TÍTULO: MAX IRONS-foto- ACTOR DE CINE:
Tiene 25 años, es alto (¡mide 1,88!), delgadísimo y con unos ojos de un azul penetrante. El hijo de Jeremy Irons y la actriz teatral Sinéad Cusack es toda una belleza.
Ha estudiado interpretación junto a Orlando Bloom, Daniel Craig y Ewan McGregor; ha protagonizado Dorian Grey y Caperucita Roja y ha hecho de modelo para Burberry y Mango. Sin embargo, tiene que convivir con el lastre de ser visto como hijo de. «En Inglaterra los hijos de actores somos sospechosos. Entre otras cosas porque, hay quien se aprovecha de ello sin tener talento. En todo caso, yo sé quién soy y estoy orgulloso. Cambiar de nombre nunca ha entrado en mis planes».
XLSemanal. ¿Se deja aconsejar por sus padres?
Max Irons. ¡En absoluto! [se ríe]. Ocurre como cuando tus padres te dan clases de conducir. Sabes que tienen razón, pero en el fondo crees que tú sabes hacerlo mejor.
XL. Hablemos de los castings...
M.I. Son inevitables. Y distintos según el lugar. En Inglaterra hay cortesía entre los aspirantes. Todo es un intercambio de «suerte» y «que te vaya bien», pero en el fondo deseas que le salga fatal a tu rival. En EE.UU., en cambio, lo primero que te dicen es: «No tienes posibilidades, amigo. ¡El papel es mío!».
XL. ¿Y cuando el otro se lleva el papel?
M.I. La primera desilusión, el primer rechazo, es casi imposible de soportar.
XL. Para muchos actores es difícil resistirse a Hollywood...
M.I. Difícil, pero no imposible. Yo no tengo intención de trasladarme. Mi vida está en Londres.
XL. ¿Qué le gusta de esta ciudad?
M.I. Que están mis amigos, el pub al que suelo ir… No pienso instalarme en EE.UU. para llamar a unas cuantas puertas con la esperanza de que me den un papel. En este momento, además, en Hollywood solo interesan jóvenes de usar y tirar. En cambio, yo quiero seguir en esta profesión 60 años más.
XL. ¿Cuando supo que iba a ser actor?
M.I. A los 16 años. Estaba en un internado, lejos de casa. Como soy disléxico, no puedo subir a un escenario con un guion en la mano y ponerme a leerlo sin más. Lo más que podía (y puedo) hacer es mirar la página, sin entenderla. Para poder ensayar, tengo que aprenderme el papel de memoria. A los 16 años, sin embargo, empecé a conseguir papeles decentes y a divertirme. Y decidí que era lo que quería hacer el resto de mi vida.
XL. Si no me equivoco, fue expulsado del internado porque lo pillaron con una chica.
M.I. Es verdad. Pero le pasa a todo el mundo, ¿no?.
TÍTULO: Sexoadictos. Robert Weiss, el hombre que cura a las estrellas
Hasta hace poco era algo que solo confesaban algunos famosos y que más bien servía para justificar sus escarceos. Pero la adicción al sexo es un problema -para algunos, una enfermedad- que afecta a millones de personas. Hablamos con uno de los mayores expertos mundiales en la materia.
La sala de espera es anodina. Podríamos encontrarnos en cualquier clínica dental al uso. Sólo los libros de los estantes indican que estamos en un lugar peculiar. En el lomo de uno de ellos se lee Sexohólicos anónimos. Nos hallamos en primera línea del frente contra la adicción al sexo. Esta clínica privada de Los Ángeles está considerada como una de las mejores de EE.UU. Entre sus pacientes, abogados, ejecutivos... y también dentistas. Todos acuden aquí por lo mismo: la libido les está arruinando la vida.
En una pequeña sala de la clínica, tres hombres blancos -a quienes llamaremos Joe, Charles y Larry- están sentados frente a una pizarra. Joe es un ejecutivo, de unos 50 años. «¿Que cómo consiguió mi mujer que me lo tomara en serio?», pregunta de forma retórica. «Bueno, pues al final tuvo que enviarme por el móvil una foto de una pistola sobre nuestra cama. Junto con la amenaza de que iba a suicidarse».
Charles es un abogado de modales impecables. Larry, un empresario venido a menos. Estos tres hombres se encuentran en el cuarto día de un cursillo de dos semanas para combatir su adicción. Durante la terapia han compartido secretos que pensaban llevarse a la tumba.
Joe está obsesionado con la pornografía dura. Anteriores terapeutas lo describen como un mujeriego compulsivo. Tanto él como su esposa han sufrido diversas crisis de nervios. Él mismo ha pensado en el suicidio.
Charles sufrió abusos de su padrasto durante la niñez. En la edad adulta se enganchó al porno violento y se acostumbró a pasarse horas rastreando por Internet. Dicho hábito terminó por llevarlo a una serie de peligrosos encuentros sexuales con hombres desconocidos. Su segunda esposa no sabía nada antes de casarse. Hoy lo sabe y no le gusta.
Larry fue expulsado del hogar familiar hace semanas, después de que su mujer leyera su diario personal y se enterase de que contrataba prostitutas. Y sí, también está enganchado al porno por Internet. Ahora se queja de que por todas partes hay «estímulos» que disparan su obsesión.
Los comportamientos de estos adictos no se ajustan al cliché de un adúltero glamouroso como Tiger Woods. Según los sexólogos, lo que cuentan centenares de adictos son sórdidas historias personales. El mercado para tratarlos está en expansión, y los terapeutas defienden que esta adicción sea considerada una enfermedad. Entre los pioneros en este terreno se cuenta Robert Weiss, el fundador del Sexual Recovery Institute, la primera clínica en establecer un programa de tratamiento de la adicción al sexo en 1995. Es aquí adonde Joe, Charles y Larry han acudido. Cada uno de los tres paga 10.000 dólares por dos semanas de terapia... Y estamos hablando de uno de los programas de este tipo más baratos. Otras clínicas pueden salir por más de 60.000 dólares.
El terapeuta Robert Weiss es discípulo de Patrick Carnes, el terapeuta que acuño el término `adicción al sexo´ a principios de los 80. Una de las primeras cosas que Weiss explica es que, si quiero entender qué es la adicción al sexo, debo ver la película Shame. «Muestra -asegura Weiss-, de forma muy realista la destructiva búsqueda de intensidad sexual de estos enfermos».
Sin embargo, cuando uno escucha hablar a los pacientes, la película no termina de hacer justicia a los abismos a los que se asoman los sexoadictos. Un padre de tres hijos explica que el dinero para el alquiler se lo gastaba en prostitutas. Otro habla de su adicción como de «un monstruo que nunca termina de saciarse».
«A veces son incapaces de ir a trabajar, muestran ansiedad o síntomas depresivos», dice Sharon O`Hara, directora médica del Sexual Recovery Institute.
Para ciertos adictos, lo importante es el ritual: la conducción del coche durante horas hasta dar con la prostituta buscada. Algunos cosifican su propio cuerpo: afirman ir a los salones de masajes «para que les hagan un arreglo», como el que lleva el coche al taller.
Con todo, solo uno o dos factores parecen ser constantes en todos los casos. «Siempre llevan una vida secreta», explica O`Hara. «Tal como yo lo veo, si hay ausencia de mentiras, no se da una verdadera adicción». Otra característica común es su inteligencia. Como dice Weiss: «Muchos de nuestros pacientes son brillantes y plenamente capaces de llevar dos vidas en paralelo».
La tercera constante es la incapacidad para dejar su adicción, por mucho que sus conductas tengan consecuencias terribles. Los antiguos griegos tenían una palabra para describirlo: akrasia, o la tendencia a actuar en contra del sentido común. Es el mismo fenómeno que se da en los fumadores o los alcohólicos, que continúan con su adicción apesar de ser conscientes de sus riesgos.
El escáner muestra que los cerebros de los sexoadictos se iluminan al ver pornografía. Algo parecido a lo que le ocurre al cocainómano ante la cocaína. Weiss asegura que el cerebro de un sexoadicto es presa de unas descargas de adrenalina que llevan al individuo a sumirse en una suerte de estado primordial. Los adictos a veces dan la impresión de sumirse en estado de trance a la hora de planificar la próxima aventura. Más tarde describen que el coche en que fueron al lugar de la cita clandestina parecía conducirse solo, explica Weiss.
Algunos medios americanos aseguran que en Estados Unidos se está dando «una epidemia de adicción al sexo». Y aseguran que el fenómeno tiene un origen muy preciso: Internet. Afirman que, cuando el adicto se conecta a la Red, al momento experimenta un subidón. Y cada clic del ratón lleva a una experiencia más intensa que la anterior. La Red los ha liberado de la vergüenza y el pánico. «Antes quien quería consumir pornografía tenía que vestirse, salir en el coche y dirigirse a un establecimiento muchas veces mugriento y asqueroso», agrega. «Todo eso ha pasado a la historia».
Por supuesto, hay muchos escépticos. Unos porque, basándose en que muchos sexoadictos pasan por estados depresivos, concluyen que tan solo es el síntoma de un problema subyacente mayor; otros porque sospechan de que tras la etiqueta de `sexoadicción´ sólo hay unos tipos simplemente salaces.
Philip Hodson, alto cargo de la British Association for Psychotherapy, no está muy conforme con la etiqueta de `adictos´. Según él, «se está utilizando la palabra `adicción´ de una forma muy frívola». Para Hodson y quienes piensan como él, la adicción al sexo es una etiqueta que se ha visto favorecida por el modo en que la neurociencia está ocupando el lugar de la psicoterapia. «Es verdad que se puede demostrar que el sexo estimula las mismas partes del cerebro que la heroína, pero es un hecho que los especialistas no tienen la menor idea de lo que en realidad significa eso». Hodson pone un ejemplo, el de situar hipotéticamente a dos personas en una zona de guerra. «Una de ellas es adicta a la heroína; la otra, al sexo. Al final del día en la zona de guerra, tan solo una de ellas va a sentir el síndrome de abstinencia: el heroinómano. En una situación así, el sexo se convierte en la última preocupación del individuo».
La argumentación más convincente contra la etiqueta de la adicción seguramente sea esta: la catalogación de ciertos comportamientos como adicción viene a ser una forma de exonerar tales comportamientos.
Es una crítica que los terapeutas de Los Ángeles han escuchado otras veces y para la que tienen su propia respuesta. «Muchas personas dicen que hablar de una adicción es una forma de excusarse apelando a una supuesta enfermedad», dice O´Hara. «Se trata de un equívoco absoluto. Hay que reconocer que el individuo sufre un trastorno -del que él muchas veces no es culpable- y que tiene la responsabilidad de hacer lo necesario para recuperarse y evitar determinados comportamientos».
En la pequeña sala de tratamiento, Joe, Charles y Larry acaban de explicar el daño que han hecho a sus cónyuges. Confesarlo no ha resultado muy agradable. Tampoco las expectativas de solución lo son. Les han dicho que sus mujeres van a sufrir síndrome de estrés postraumático, que les esperan 18 meses de enfrentamiento y antagonismo, por parte de sus esposas. Pasado ese periodo, es posible que la ira de sus parejas remita, pero el vínculo de confianza que existía entre ellos ya se habrá volatilizado para siempre.
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