Lyndon, que tiene un graev problema inmune, `va´ a la escuela a través de un telerrobot.
Cuando nació Lyndon Baty-foto-, los médicos advirtieron a sus padres que era poco probable que alcanzase los dos años. Hoy tiene 14. Nació con una grave enfermedad, un riñón poliquísitico que, junto con otros problemas, hace que apenas tenga sistema inmunológico, lo que desde pequeño lo obliga a toomar 24 pastillas diarias y a someterse a continuas transfusiones y que lo ha confinado a un aislamiento extremo. Sus padres asumieron durante mucho tiempo que el niño no podría convivir con otros niños ni ir a la escuela, pero no desistieron de encontrar una forma de que su aislamiento fuese el menor posible. Un ingeniero, dueño de una empresa de hardware informático, escuchó un día su historia y pensó que podía hacer algo. poco después llamó a la puerta de la casa de los Baty y les regaló un robot con una cámara que puede ser manejado desde un ordenador a distancia. El telerrobot iba a ser la mirada y la presencia de Lyndon en versión metal y silicio, allí donde Lyndon no pudiera llegar en carne y hueso. Y así es desde hace meses. Lyndon va a clase, a la cafetería con sus amigos y se mueve con soltura por los pasillos del colegio. Su madre asegura que el robot ha cambiado la vida de su hijo, que ahora sueña con convertirse en cronista deportivo. Ya ha comenzado: retransmite los partidos de baloncesto y fútbol americano de su colegio.
TÍTULO: AVENTURA---
La historia del más heroico de los fracasos El británico Robert Scott y sus hombres pretendían ser los primeros en alcanzar el Polo Sur. Fracasaron. Cuando llegaron, comprobaron que el noruego Amundsen lo había logrado 35 días antes. La terrible decepción acabó por agotarlos. No lograron regresar. Murieron los cinco. Pero eso no impidió que fuesen considerados héroes. |
Mi queridísima esposa: estamos en una situación muy difícil, y albergo serias dudas sobre si seremos capaces de salir de ella… Si algo me ocurre, me gustaría que supieras cuánto has significado para mí y cuántos maravillosos recuerdos me acompañan en la hora de mi partida. También quiero que te consueles sabiendo que no he sufrido ningún daño y que abandono este mundo libre de sufrimiento y lleno de salud y vigor. [...] Querida, no es fácil escribir por el frío: estamos a –70 ºC y la tienda es nuestro único refugio. Sabes que te he amado, que mis pensamientos han estado siempre contigo y debes saber que para mí lo peor de esta situación es saber que no te volveré a ver. Hay que afrontar lo inevitable. Tú me animaste a liderar esta expedición y sé que eras consciente del peligro que entrañaba. Lo he hecho bien, ¿no crees? Dios te bendiga».
Estos fragmentos de la última carta del capitán Robert Scott a su mujer –con el encabezamiento «A mi viuda»– son el epílogo de una de las mayores y más heroicas gestas polares de todos los tiempos. En una carrera por ser los primeros en llegar al Polo Sur, ingleses y noruegos realizaron una durísima travesía por el interior de la Antártida. Por parte de los noruegos, la empresa estaba encabezada por Roald Amundsen, gran experto en travesías polares, magnífico esquiador y un veterano en el uso de trineos arrastrados por perros. Por parte de los ingleses, la dirección recaía en Robert Falcon Scott, capitán de la Royal Navy, hombre de salud delicada pero de gran determinación y con una importante experiencia en expediciones polares. Cada uno tomó sus decisiones creyéndolas acertadas y cada uno jugó sus cartas como mejor supo. El resultado es el ya conocido. Cuando Scott y sus hombres llegaron al Polo Sur al borde del agotamiento el 13 de enero de 1912, encontraron con que Amundsen se les había adelantado llegando el 14 de diciembre de 1911, apenas un mes antes, arrebatándoles la gloria de la victoria. Aquello fue el principio de una de las tragedias que siguen conmoviéndonos como si hubiera sucedido ayer. Agotados y desalentados por la derrota, Scott, el médico y zoólogo Edward Adrian Wilson, el contramaestre Edgar Evans, el teniente Henry Robertson Bowers y Lawrence Edward Grace Oates emprendieron una lenta marcha de regreso de la que ninguno saldría vivo.
El 17 de febrero Evans, enfermo de escorbuto, herido en la cabeza al caer en la grieta de un glaciar y con las facultades mentales perdidas desde hacía días, murió agotado cerca del glaciar Beardmore. Aunque sabían que su situación era irreversible, ninguno de sus compañeros dudó en arrastrarlo en un trineo durante sus últimos días, cuando ya era imposible que avanzara por sí mismo, a pesar de que todos necesitaban reservar sus fuerzas para intentar salvarse.
Un mes después, tras largos días sufriendo congelaciones, mala alimentación, deshidratación y agotamiento, Oates llegó a la conclusión de que una antigua herida de guerra, que se le había gangrenado a causa del escorbuto, lo dejaba sin opciones de salvación. Oates sabía que sus compañeros no lo abandonarían jamás y sabía, igualmente, que ya no les quedaban energías para heroísmos, así que decidió darles una oportunidad a sus compañeros librándolos de su pesada carga. Al anochecer del 17 de marzo, día de su 32 cumpleaños, salió de la tienda comentando con ligereza: «Voy a salir. Posiblemente, me quede algún tiempo». Luego se alejó en medio de la ventisca para no volver jamás.
Por desgracia, su sacrificio fue en vano. Trece días más tarde Bowers, Wilson y Scott, completamente exhaustos, desnutridos y congelados, morían en su tienda a apenas 11 millas del Depósito de una Tonelada, la reserva de alimento y combustible que los habría salvado. Fue en la tienda durante sus últimos días donde, incapaces de salir debido a una terrible tormenta, Scott terminó su diario y escribió las cartas que conmoverían al mundo. A la madre de su amigo Wilson, al que veía agonizar junto a él, le escribió: «Mi querida señora Wilson, si esta carta llega a sus manos, sepa que Bill y yo hemos fallecido juntos. Tenemos las horas contadas y deseo que sepa el espléndido comportamiento que ha tenido Bill en los últimos momentos. Se ha mostrado en todo momento alegre y dispuesto a sacrificarse por los demás, y no me ha dirigido una sola palabra de reproche por haberlo metido en esta situación…
En sus ojos brilla una serena mirada de esperanza y su mente está tranquila por la confianza que le da considerarse parte del gran orden divino. No puedo brindarle otro consuelo que el de decirle que ha muerto como vivió: como un valiente, un hombre a carta cabal, un excelente compañero y un fiel amigo».
Scott, con su último aliento, quería dejar en sus cartas constancia del valor y el esfuerzo que habían realizado. A su viuda le decía: «Espero ser un buen recuerdo para ti. Tengo la certeza de que mi final no es nada de lo que avergonzarse y creo que será motivo de orgullo para nuestro hijo».
A un buen amigo, padrino de su hijo, le escribió: «Mi querido Barrie, vamos a palmarla en un lugar muy incómodo. Espero que alguien encuentre esta carta y te la mande. Te envío unas palabras de despedida. No temo en absoluto la muerte, pero me entristece perderme muchos de los modestos placeres que planeaba disfrutar durante nuestras largas marchas. Puede que no haya demostrado ser un gran explorador, pero hemos realizado la marcha más extraordinaria que se haya hecho nunca y hemos estado
muy cerca de alcanzar un enorme éxito. Adiós, mi querido amigo».
Y por último: «Si hubiéramos vivido, habría podido contar una historia acerca de la resolución, la entereza y el coraje de mis compañeros que habría conmovido el corazón de todos y cada uno de los ingleses. Tendrán que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que la cuenten».
Puede que no fueran los mejores exploradores polares, puede que no consiguieran llegar primero a la meta
del Polo Sur, puede incluso que la historia les designe el papel de perdedores. Pero más allá de la vanidad efímera de una meta geográfica, de lo que no cabe duda es de que Scott
y sus hombres fueron, y serán para siempre, unos héroes.
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