Horas zamoranas de Semana Santa. Capas Pardas. Aún las tengo clavadas en la asombrada pupila de viejo observador de portentos.
Capas alistanas de estameña parda, de aquella de los pastores de entonces, farol de pajar, hierro forjado, en las manos; sonido de la matraca, el hondo pesar del bombardino, cuarteto fúnebre de viento; Cristo del Amparo, cuesta de Pizarro, vía crucis en la plaza de San Ildefonso, tránsito por la puerta del Obispo; miserere de la tierra de Aliste en San Claudio de Olivares, silencio de Zamora en horas de miércoles a jueves, sobrecogimiento y frío; románico intratable, bellísimo, incontestable. Dejen todo lo que tengan que hacer y salgan a correr la orilla del Duero en una lenta marcha de estremecimiento y rigor, como cuando dolía la muerte de Dios ante el desconocimiento de su resurrección en domingo. Hay que saber callar ante el paso de una hermandad de penitencia como las Capas Pardas de Zamora, y estarse quieto y guardar reverencia y aprender a ser testigo de prodigios mudos, sencillos, conmovedores. No hay saetas, ni vítores, ni marchas ni palabra alguna: solo un crucificado de aire barroco al que aún no sabemos a ciencia cierta a quién atribuir y ciento cincuenta hermanos (ni uno más; hay frondosa lista de espera) cubiertos por el misterio lanar de una capa, a los que acompaña el lamento sordo de una noche de misterio y rezo, a los que enfunda en lúgubre oscuridad la sola luz de la luna de abril. Es una hermandad de apenas cincuenta y pocos años, aunque parezca nacida en la noche de la edad media, creada al calor de las procesiones de la comarca de Aliste, de la que tanto hay que hablar. Es una España austera, silenciosa, antigua, severa, madre de la fascinación en cada uno de sus extremos. Es una España reciamente comarcal llevada al calor románico de la joya del Oriente peninsular, de esa Zamora inabarcable de un solo vistazo que sigue esperando amantes recostada en el Duero, ansiando escuchar «palabras de amor, palabras», cantando siempre el mismo verso, «pero con distinta agua».
Y en los prodigiosos alrededores, donde Portugal queda a mano, Bercianos. Bercianos de Aliste. Viernes Santo, Santo Entierro. Hombres de rostro antiguo, surcados por todos los vientos, vestidos con la túnica blanca con la que habrán de ser amortajados cuando mueran, desclavan al crucificado y lo introducen en la urna con la que procesionan hasta el cementerio, no más allá de un par de kilómetros del pueblo. Van y vuelven, en apenas dos horas de los últimos rayos del sol zamorano de abril, acompañados por una legión de buscadores de oro cofrade y por dos o tres operadores de cámaras escandinavas, televisiones del más allá y narradores de la apasionante España de dioses rurales. La ermita es una fotografía en color de la mejor Castilla, del mejor León, de blanco y negro. No quedan esos aspectos, esas caras, en el relato plástico de las ciudades. Hay que ir a buscarlas al origen viejo de las tierras, a todos los Bercianos de Aliste que pueblan este viejo solar, allá donde hay más Dios en el pan y más contradiós en las ortigas del desamparo. Los casados visten los hábitos que les zurcieron sus esposas; estas aguardan la vuelta de esos maridos que quedaron en la altura de los hombres de los años veinte y juntos celebran un año más el Viernes invitando a los forasteros a arroz con bacalao.
Zamora no le ha pedido a nadie que vaya a verla, pero está entusiasmada de recibir paseantes de hermandades y cofradías, amantes corazonados de una Semana Santa desmedidamente hermosa. Bercianos de Aliste se transforma en una capa de pastor con la que encaramarse a lo fantástico, al realismo mágico más insospechado, como un puñado de maravedíes esparcido entre la desolación inverniza recién torcida, como un resoplido de búfalo sobre el cansado roncar de la tierra.
TÍTULO: Los ojos del lobo .Capas alistanas de estameña parda, de aquella de los pastores de entonces, farol de pajar, hierro forjado, en las manos; sonido de la matraca, el hondo pesar del bombardino, cuarteto fúnebre de viento; Cristo del Amparo, cuesta de Pizarro, vía crucis en la plaza de San Ildefonso, tránsito por la puerta del Obispo; miserere de la tierra de Aliste en San Claudio de Olivares, silencio de Zamora en horas de miércoles a jueves, sobrecogimiento y frío; románico intratable, bellísimo, incontestable. Dejen todo lo que tengan que hacer y salgan a correr la orilla del Duero en una lenta marcha de estremecimiento y rigor, como cuando dolía la muerte de Dios ante el desconocimiento de su resurrección en domingo. Hay que saber callar ante el paso de una hermandad de penitencia como las Capas Pardas de Zamora, y estarse quieto y guardar reverencia y aprender a ser testigo de prodigios mudos, sencillos, conmovedores. No hay saetas, ni vítores, ni marchas ni palabra alguna: solo un crucificado de aire barroco al que aún no sabemos a ciencia cierta a quién atribuir y ciento cincuenta hermanos (ni uno más; hay frondosa lista de espera) cubiertos por el misterio lanar de una capa, a los que acompaña el lamento sordo de una noche de misterio y rezo, a los que enfunda en lúgubre oscuridad la sola luz de la luna de abril. Es una hermandad de apenas cincuenta y pocos años, aunque parezca nacida en la noche de la edad media, creada al calor de las procesiones de la comarca de Aliste, de la que tanto hay que hablar. Es una España austera, silenciosa, antigua, severa, madre de la fascinación en cada uno de sus extremos. Es una España reciamente comarcal llevada al calor románico de la joya del Oriente peninsular, de esa Zamora inabarcable de un solo vistazo que sigue esperando amantes recostada en el Duero, ansiando escuchar «palabras de amor, palabras», cantando siempre el mismo verso, «pero con distinta agua».
Y en los prodigiosos alrededores, donde Portugal queda a mano, Bercianos. Bercianos de Aliste. Viernes Santo, Santo Entierro. Hombres de rostro antiguo, surcados por todos los vientos, vestidos con la túnica blanca con la que habrán de ser amortajados cuando mueran, desclavan al crucificado y lo introducen en la urna con la que procesionan hasta el cementerio, no más allá de un par de kilómetros del pueblo. Van y vuelven, en apenas dos horas de los últimos rayos del sol zamorano de abril, acompañados por una legión de buscadores de oro cofrade y por dos o tres operadores de cámaras escandinavas, televisiones del más allá y narradores de la apasionante España de dioses rurales. La ermita es una fotografía en color de la mejor Castilla, del mejor León, de blanco y negro. No quedan esos aspectos, esas caras, en el relato plástico de las ciudades. Hay que ir a buscarlas al origen viejo de las tierras, a todos los Bercianos de Aliste que pueblan este viejo solar, allá donde hay más Dios en el pan y más contradiós en las ortigas del desamparo. Los casados visten los hábitos que les zurcieron sus esposas; estas aguardan la vuelta de esos maridos que quedaron en la altura de los hombres de los años veinte y juntos celebran un año más el Viernes invitando a los forasteros a arroz con bacalao.
Zamora no le ha pedido a nadie que vaya a verla, pero está entusiasmada de recibir paseantes de hermandades y cofradías, amantes corazonados de una Semana Santa desmedidamente hermosa. Bercianos de Aliste se transforma en una capa de pastor con la que encaramarse a lo fantástico, al realismo mágico más insospechado, como un puñado de maravedíes esparcido entre la desolación inverniza recién torcida, como un resoplido de búfalo sobre el cansado roncar de la tierra.
Un tambor de revólver con sus ojos vacíos a los pies de una escalera de entrada. El odio profundo de una mujer puede dejarte con tantos agujeros en la piel como en el alma. La conspiración de la lujuria y de los celos va tomando forma bajo la luna de la esquina del mundo. Morir también es manipulable. Tanto como los sentimientos. Engañar es la verdad. La venganza es la certeza.
Los sueños depositados no rinden intereses. Deberíamos tener prohibido soñar. No lleva más que a la decepción y, en ocasiones, a la mentira. Y todo es una enorme falsedad de lo que todo es sincero a través de una carta que, en realidad, no significa nada. Sólo letras. Como éstas. Que tal vez sean leídas. Tal vez sean despreciadas. Tal vez carezcan de valor. Tal vez sean sólo un trasunto de lo que a todas estas palabras les gustaría ser. Como esa carta que ella, la asesina, la mentirosa, escribió a alguien a quien sólo quería poseer pero, de ningún modo, amar. Ella es incapaz de eso. No es que no sepa. Es que no puede. El amor implica debilidad y ella no tiene fisuras. Es hermética. Acerada. Perfecta.
Toda la película es una maniobra para ganar tiempo. Un minuto más allá es una victoria y no importa si para conseguirla se sacrifica la amistad, la confianza y el futuro. Y, por entre las rendijas de la dilación, se cuela la malea de la venganza teñida de exotismo y de oscuridad. La dama que emerge entre las sombras para aniquilar es la nube rasgando el ojo de la luna. Es la frialdad oculta tras el velo de la noche. Es la muerte segura para la asesina cierta.
No se puede pasar por delante de esta película sin sentir deseos de no escribir a nadie que se le ama…no vaya a ser mentira
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