INSÓLITAS IMÁGENES DEL SIGLO XX.foto-
La letra, con sangre entra. Colegio religioso de Reus en 1910. El analfabetismo en España rondaba el 60%. El castigo físico en las escuelas era habitual. En nuestro país no se prohibió hasta 1985.
La crisis económica, las deficiencias sanitarias, el fracaso escolar, el desprestigio de los políticos... En estos comienzos del siglo XXI, los españoles nos quejamos de un sistema y un país que no funcionan como quisiéramos.Pero basta una mirada gráfica al pasado para comprobar que hemos avanzado... y mucho. Un libro recoge ahora insólitas escenas de los albores del siglo XX.
TÍTULO: PRIMER PLANO- JOSÉLITO -TOROS.
Joselito: «Mi vida estuvo a punto de caer en un pozo de delincuencia y drogas».
La suya es una vida de tintes castizos y dickensianos en la que no faltan la orfandad, el delito, las drogas, la cárcel y una redención a través del traje de luces. El extorero se anima ahora a recordarla en una cruda autobiografía cuyos mejores capítulos extractamos en exclusiva. Entrevistamos también a quien dice haber pasado, en pocos años, «de `mangui´ a señor».
De no haber peleado por ser torero, a estas alturas estaría en la cárcel o me habría muerto de sobredosis. Es algo que repito siempre porque a los 12 años, cuando murió mi padre, mi vida estuvo a punto de caer en un pozo de delincuencia y drogas. Y no es una frase hecha. Ahora que ya estoy retirado de los ruedos, cuando por primera vez en mi vida tengo una familia estable y disfruto de lo que gané delante del toro, siento la necesidad de desahogarme, de contar todo aquello que viví.
Durante toda mi carrera, no han cesado nunca los rumores más extraños y morbosos acerca de mi vida personal. Aunque se quedaban cortos. Nunca hasta ahora he querido ni podido hablar tan claramente de todo eso.
`DESAMOR´ DE MADRE. Nunca supe por qué nos abandonó. Mi padre no me lo dijo nunca. En todo este tiempo no he podido llegar a entender que una madre dejara así como así a tres hijos pequeños. Su matrimonio debía de ser un infierno para llevarles a tomar una determinación así. O no tenían dinero para criarnos a todos por separado, quién sabe. Seguro que no tuvo que ser fácil ni agradable para ella. Mi padre, que era buena gente, vivía a su aire, sin fronteras ni obligaciones. No se le ponía nada por delante. Era un capullo. Pero él fue quien se quedó conmigo y me llevó a vivir a Madrid. Mi escuela era la calle. Ahí sí que abrí los ojos al mundo. Y, muy pronto, en situaciones muy duras. Además, el mismo día en que cumplí los 10 años me empecé a interesar por los toros. Tanto empeño le puse al asunto que mi padre, que era aficionado y a quien le gustó la idea, me matriculó en la Escuela Taurina de Madrid. No lo sabía todavía, pero allí iba a acabar encontrando la salida del túnel en que entró mi vida al llegar a la adolescencia.
ENTRE CAMELLOS.
Mi padre empezó a funcionar poco a poco en el negocio. Mi casa acabó convertida en un hervidero de drogas. En los armarios, en la cocina, por los cajones, en el váter, había kilos y kilos de hachís. Y pasaba por allí cada uno, con cada pinta... Enseguida conocí a todos los camellos de la zona. Venían a casa a pillar o a que el Bienve, mi padre, les diera material para pasar. Le traían del moro las bolas de hachís y él lo preparaba en casa con los colegas.
[...] Mi padre no quería que yo le viese dentro de la cárcel. Cuando entré a la sala se me cayó el alma a los pies. Puse la mano en el cristal, como había visto hacer en las películas, y le escuché por el interfono decirme que no me preocupara, que iba a salir enseguida y que allí se estaba muy bien. Pero aquello me impresionó mucho. La cárcel de Carabanchel era un sitio siniestro. Para llegar a la entrevista tenías que atravesar los patios vacíos después de esperar esas colas con mogollón de gente. Era un crío, pero ya era muy consciente de aquella realidad.
[...] A mí ya no me asustaba nada. Incluso hacía tiempo que yo también traficaba por mi cuenta. Cuando cortaban el chocolate en casa siempre quedaban restos, chinitas, recortes. Yo tiraba de aquello y se lo vendía en el colegio a mis colegas, a Pituco, a José Manuel, a libra la china. O sea, a cien pelas. Era un camello precoz. Lo sabía casi todo del tema y conocía cada variedad de hachís. El mejor era el libanés, el rojizo, pero había otro verdoso, marroquí, muy bueno. Y otro más oscuro. Y el polen. Y la maría... Todavía soy capaz de distinguir cada aroma cuando me cruzo por la calle con un fumeta, aunque sea de lejos.
En cambio, yo no fumaba. Por entonces ya empezaban a moverse también por el barrio la heroína y la cocaína, el jaco y la farlopa. Supongo que mi padre, sabiendo que dejaban más margen de ganancias, intentó tocarlas en sus trapis y por ahí le llegaron los problemas. Estoy convencido de que alguien lo delató por meterse en un mercado que no era el suyo. Pero el verdadero problema no era que vendiera la cocaína, sino que se la metiera. De pronto aparecieron por casa tubos naranjas de bolígrafos Bic cortados y vacíos. Primero pensé que era para hacer algo con el costo, hasta que con el tiempo caí en que los usaba para esnifar.
`ON THE WILD SIDE´.
Aquella fue un época crítica, cuando, como cantaba Lou Reed, anduve por el lado salvaje. Me gustaba juntarme con la flor y nata de los manguis del barrio. Y para entrar en esa élite había que ser el más chulo, el más bragado, el más peligroso... Nos dedicábamos a robar relojes a los chavalitos de la urbanización que había al lado del colegio. No era difícil. Los rodeábamos, los asustábamos con un bardeo bien afilado y nos daban llorando los pelucos que luego vendía otro colega que conocía a los peristas. También robábamos los radiocasetes de los coches. Los abríamos con las llaves de las latas de conserva. Las poníamos en la vía del metro para que las ruedas las aplastaran, y se quedaban tan finas que entraban como un guante en las cerraduras de los Seat 127. Los coches no nos los llevábamos, aunque podíamos hacerlo. De hecho, ya sabía conducir porque me había enseñado mi padre con el Mercedes. Pero preferíamos quedarnos con el dinero de los relojes y de los radiocasetes, que eran más fáciles de vender y tenían menos complicaciones con la Policía.
[...] No quise ver a mi padre muerto, o no me atreví, por no quedarme para siempre con esa imagen. Cuando me llevaron al entierro, en el cementerio de la Almudena hacía un frío de la hostia, aunque había entrado ya el mes de marzo. Ante su tumba recién sellada, se iba a decidir mi futuro. El de un crío de 12 años que se quedaba solo en la vida, como en un mal folletín. Huérfano y sin esperanzas.
[...] Respeto muchísimo a Enrique [director de la Escuela Taurina de Madrid] y a Adela porque su papel fue dificilísimo: coger a un crío con 13 años, en plena adolescencia, y llevarle al seno de su hogar para recibir únicamente malas caras y contestaciones... Porque lo mío eran arrebatos de agresividad constantes. De repente me encontré metido, como uno más, en un seno familiar y con una especie de hermanos que nunca había tenido. Allí no había discusiones ni nadie se insultaba, esta pareja no se pegaba y se comía y se cenaba cuando tocaba. Y eso, en vez de tranquilizarme, me descolocaba.
[...] Extrañamente, aunque era un macarrilla de la calle, apenas me costó adaptarme al sentido espartano de aquel aprendizaje. No sé si porque sabían sacar lo mejor de mí o porque yo empezaba a ver que ese podía ser un buen camino para salir adelante, pero fue así como me domaron y me pulieron.
De no haber peleado por ser torero, a estas alturas estaría en la cárcel o me habría muerto de sobredosis. Es algo que repito siempre porque a los 12 años, cuando murió mi padre, mi vida estuvo a punto de caer en un pozo de delincuencia y drogas. Y no es una frase hecha. Ahora que ya estoy retirado de los ruedos, cuando por primera vez en mi vida tengo una familia estable y disfruto de lo que gané delante del toro, siento la necesidad de desahogarme, de contar todo aquello que viví.
Durante toda mi carrera, no han cesado nunca los rumores más extraños y morbosos acerca de mi vida personal. Aunque se quedaban cortos. Nunca hasta ahora he querido ni podido hablar tan claramente de todo eso.
`DESAMOR´ DE MADRE. Nunca supe por qué nos abandonó. Mi padre no me lo dijo nunca. En todo este tiempo no he podido llegar a entender que una madre dejara así como así a tres hijos pequeños. Su matrimonio debía de ser un infierno para llevarles a tomar una determinación así. O no tenían dinero para criarnos a todos por separado, quién sabe. Seguro que no tuvo que ser fácil ni agradable para ella. Mi padre, que era buena gente, vivía a su aire, sin fronteras ni obligaciones. No se le ponía nada por delante. Era un capullo. Pero él fue quien se quedó conmigo y me llevó a vivir a Madrid. Mi escuela era la calle. Ahí sí que abrí los ojos al mundo. Y, muy pronto, en situaciones muy duras. Además, el mismo día en que cumplí los 10 años me empecé a interesar por los toros. Tanto empeño le puse al asunto que mi padre, que era aficionado y a quien le gustó la idea, me matriculó en la Escuela Taurina de Madrid. No lo sabía todavía, pero allí iba a acabar encontrando la salida del túnel en que entró mi vida al llegar a la adolescencia.
ENTRE CAMELLOS.
Mi padre empezó a funcionar poco a poco en el negocio. Mi casa acabó convertida en un hervidero de drogas. En los armarios, en la cocina, por los cajones, en el váter, había kilos y kilos de hachís. Y pasaba por allí cada uno, con cada pinta... Enseguida conocí a todos los camellos de la zona. Venían a casa a pillar o a que el Bienve, mi padre, les diera material para pasar. Le traían del moro las bolas de hachís y él lo preparaba en casa con los colegas.
[...] Mi padre no quería que yo le viese dentro de la cárcel. Cuando entré a la sala se me cayó el alma a los pies. Puse la mano en el cristal, como había visto hacer en las películas, y le escuché por el interfono decirme que no me preocupara, que iba a salir enseguida y que allí se estaba muy bien. Pero aquello me impresionó mucho. La cárcel de Carabanchel era un sitio siniestro. Para llegar a la entrevista tenías que atravesar los patios vacíos después de esperar esas colas con mogollón de gente. Era un crío, pero ya era muy consciente de aquella realidad.
[...] A mí ya no me asustaba nada. Incluso hacía tiempo que yo también traficaba por mi cuenta. Cuando cortaban el chocolate en casa siempre quedaban restos, chinitas, recortes. Yo tiraba de aquello y se lo vendía en el colegio a mis colegas, a Pituco, a José Manuel, a libra la china. O sea, a cien pelas. Era un camello precoz. Lo sabía casi todo del tema y conocía cada variedad de hachís. El mejor era el libanés, el rojizo, pero había otro verdoso, marroquí, muy bueno. Y otro más oscuro. Y el polen. Y la maría... Todavía soy capaz de distinguir cada aroma cuando me cruzo por la calle con un fumeta, aunque sea de lejos.
En cambio, yo no fumaba. Por entonces ya empezaban a moverse también por el barrio la heroína y la cocaína, el jaco y la farlopa. Supongo que mi padre, sabiendo que dejaban más margen de ganancias, intentó tocarlas en sus trapis y por ahí le llegaron los problemas. Estoy convencido de que alguien lo delató por meterse en un mercado que no era el suyo. Pero el verdadero problema no era que vendiera la cocaína, sino que se la metiera. De pronto aparecieron por casa tubos naranjas de bolígrafos Bic cortados y vacíos. Primero pensé que era para hacer algo con el costo, hasta que con el tiempo caí en que los usaba para esnifar.
`ON THE WILD SIDE´.
Aquella fue un época crítica, cuando, como cantaba Lou Reed, anduve por el lado salvaje. Me gustaba juntarme con la flor y nata de los manguis del barrio. Y para entrar en esa élite había que ser el más chulo, el más bragado, el más peligroso... Nos dedicábamos a robar relojes a los chavalitos de la urbanización que había al lado del colegio. No era difícil. Los rodeábamos, los asustábamos con un bardeo bien afilado y nos daban llorando los pelucos que luego vendía otro colega que conocía a los peristas. También robábamos los radiocasetes de los coches. Los abríamos con las llaves de las latas de conserva. Las poníamos en la vía del metro para que las ruedas las aplastaran, y se quedaban tan finas que entraban como un guante en las cerraduras de los Seat 127. Los coches no nos los llevábamos, aunque podíamos hacerlo. De hecho, ya sabía conducir porque me había enseñado mi padre con el Mercedes. Pero preferíamos quedarnos con el dinero de los relojes y de los radiocasetes, que eran más fáciles de vender y tenían menos complicaciones con la Policía.
[...] No quise ver a mi padre muerto, o no me atreví, por no quedarme para siempre con esa imagen. Cuando me llevaron al entierro, en el cementerio de la Almudena hacía un frío de la hostia, aunque había entrado ya el mes de marzo. Ante su tumba recién sellada, se iba a decidir mi futuro. El de un crío de 12 años que se quedaba solo en la vida, como en un mal folletín. Huérfano y sin esperanzas.
[...] Respeto muchísimo a Enrique [director de la Escuela Taurina de Madrid] y a Adela porque su papel fue dificilísimo: coger a un crío con 13 años, en plena adolescencia, y llevarle al seno de su hogar para recibir únicamente malas caras y contestaciones... Porque lo mío eran arrebatos de agresividad constantes. De repente me encontré metido, como uno más, en un seno familiar y con una especie de hermanos que nunca había tenido. Allí no había discusiones ni nadie se insultaba, esta pareja no se pegaba y se comía y se cenaba cuando tocaba. Y eso, en vez de tranquilizarme, me descolocaba.
[...] Extrañamente, aunque era un macarrilla de la calle, apenas me costó adaptarme al sentido espartano de aquel aprendizaje. No sé si porque sabían sacar lo mejor de mí o porque yo empezaba a ver que ese podía ser un buen camino para salir adelante, pero fue así como me domaron y me pulieron.
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