TÍTULO: ¿Cómo lograr los objetivos fijados?.
Esta vez voy a pedir perdón a mis lectores por decirles lo que pienso; no me había ocurrido desde la muerte de Franco y, sobre todo, desde la irrupción del primer gobierno elegido democráticamente en la historia azarosa de España.
Me siento otra vez a igual distancia de los obispos que de los sindicatos; desamparado en medio de dos colectivos que han decidido resolver a gritos sus diferencias. Como antaño. Al resto nos da la impresión de que se han olvidado de la Guerra Civil que nos dividió, irremediablemente, en dos bandos.
Siempre había pensado que España compartía con Alemania varias cosas: los dos países formaban parte de las grandes potencias europeas que habían cometido el error histórico de sucumbir la una, electoralmente, al nazismo y la otra, recurriendo a una guerra civil, al fascismo.
Estaba convencido de que el recuerdo de la Guerra Civil perviviría, a pesar del paso de los años. Milagrosamente creía que tanto España como Alemania llevarían en su alma aquel recuerdo; en términos históricos, lo que eso implicaba es que no hacía falta ser hijo de aquella Guerra Civil para estar condicionado por ella. Para tranquilidad de la gran mayoría, podían estar tranquilos de que las reformas y revoluciones a favor de un nuevo estado de cosas no traspasarían nunca la línea o la frontera que nos separaba de aquel oscuro recuerdo.
Ahora debo reconocer que estaba equivocado; y que no es necesariamente malo haberlo estado. ¿En virtud de qué tabú o sacrosanto recuerdo es lícito haber querido condicionar la búsqueda del equilibrio social entre seguridad y reforma, invocando el recuerdo de Marcelino Camacho, el gran dirigente sindical que nos amparaba al colectivo minoritario de estudiantes de izquierdas, pasándonos multicopistas en las esquinas de Madrid? Yo no te he olvidado nunca, Marcelino, ni a ti ni a Manolo López -abogado laboralista y dirigente de los cuatro estudiantes comunistas de la universidad madrileña- y las torturas que le infligieron durante ocho años a fines de los cincuenta.
Ahora descubro que aquellos recuerdos no están en la mente de todos ni tienen por qué estarlo. Los jóvenes tienen perfecto derecho a iluminar su búsqueda por un mundo mejor con sus propios iconos y emblemas, alejados de los viejos recuerdos, incluidos los dogmatismos. Tienen otros ídolos de los que fiarse y otros credos que pueden o no coincidir con los que eran nuestros -y estoy constatando, solo nuestros-.
De algo estamos seguros: de la apertura de este país al exterior. No hace falta recordar el pasado hermético para alegrarse de la libertad de circulación, incluida la de nuestros políticos. También estamos seguros del activo inviolable que constituye el acceso a la democracia. La Misión de España, si hubiera que definirla como se hace con las empresas en el dintel de su reorganización, consistiría en salir del aislamiento ancestral recurriendo al sistema democrático. Para lograr la Misión, deben cumplirse una serie de objetivos que, afortunadamente, ya son moneda común como renunciar al uso de la violencia.
A su vez, para lograr los objetivos que el país puede fijarse, es necesario poner en marcha una serie de procesos que unos consideran indispensables y otros no están del todo seguros. Las reformas laborales, los procesos educativos, las del sistema financiero merecen ser discutidos, siempre y cuando se respete la Misión. No nos gustaría renunciar a salir del aislamiento ancestral recurriendo al sistema democrático; para compartir esta Misión, no hace falta haber nacido, efectivamente, durante la Guerra Civil.
Me siento otra vez a igual distancia de los obispos que de los sindicatos; desamparado en medio de dos colectivos que han decidido resolver a gritos sus diferencias. Como antaño. Al resto nos da la impresión de que se han olvidado de la Guerra Civil que nos dividió, irremediablemente, en dos bandos.
Siempre había pensado que España compartía con Alemania varias cosas: los dos países formaban parte de las grandes potencias europeas que habían cometido el error histórico de sucumbir la una, electoralmente, al nazismo y la otra, recurriendo a una guerra civil, al fascismo.
Estaba convencido de que el recuerdo de la Guerra Civil perviviría, a pesar del paso de los años. Milagrosamente creía que tanto España como Alemania llevarían en su alma aquel recuerdo; en términos históricos, lo que eso implicaba es que no hacía falta ser hijo de aquella Guerra Civil para estar condicionado por ella. Para tranquilidad de la gran mayoría, podían estar tranquilos de que las reformas y revoluciones a favor de un nuevo estado de cosas no traspasarían nunca la línea o la frontera que nos separaba de aquel oscuro recuerdo.
Ahora debo reconocer que estaba equivocado; y que no es necesariamente malo haberlo estado. ¿En virtud de qué tabú o sacrosanto recuerdo es lícito haber querido condicionar la búsqueda del equilibrio social entre seguridad y reforma, invocando el recuerdo de Marcelino Camacho, el gran dirigente sindical que nos amparaba al colectivo minoritario de estudiantes de izquierdas, pasándonos multicopistas en las esquinas de Madrid? Yo no te he olvidado nunca, Marcelino, ni a ti ni a Manolo López -abogado laboralista y dirigente de los cuatro estudiantes comunistas de la universidad madrileña- y las torturas que le infligieron durante ocho años a fines de los cincuenta.
Ahora descubro que aquellos recuerdos no están en la mente de todos ni tienen por qué estarlo. Los jóvenes tienen perfecto derecho a iluminar su búsqueda por un mundo mejor con sus propios iconos y emblemas, alejados de los viejos recuerdos, incluidos los dogmatismos. Tienen otros ídolos de los que fiarse y otros credos que pueden o no coincidir con los que eran nuestros -y estoy constatando, solo nuestros-.
De algo estamos seguros: de la apertura de este país al exterior. No hace falta recordar el pasado hermético para alegrarse de la libertad de circulación, incluida la de nuestros políticos. También estamos seguros del activo inviolable que constituye el acceso a la democracia. La Misión de España, si hubiera que definirla como se hace con las empresas en el dintel de su reorganización, consistiría en salir del aislamiento ancestral recurriendo al sistema democrático. Para lograr la Misión, deben cumplirse una serie de objetivos que, afortunadamente, ya son moneda común como renunciar al uso de la violencia.
A su vez, para lograr los objetivos que el país puede fijarse, es necesario poner en marcha una serie de procesos que unos consideran indispensables y otros no están del todo seguros. Las reformas laborales, los procesos educativos, las del sistema financiero merecen ser discutidos, siempre y cuando se respete la Misión. No nos gustaría renunciar a salir del aislamiento ancestral recurriendo al sistema democrático; para compartir esta Misión, no hace falta haber nacido, efectivamente, durante la Guerra Civil.
TÍTULO: 200 AÑOS DE LA PEPA.
El Parlamento de Cantabria celebrará mañana el bicentenario de la Constitución de 1812, "La Pepa", con un pleno juvenil en el que estudiantes de instituto serán por un día diputados "doceañistas" y miembros del actual Congreso.
Los papeles los asumirán cuarenta alumnos de segundo de bachiller del instituto Marqués de Santillana de Torrelavega, que debatirán sobre los principios de las constituciones de 1812 y de 1978.
Divididos en dos grupos, debatirán sobre la soberanía nacional, la división de poderes, el derecho de sufragio y el sistema electoral, la igualdad de derechos, la libertad de expresión, la educación y la cuestión religiosa.
La sesión, que se celebra el mismo día en el que hace 200 años las Cortes de Cádiz aprobaron "La Pepa", estará presidida por el presidente del Parlamento de Cantabria, José Antonio Cagigas.
A su juicio, para el Parlamento es un "obligado deber" conmemorar esta efeméride porque la Constitución actual, "pese a las diferencias de texto y contexto, se inspira en buena medida en los valores y principios de aquella".
Para Cagigas, en "La Pepa" se encuentran algunos precedentes de los principios que recoge la Constitución de 1978 como la soberanía que reside en la nación, la monarquía parlamentaria, los derechos y libertades de los ciudadanos y la independencia del poder judicial.
El presidente cree que sigue teniendo plena vigencia el artículo 13 de la Constitución de 1812, el objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, porque "el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen".
TÍTULO: DOMINIQUE LAPIERRE -ENTREVISTA.
Dominique Lapierre-foto-: ``He tenido cáncer y pensé que iba a ser mi último año, pero aquí estoy: renacido´´.
Por primera vez el escritor revela la grave enfermedad que ha padecido y que lo lleva persiguiendo desde hace 20 años. A punto de publicar `India mon amour´ (Planeta) lo acompañamos a Calcuta -su ciudad adoptiva-, lugar perfecto para las confidencias más íntimas. a sus 80 años habla de la vejez y de la muerte sin tapujos... y sin resignación: «solo Eres viejo cuando no tienes planes».
Aquí van a parar los cadáveres a medio consumir de aquellos cuyas familias no han podido comprar suficiente leña para la pira funeraria. El tigre ha probado esa carne y le ha gustado. Ahora devora a los que se internan en el manglar para recolectar miel. Abra bien los ojos; entramos en su territorio y es un excelente nadador». Dominique Lapierre sabe captar la atención. Conserva el pulso narrativo de los grandes reporteros. A bordo de un barco hospital que atiende a la población del delta del Ganges, consigue que su entrevistador mire de reojo hacia las orillas fangosas del río sagrado. Este aventurero, hijo de diplomático, ha saboreado la vida como nadie y ha ganado millones con sus libros. «Pero todo lo que no se da se pierde».
XLSemanal. Parece que la India le da la vida...
Dominique Lapierre. Exacto. Mi energía viene de aquí. Cuando vengo, estoy muy cansado. Y la agenda es agotadora. Pero, cuando vuelvo a Francia, estoy lleno de vitaminas.
XL. ¿Cómo se encuentra?
D.L. Bien, bien... Me operaron de cáncer hace 20 años. Y un poco de ese cáncer regresó en octubre. Me sometí a quimioterapia. Me hicieron análisis antes de venir a la India y vimos que los niveles tumorales habían bajado. Puedo pensar que casi han desaparecido las células cancerígenas. Y sigo un tratamiento especial: unas pastillas que me da Dominique, mi mujer. No sé exactamente lo que llevan.
XL. Pero se las toma.
D.L. Sí. Hago lo que ella diga. Son sustancias naturales para reforzar el sistema inmune.
XL. Su mujer me contó que tuvo un momento de gran pesimismo, que pensó que iba a ser su último año.
D.L. Sí. Pero aquí estoy, renacido.
XL. Y no para.
D.L. Nadie hace lo que hacemos nosotros. Ni el Gobierno indio ni otras ONG. Y lo hacemos con un esfuerzo de transparencia total. Tenemos un presupuesto anual de tres millones de euros para nuestros 14 centros. En 30 años hemos salvado a dos millones de enfermos de tuberculosis y a 50.000 niños con lepra. Hemos excavado 656 pozos de agua potable. Se han botado cuatro barcos hospital en el delta del Ganges. Pero hoy estamos en una situación muy difícil.
XL. La maldita crisis...
D.L. Sí. La mitad de esos tres millones proviene de mis derechos de autor y de mis conferencias; y la otra mitad procede de los donativos de mis lectores y de algunos amigos importantes. Pero los donativos han bajado muchísimo. Nos faltan 900.000 euros. Y no sé cómo conseguirlos. Estoy hablando con hombres ricos, con empresas... Los royalties de India mon amour van íntegramente a estos proyectos.
XL. Pero la India es ahora una superpotencia.
D.L. La India tiene la reputación de ser rica, pero los verdaderos ricos no quieren saber nada de la pobreza. Sí, la economía crece al siete por ciento, pero hay cien millones de niños sin escolarizar. Tengo una fundación aquí y no recibo ni una sola aportación de los empresarios del país. Es un escándalo.
XL. ¿Tiene miedo de que toda esta obra se pierda cuando usted muera?
D.L. Sí, es una gran preocupación. A la madre Teresa le dije muchas veces: «Madre, usted no ha organizado su sucesión». Y siempre respondía: «No se preocupe, Dios proveerá». Yo espero que otros que han visto lo que hacemos continúen la obra.
XL. En todos los pueblos que visita donde tiene proyectos -escuelas, leproserías, barcos hospital...- lo reciben como a un salvador. ¿Se siente cómodo?
D.L. En la India es tradicional recibir así a la familia, con flores, caracolas, guirnaldas, música, cohetes... No puedo pedir que no lo hagan porque sería negarles la tradición de la bienvenida.
XL. Abruma bastante, lo tratan casi como a un semidiós.
D.L. Aquí soy como un rey. A ningún político lo recibirían así. Cuando el presidente Mitterrand hizo un viaje de Estado, lo acompañé. Él quería conocer la Ciudad de la Alegría. Mitterrand era socialista. Quería mezclarse con el pueblo. Y cuando fue a saludar a la gente, vio que todos los carteles eran para recibirnos a mi esposa y a mí. Y lo aceptó. Me dijo: «En Calcuta, la estrella es usted».
XL. ¿Qué siente cuando lo llaman `dada´?
D.L. Es un orgullo. Dada quiere decir `hermano mayor´. Es un apelativo familiar, cariñoso. Pero ahora, como tengo 80 años, me llaman dadu, `abuelo´. Es terrible.
XL. Hábleme de India mon amour, su nuevo libro.
D.L. Es un canto de amor a la India a través de todas mis experiencias en 55 años de viajes, investigaciones y encuentros con la gente.
XL. ¡Recorrió el país al volante de un Rolls Royce!
D.L. Lo compré con los derechos de autor de un libro anterior. Es un Silver Cloud del 58.
XL. ¿Sigue funcionando?
D.L. Sí. Cuando estoy cansado o deprimido, conduzco una hora alrededor de mi pueblo, Ramatuelle, en la Costa Azul, solo para respirar el cuero, la madera...
XL. En la India llevaba chófer.
D.L. Iba cambiando de chófer porque cada 200 kilómetros se habla otra lengua. También conducía yo. Regresamos desde Bombay a Francia a través de Paquistán, Afganistán, Irán, Turquía, Grecia... Un total de 10.248 kilómetros desde la puerta del hotel hasta nuestra casa.
XL. Larry Collins y usted tenían una forma peculiar de afrontar los reportajes. Por ejemplo, cogieron a sus familias y se vinieron a vivir a la India.
D.L. Sí, alquilamos una gran casa. Teníamos seis personas a nuestro servicio. Cada trabajo en la India genera ingresos para 50 personas. Y todas vivían en casa. Cada casta tiene su propio trabajo: el sij es conductor; por supuesto, el conductor no limpia el coche, lo hace otra casta. Y así todo. Una vez tuve que llevar el Rolls al taller y me atendió un sij con la barba enrollada. ¡El último mecánico del virrey!
XL. El tráfico no sería el caos de ahora...
D.L. Siempre ha sido terrible. Pero nadie se pelea con nadie porque todo está permitido. Hay una libertad absoluta para hacer locuras.
XL. ¿Nunca tuvo accidentes?
D.L. No, pero he visto muchos. La gente se quedaba embobada mirando el Rolls y... ¡zas!
XL. ¿Cómo se las arreglaban usted y Larry Collins para escribir a cuatro manos?
D.L. Hacíamos un plano muy detallado y cada uno escribía capítulos diferentes. Era como un guion de cine con cientos de escenas. Y cuando no estábamos de acuerdo, lo resolvíamos jugando al tenis. El que ganaba imponía su criterio.
XL. ¿Cómo es su vida en Francia?
D.L. Trabajar, escribir.
XL. ¿Algún proyecto?
D.L. Por supuesto. Decía el abad Pierre que eres viejo cuando no tienes planes. Yo siempre tengo planes, pero son secretos. Soy supersticioso. Mi casa está llena de papeles; un Himalaya de documentación. Y cartas. Miles. Las contesto todas. Me levanto a las seis y trabajo toda la mañana. Paso la mitad de mi vida escribiendo y la otra mitad en misión humanitaria. Tienes que verificarlo todo, qué pasa con el dinero, que la gente sepa que nos preocupamos de todo.
XL. Debe de ser agotador.
D.L. Pero tengo a mi mujer. No se le escapa nada. Y es la reina de la informática. Mi informática es un bolígrafo. Yo sigo escribiendo todo a mano. Cada libro me supone unos 30.000 folios. Auténticos manuscritos.
XL. Llenos de tachones, supongo...
D.L. Espero que se vendan después de mi muerte. Dominique pasa a máquina cada borrador. Me lo devuelve y lo corrijo.
XL. Así se conocieron, ¿no?
D.L. Sí, vino a trabajar como secretaria durante tres semanas y llevamos 46 años juntos. Ella es la fuerza, el alma. Es generosidad, amor. Se ocupa de todo. Tiene la visión práctica. Un escritor tiene otra mentalidad.
XL. ¿Quiere decir que un escritor está en las nubes?
D.L. Digamos que un escritor ve más allá, pero hace falta alguien que vea más acá. Y mi mujer lo arregla todo, conoce a todos, se sabe los presupuestos al dedillo. Y, además, escribe muy bien. Me corrige.
XL. ¿Y usted se deja?
D.L. Por supuesto, ¿por qué no?
XL. Porque los escritores suelen ser muy suyos.
D.L. Yo acepto las críticas. Siempre hay una manera mejor de pensar, de expresarse. No tengo ningún orgullo estúpido.
XL. Quizá esa humildad proviene de que usted fue periodista antes que escritor.
D.L. Es posible. Un escritor vive en su mundo. Pero un periodista se lanza al mundo y cuenta lo que ve.
XL. ¿Echa de menos sus años de reportero?
D.L. Sí. Fue una etapa maravillosa.
XL. ¿Hay alguna cualidad en la forma de hacer periodismo que se haya perdido en el periodismo actual?
D.L. Yo empecé antes de la televisión. Todo era más lento. Eso te permitía trabajar a conciencia. Tenías semanas para investigar una historia. Pero en esencia siempre es lo mismo. Sacar historias a la luz, revelar lo que está oculto.
XL. Viaja con ustedes Cornelia, nieta de la que fuera su gran colaboradora, Colette Modiano, fallecida el año pasado.
D.L. Sí, Colette fue muy importante en mi vida. Y Cornelia es como si fuera nuestra nieta adoptiva. Es muy inteligente y simpática. Su curiosidad es extraordinaria. Tiene 23 años y ha pasado mucho tiempo en el Tíbet, sola. Colette tenía esclerosis múltiple. Es una enfermedad muy invalidante. Y Cornelia fue una nieta extraordinaria. La ayudó muchísimo. Estoy muy feliz de que ella esté ahora con nosotros. La miro y veo... [se calla, ensimismado].
XL. ¿A Colette?
D.L. Sí.
XL. Su familia siempre ha tenido una relación muy especial con España.
D.L. Sí, mi hija Alexandra está escribiendo una novela ambientada en el tiempo de los conquistadores. Ha pasado mucho tiempo investigando en el Archivo de Indias. Mi hermana se casó con un español. Tengo dos sobrinos, Javier y Carlos Moro. Para mí, España es como mi país. Los españoles son generosos. Siempre he encontrado solidaridad.
XL. ¿Cómo le gustaría que se lo recordase, como el escritor o como el benefactor?
D.L. Mi mujer y yo hemos comprado una pequeña tumba en el cementerio de nuestro pueblo. En la lápida solo quiero que ponga: Dominique Lapierre, el año de mi nacimiento (1931), el de mi muerte (que espero que tarde bastante) y «ciudadano de Calcuta».
Aquí van a parar los cadáveres a medio consumir de aquellos cuyas familias no han podido comprar suficiente leña para la pira funeraria. El tigre ha probado esa carne y le ha gustado. Ahora devora a los que se internan en el manglar para recolectar miel. Abra bien los ojos; entramos en su territorio y es un excelente nadador». Dominique Lapierre sabe captar la atención. Conserva el pulso narrativo de los grandes reporteros. A bordo de un barco hospital que atiende a la población del delta del Ganges, consigue que su entrevistador mire de reojo hacia las orillas fangosas del río sagrado. Este aventurero, hijo de diplomático, ha saboreado la vida como nadie y ha ganado millones con sus libros. «Pero todo lo que no se da se pierde».
XLSemanal. Parece que la India le da la vida...
Dominique Lapierre. Exacto. Mi energía viene de aquí. Cuando vengo, estoy muy cansado. Y la agenda es agotadora. Pero, cuando vuelvo a Francia, estoy lleno de vitaminas.
XL. ¿Cómo se encuentra?
D.L. Bien, bien... Me operaron de cáncer hace 20 años. Y un poco de ese cáncer regresó en octubre. Me sometí a quimioterapia. Me hicieron análisis antes de venir a la India y vimos que los niveles tumorales habían bajado. Puedo pensar que casi han desaparecido las células cancerígenas. Y sigo un tratamiento especial: unas pastillas que me da Dominique, mi mujer. No sé exactamente lo que llevan.
XL. Pero se las toma.
D.L. Sí. Hago lo que ella diga. Son sustancias naturales para reforzar el sistema inmune.
XL. Su mujer me contó que tuvo un momento de gran pesimismo, que pensó que iba a ser su último año.
D.L. Sí. Pero aquí estoy, renacido.
XL. Y no para.
D.L. Nadie hace lo que hacemos nosotros. Ni el Gobierno indio ni otras ONG. Y lo hacemos con un esfuerzo de transparencia total. Tenemos un presupuesto anual de tres millones de euros para nuestros 14 centros. En 30 años hemos salvado a dos millones de enfermos de tuberculosis y a 50.000 niños con lepra. Hemos excavado 656 pozos de agua potable. Se han botado cuatro barcos hospital en el delta del Ganges. Pero hoy estamos en una situación muy difícil.
XL. La maldita crisis...
D.L. Sí. La mitad de esos tres millones proviene de mis derechos de autor y de mis conferencias; y la otra mitad procede de los donativos de mis lectores y de algunos amigos importantes. Pero los donativos han bajado muchísimo. Nos faltan 900.000 euros. Y no sé cómo conseguirlos. Estoy hablando con hombres ricos, con empresas... Los royalties de India mon amour van íntegramente a estos proyectos.
XL. Pero la India es ahora una superpotencia.
D.L. La India tiene la reputación de ser rica, pero los verdaderos ricos no quieren saber nada de la pobreza. Sí, la economía crece al siete por ciento, pero hay cien millones de niños sin escolarizar. Tengo una fundación aquí y no recibo ni una sola aportación de los empresarios del país. Es un escándalo.
XL. ¿Tiene miedo de que toda esta obra se pierda cuando usted muera?
D.L. Sí, es una gran preocupación. A la madre Teresa le dije muchas veces: «Madre, usted no ha organizado su sucesión». Y siempre respondía: «No se preocupe, Dios proveerá». Yo espero que otros que han visto lo que hacemos continúen la obra.
XL. En todos los pueblos que visita donde tiene proyectos -escuelas, leproserías, barcos hospital...- lo reciben como a un salvador. ¿Se siente cómodo?
D.L. En la India es tradicional recibir así a la familia, con flores, caracolas, guirnaldas, música, cohetes... No puedo pedir que no lo hagan porque sería negarles la tradición de la bienvenida.
XL. Abruma bastante, lo tratan casi como a un semidiós.
D.L. Aquí soy como un rey. A ningún político lo recibirían así. Cuando el presidente Mitterrand hizo un viaje de Estado, lo acompañé. Él quería conocer la Ciudad de la Alegría. Mitterrand era socialista. Quería mezclarse con el pueblo. Y cuando fue a saludar a la gente, vio que todos los carteles eran para recibirnos a mi esposa y a mí. Y lo aceptó. Me dijo: «En Calcuta, la estrella es usted».
XL. ¿Qué siente cuando lo llaman `dada´?
D.L. Es un orgullo. Dada quiere decir `hermano mayor´. Es un apelativo familiar, cariñoso. Pero ahora, como tengo 80 años, me llaman dadu, `abuelo´. Es terrible.
XL. Hábleme de India mon amour, su nuevo libro.
D.L. Es un canto de amor a la India a través de todas mis experiencias en 55 años de viajes, investigaciones y encuentros con la gente.
XL. ¡Recorrió el país al volante de un Rolls Royce!
D.L. Lo compré con los derechos de autor de un libro anterior. Es un Silver Cloud del 58.
XL. ¿Sigue funcionando?
D.L. Sí. Cuando estoy cansado o deprimido, conduzco una hora alrededor de mi pueblo, Ramatuelle, en la Costa Azul, solo para respirar el cuero, la madera...
XL. En la India llevaba chófer.
D.L. Iba cambiando de chófer porque cada 200 kilómetros se habla otra lengua. También conducía yo. Regresamos desde Bombay a Francia a través de Paquistán, Afganistán, Irán, Turquía, Grecia... Un total de 10.248 kilómetros desde la puerta del hotel hasta nuestra casa.
XL. Larry Collins y usted tenían una forma peculiar de afrontar los reportajes. Por ejemplo, cogieron a sus familias y se vinieron a vivir a la India.
D.L. Sí, alquilamos una gran casa. Teníamos seis personas a nuestro servicio. Cada trabajo en la India genera ingresos para 50 personas. Y todas vivían en casa. Cada casta tiene su propio trabajo: el sij es conductor; por supuesto, el conductor no limpia el coche, lo hace otra casta. Y así todo. Una vez tuve que llevar el Rolls al taller y me atendió un sij con la barba enrollada. ¡El último mecánico del virrey!
XL. El tráfico no sería el caos de ahora...
D.L. Siempre ha sido terrible. Pero nadie se pelea con nadie porque todo está permitido. Hay una libertad absoluta para hacer locuras.
XL. ¿Nunca tuvo accidentes?
D.L. No, pero he visto muchos. La gente se quedaba embobada mirando el Rolls y... ¡zas!
XL. ¿Cómo se las arreglaban usted y Larry Collins para escribir a cuatro manos?
D.L. Hacíamos un plano muy detallado y cada uno escribía capítulos diferentes. Era como un guion de cine con cientos de escenas. Y cuando no estábamos de acuerdo, lo resolvíamos jugando al tenis. El que ganaba imponía su criterio.
XL. ¿Cómo es su vida en Francia?
D.L. Trabajar, escribir.
XL. ¿Algún proyecto?
D.L. Por supuesto. Decía el abad Pierre que eres viejo cuando no tienes planes. Yo siempre tengo planes, pero son secretos. Soy supersticioso. Mi casa está llena de papeles; un Himalaya de documentación. Y cartas. Miles. Las contesto todas. Me levanto a las seis y trabajo toda la mañana. Paso la mitad de mi vida escribiendo y la otra mitad en misión humanitaria. Tienes que verificarlo todo, qué pasa con el dinero, que la gente sepa que nos preocupamos de todo.
XL. Debe de ser agotador.
D.L. Pero tengo a mi mujer. No se le escapa nada. Y es la reina de la informática. Mi informática es un bolígrafo. Yo sigo escribiendo todo a mano. Cada libro me supone unos 30.000 folios. Auténticos manuscritos.
XL. Llenos de tachones, supongo...
D.L. Espero que se vendan después de mi muerte. Dominique pasa a máquina cada borrador. Me lo devuelve y lo corrijo.
XL. Así se conocieron, ¿no?
D.L. Sí, vino a trabajar como secretaria durante tres semanas y llevamos 46 años juntos. Ella es la fuerza, el alma. Es generosidad, amor. Se ocupa de todo. Tiene la visión práctica. Un escritor tiene otra mentalidad.
XL. ¿Quiere decir que un escritor está en las nubes?
D.L. Digamos que un escritor ve más allá, pero hace falta alguien que vea más acá. Y mi mujer lo arregla todo, conoce a todos, se sabe los presupuestos al dedillo. Y, además, escribe muy bien. Me corrige.
XL. ¿Y usted se deja?
D.L. Por supuesto, ¿por qué no?
XL. Porque los escritores suelen ser muy suyos.
D.L. Yo acepto las críticas. Siempre hay una manera mejor de pensar, de expresarse. No tengo ningún orgullo estúpido.
XL. Quizá esa humildad proviene de que usted fue periodista antes que escritor.
D.L. Es posible. Un escritor vive en su mundo. Pero un periodista se lanza al mundo y cuenta lo que ve.
XL. ¿Echa de menos sus años de reportero?
D.L. Sí. Fue una etapa maravillosa.
XL. ¿Hay alguna cualidad en la forma de hacer periodismo que se haya perdido en el periodismo actual?
D.L. Yo empecé antes de la televisión. Todo era más lento. Eso te permitía trabajar a conciencia. Tenías semanas para investigar una historia. Pero en esencia siempre es lo mismo. Sacar historias a la luz, revelar lo que está oculto.
XL. Viaja con ustedes Cornelia, nieta de la que fuera su gran colaboradora, Colette Modiano, fallecida el año pasado.
D.L. Sí, Colette fue muy importante en mi vida. Y Cornelia es como si fuera nuestra nieta adoptiva. Es muy inteligente y simpática. Su curiosidad es extraordinaria. Tiene 23 años y ha pasado mucho tiempo en el Tíbet, sola. Colette tenía esclerosis múltiple. Es una enfermedad muy invalidante. Y Cornelia fue una nieta extraordinaria. La ayudó muchísimo. Estoy muy feliz de que ella esté ahora con nosotros. La miro y veo... [se calla, ensimismado].
XL. ¿A Colette?
D.L. Sí.
XL. Su familia siempre ha tenido una relación muy especial con España.
D.L. Sí, mi hija Alexandra está escribiendo una novela ambientada en el tiempo de los conquistadores. Ha pasado mucho tiempo investigando en el Archivo de Indias. Mi hermana se casó con un español. Tengo dos sobrinos, Javier y Carlos Moro. Para mí, España es como mi país. Los españoles son generosos. Siempre he encontrado solidaridad.
XL. ¿Cómo le gustaría que se lo recordase, como el escritor o como el benefactor?
D.L. Mi mujer y yo hemos comprado una pequeña tumba en el cementerio de nuestro pueblo. En la lápida solo quiero que ponga: Dominique Lapierre, el año de mi nacimiento (1931), el de mi muerte (que espero que tarde bastante) y «ciudadano de Calcuta».
PARA SABER MÁS... Privadísimo Recorrió 30.000 kilómetros por América haciendo autoestop. Partió con 30 dólares en el bolsillo. Fue su primer reportaje. Tenía 17 años. Conoció a Larry Collins en la Segunda Guerra Mundial. Escribirían media docena de best sellers. Collins falleció en 2005. Pasó dos años conviviendo con los más pobres entre los pobres de Calcuta para escribir La Ciudad de la Alegría. |
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