millas de aguas territoriales japonesas. Los resultados de los análisis realizados en laboratorios independientes en Bélgica, mostraron que los niveles de contaminación radiactiva de algunas de las muestras de algas analizadas eran 50 veces mayores que los límites de seguridad oficialmente establecidos. Además, indicaban que la contaminación radiactiva se estaba acumulando en la vida marina en lugar de dispersarse, como habían asegurado las autoridades del país.
¿Y el pescado de Fukushima? ¿Llegará a nuestra mesa? La Agencia de Seguridad Alimentaria española niega ese peligro: "España importa poco de Japón; y los alimentos, en su mayoría pescado congelado, no llegan al 0,01% del total de nuestras importaciones de alimentos". Por el momento, los controles de la Unión Europea no han detectado nada que nos impida comer sushi sin sobresaltos. Que en las antípodas del siniestro andemos con tales precauciones es típico de la sociedad del riesgo global. El sociólogo Ulrich Beck acuñó esa definición para un mundo interconectado donde un percance tecnológico local puede tener un impacto devastador al otro lado del planeta. No es casual que situase el origen de la sociedad del riesgo en 1945, el inicio de la Era Atómica; ya que el accidente nuclear ejemplifica para él las características de los fallos técnicos a los que nos enfrentamos: desperfectos imprevisibles de consecuencias incalculables y temporalmente prolongadas.
SECRETISMO Y DESINFORMACIÓN
Fukushima ha dejado otro legado, uno inmaterial aunque de gran calado: el poso de desconfianza en las instituciones. El manejo de la crisis por las autoridades y la empresa gestora ha sido pésimo. Al igual que en Chernóbil, el secretismo y la manipulación informativa tiñeron la gestión de las averías. Parafraseando un viejo dicho, podría decirse en una emergencia nuclear la primera víctima es la verdad. En Moscú ocultaron el desastre, pero los suecos dieron la alarma mundial y el Kremlin tuvo que admitirlo. En Japón, el gobierno y Tesco, la firma propietaria de la central, fueron acusados de "mala información y retrasos en la difusión de datos sobre fugas peligrosas en la instalación" por la comisión investigadora encabezada por el profesor Yotaro Hatamura. A esto se añade el mea culpa de la Comisión de Seguridad Nuclear. Su presidente, Haruki Maradame, ha acusado a los gobiernos de su país de preocuparse más por promover la energía nuclear que por la seguridad de sus ciudadanos, a la vez que reconocía la complicidad del organismo regulador con los intereses de la industria.
Hoy en Japón nadie se fía de la palabra oficial. ¿Cuánto le llevará al Estado recuperar la credibilidad? ¿Años, décadas, generaciones enteras? Si los aires que arrastraron mar adentro el grueso de las partículas hubieran soplado hacia tierra firme hoy estaríamos hablando de algo muy distinto. "Hubiera sido necesario evacuar a unos 30 millones de personas, lo que habría sido imposible", acaba de admitir el exprimer ministro Naoto Kan, quien añadió: "Japón no lo habría soportado. Hubiera sido el derrumbe del país". Que esa pesadilla no se concretara dependió de los caprichos del viento y de los 'héroes' de Fukushima,el grupo de operarios cuya abnegación reconoció el mundo.
Todo indica que la herencia maldita de Fukushima perdurará. Los accidentes graves en las centrales son muy raros, sí, pero cuando suceden dejan secuelas duraderas. Ahora mismo, en Chernóbil se plantean reforzar el deteriorado sarcófago que cubre el reactor cuatro. Las ruinas de Fukushima, por su parte, continúan emitiendo radiaciones. "Todavía no saben qué ocurre dentro del reactor dos", advierte Raquel Montón, responsable de la campaña nuclear de Greenpeace, quien agrega: "No descartemos más escapes de radiactividad". Así las cosas, los japoneses se verán al acecho de las radiaciones por generaciones, y además se enfrentarán a una polución más insidiosa, la contaminación de incertidumbre. Los ingenieros, como siempre, sacarán valiosas lecciones de lo ocurrido. Sin embargo, la gran cuestión reaparece después de cada catástrofe: ¿qué enseñanza sacarán las autoridades y las instituciones encargadas de evitarlas? La respuesta, en el próximo accidente.
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