domingo, 11 de marzo de 2012

A FONDO--Crisis. Una salida desesperada./ JEAN DUJARDIN.ACTOR DE CINE.

TÍTULO: A FONDO--Crisis. Una salida desesperada.


En Grecia, la tasa de suicidos se ha incrementado un 40 por ciento. En España aún no hay un dato similar, pero el año pasado gastamos mil millones de euros en fármacos para evitar la angustia. La crisis no solo puede acabar con nuestro trabajo. Amenaza nuestra salud... y nuestra vida.


Harikleia Lambrousi es griega, es funcionaria y está deseperada. Trabaja en una institución pública de Atenas que echa el cierre por exiencias del guión que marca la Unión Europea. Harikleia Maenazó con lanzarse al vació desde su oficina.

Después de cuatro horas de tensión, la convencieron para que no lo hiciese. Harikleia engordará la estadística del paro, pero por lo menos puede contarlo. Hay otra estadística, más dramática, que ha dado a conocer el Ministerio de Sanidad griego: la tasa de suicidios se ha incrementado un 40 por ciento desde que empezó la crisis.

La desesperación de Harikleia es extrema, pero simboliza muy bien el estado de ánimo que se está apoderando de buena parte de los europeos, en especial entre los 20 millones de parados de la UE. Ciudadanos contra las cuerdas como el italiano Salvatore de Salvo, un agente comercial desempleado, y su mujer, que se quitaron la vida después de enviar una carta abierta al Gobierno. «Os enteraréis por los periódicos de la gran dignidad con que saben morir dos ciudadanos asqueados de la hipocresía y de la crueldad de vosotros, los políticos», advirtieron. O el caso de Félix, un agricultor valenciano que se quemó a lo bonzo en su garaje después de perder su trabajo. «La situación va a empeorar conforme avance el año y en 2013, sobre todo para la población comprendida entre 40 y 55 años», vaticina el psiquiatra francés Michel Debout, autor de una investigación sobre suicidio y precariedad laboral. «Debería organizarse un dispositivo de apoyo psicológico enfocado a los parados. La sociedad les demostraría que todavía cuentan. Un parado se suicida porque ya está socialmente muerto».

La recesión no solo afecta al bolsillo, también a la salud. Los desempleados tienen el doble de posibilidades de sufrir estrés, ansiedad y trastornos depresivos que las personas con trabajo. El sociólogo austriaco Paul Hartzfeld ha comprobado que el desempleo de larga duración provoca pérdida de confianza, sentimiento de abandono y desprecio hacia uno mismo. Y tener la autoestima por los suelos debilita el sistema inmunitario y es una puerta abierta a otras enfermedades.

El miedo a perder el trabajo también amarga a los que lo conservan. Se han triplicado las patologías profesionales que cursan sin baja; entre ellas, el estrés y la depresión. La Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública calcula que entre 1500 y 4000 personas morirán en España cada año por dolencias relacionadas o agravadas por la pérdida del empleo. Además, se producirá un descenso de la esperanza de vida.

Las señales de alarma ya están ahí. El año pasado, los españoles se gastaron casi mil millones de euros en fármacos para evitar la angustia: 475 millones en antidepresivos y 468 en ansiolíticos, según datos de la consultora IMS. Los médicos de familia calculan que el consumo de antidepresivos se ha disparado desde 2007, cuando empezó la crisis, y podría superar el 30 por ciento. «Se está medicalizando mucho el sufrimiento. La tolerancia a la angustia es menor y se soluciona con una pastilla», explica el doctor José Basora, presidente de la Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria. En cuanto al uso de benzodiacepinas, como el Orfidal y otros ansiolíticos, su consumo se ha elevado un 13 por ciento en el mismo periodo.

Los psiquiatras de las unidades de salud mental saben mejor que nadie que los ánimos están cada vez más mustios: la mitad de sus pacientes son parados. Los diagnósticos más frecuentes: depresión, trastorno adaptativo y ansiedad. Según el psiquiatra José Carlos Fuertes, autor de un estudio sobre la repercusión de la crisis económica en la salud mental, cuatro de cada diez pacientes reconocen que han aumentado notablemente el consumo de alcohol en los últimos meses. A su juicio, se trata de una consecuencia lógica en una situación como la actual, de agobio e incertidumbre, «porque el alcohol es una droga polivalente, social e institucionalizada. Muchos, en lugar de acudir al psiquiatra, van al bar a tomarse unas copas».

Que se dispare el consumo de alcohol y otras adicciones enturbia aún más el panorama en un país como España, que ya encabezaba las estadísticas europeas de consumo de drogas en las años de opulencia. «La adicción es una enfermedad multicausal y los factores sociales influyen. Si el entorno es inestable, estimula el consumo», explica Fidel Riba, director médico del centro terapéutico Marenostrum, en Barcelona. Riba matiza que lo peor no ha llegado aún. «No se va a notar un auge de pacientes adictos de manera inmediata porque la primera fase de la enfermedad es silente y dura de siete a diez años. Igual que un tumor puede estar mucho tiempo creciendo sin dar síntomas, la adicción no se manifiesta de la noche a la mañana. Solo eclosiona cuando los desastres en la vida del adicto son muy evidentes».

Curiosamente, el consumo de cocaína ha descendido. Una de las razones es su carestía: unos 60 euros el gramo. Está asociada al éxito laboral y al alto poder adquisitivo. ¿Hay una droga asociada al fracaso? «El alcohol es relativamente barato. Y los ansiolíticos también son asequibles y, a la larga, pueden provocar más casos de adicción en mujeres, que consumen el doble de hipnóticos que los hombres», opina Riba.

El paro juvenil (47 por ciento en España) también hace mella. «La inseguridad laboral está provocando un aumento de la patología ansiosa, y en el caso de los jóvenes la situación se agrava porque sus expectativas son más inciertas», afirma el psiquiatra Salvador Ros. ¿El futuro? La ansiedad será la primera causa de discapacidad en 2020.

TÍTULO: JEAN DUJARDIN.-ACTOR DE CINE.

Jean Dujardin: ``Si algo no va bien, lo digo. Si tengo miedo, lo admito. Si soy feliz, lo demuestro´´

El hombre del año es este francés con aires de Jean Paul Belmondo. Con `The artist´, Dujardin y su amigo el director Michel Hazanavicius han hecho historia. Su cinta es la primera de ¿habla? no inglesa que conquista el premio gordo de los Óscar. Entre la vorágine, el actor encontró un hueco para dedicarnos unas confidencias.>


Con su Óscar, este actor al borde de los 40 ha sido capaz de reconciliar a Francia con el resto del mundo, a la derecha y a la izquierda de su país y también a los cinéfilos con el gran público. Es el hombre del momento, pero el último `elegido´ de la Academia de Hollywood, Jean Dujardin, aparenta ser cualquier cosa menos una estrella. Es la impresión que da, al menos, cuando se lo tiene enfrente, así, al natural.



Tras meterse en la piel de George Valentin, una estrella del cine mudo en decadencia por la llegada del sonido, Dujardin se ha convertido en Francia en el peaje donde todos los guiones se detienen. Es más, desde que se llevara el premio a la interpretación en Cannes, allá por el mes de mayo, este actor nacido al noroeste de París comenzó a aplicarse en el aprendizaje del inglés ante la posibilidad cierta de optar al Óscar y en respuesta a las numerosas ofertas que comenzaron a llegarle desde el otro lado del Atlántico.

Dujardin, padre de dos hijos, encarna cierta imagen de virilidad bruta corregida por el humor, quizá por ello fue elegido hace años para encarnar al desmitificador vaquero Lucky Luke. El actor, que se ha llevado sus golpes y ha sufrido comentarios malintencionados, conoce sus puntos fuertes y sus debilidades. Estas son las confesiones de un hombre de verdad.

XLSemanal. Sea sincero, ¿qué pensó, realmente, cuando recibió el guion de The artist?
Jean Dujardin.
Michel [Hazanavicius], a quien en la profesión se conoce como el Impávido por ser poco hablador y porque raras veces se deja presionar, ya me había hablado de ello. Llevaba diez años incubando el proyecto y lo único que me preguntó fue: «¿Te gustaría bailar claqué?». Me confió el guion con mucho pudor, dejando bien clara una cosa: «No se trata de una comedia, sino de un melodrama. Pero no te cachondees». Lo leí y me pareció excelente.

XL. Todo un riesgo para su carrera.
J.D.
Yo había encadenado varias películas de autor (Pequeñas mentiras sin importancia, Un balcon sur la mer, Una visita inoportuna...) y me puse a pensar: «¿Debo seguir por este camino?». Soy un actor, no un aventurero, pero el proyecto me apetecía muchísimo. Hacer cine mudo era todo un reto; prefiero pasearme por distintos géneros a encasillarme en uno.

XL. ¿Alguien a su alrededor tuvo dudas de que funcionara, de que tuviera éxito?
J.D.
En un principio, sí. Esta era una película muy difícil de producir; de hecho, es un milagro que hayamos podido hacerla. «Esto del cine mudo está bien, pero ¿y si fuera en color?», nos decían. Mis amigos estaban muy preocupados. «¿Tienes claro lo que vas a hacer?». En cierto momento sentí que me dejaba vencer por la presión, pero la aventura era demasiado bonita. ¿Qué quiere que le diga? Al final, me dejé arrastrar.

XL. ¿Cómo?
J.D.
Dejándome seducir por el cine mudo; por la actitud del mítico Douglas Fairbanks para interpretar a George Valentin, por la obra de Murnau... El juego que propone el guion es muy moderno. Pero, claro, hasta el día antes del rodaje tuve dudas. ¿Sabré refrenar mis gestos como impone la velocidad [se filmó a 22 imágenes por segundo]? ¿Podré trabajar sin texto? ¿Sabré actuar en silencio, como un pez en una pecera? [Se ríe]. Aunque la luz ayuda.

XL. ¿A quién se le ocurrió ponerle bigote?
J.D.
Me encantaba el que llevaba Clark Gable de joven. Un día llegué con un mostacho enorme, y la maquilladora me lo recortó. Aquí lo fundamental era la historia. Había que interpretar a los actores arrogantes de los principios del cine hasta su posterior extinción.

XL. ¿Qué sintió al cruzarse con actores como John Goodman y James Cromwell en el plató?
J.D.
John Goodman tardó siete minutos en aceptar el papel: aplicó el excelente principio de que era una película que a él le encantaría ver. James Cromwell, por su parte, más al estilo británico, se preguntaba por las motivaciones de su personaje. Yo estaba encantado -y bastante intimidado, he de reconocer-, pero los muros desaparecieron enseguida. Somos actores y cada proyecto es como una reinvención. Cuando apenas dispones de 35 días de rodaje, siempre andas con el tiempo justo, y eso te ayuda a olvidarte de todo.

XL. En el Festival de Cannes vivió su primer gran momento de gloria internacional. ¿Cómo lo recuerda ahora?
J.D.
Fue como meterme en una burbuja, algo que incluso hoy me cuesta mucho analizar. Me cuesta asimilar todos estos reconocimientos. Pero no hay un antes y un después. Robert De Niro me entregó el premio en Cannes; Natalie Portman, en Los Ángeles, lo que implica, sin duda, que me está ocurriendo algo estupendo, pero tengo mucho cuidado para no dejarme llevar por esta locura y mostrar síntomas extraños. Siempre he funcionado así. Cuelgo las distinciones que me da mi profesión sobre la chimenea y, cuando las veo, solo pienso en lo absurdo y formidable que es todo porque jamás he premeditado nada.

XL. ¿Le costó mucho decidirse a lanzarse a la carrera de los Óscar, sin hablar inglés y con todo lo que conlleva?
J.D.
Pasar seis meses en Los Ángeles haciendo campaña no me apasionaba mucho, pero me dije: «Intentaré llegar hasta el final». El inglés no me acaba de entusiasmar, me cuesta mucho.

XL. Hoy en día, usted es un poco como el epicentro del cine francés. Todos los guiones pasan por sus manos...
J.D.
No exactamente, pero no quisiera ser acusado de falsa modestia. Sí, mi agente filtra muchas cosas.

XL. Su agente, que también es su hermano.
J.D.
Así es. La comodidad absoluta. Él sabe perfectamente que conmigo no se debe hablar mucho por teléfono y me deja escoger. Necesito concentrarme. Por eso acepto pocos proyectos. Si no, enseguida tengo la impresión de trabajar en una fábrica y tengo que echar el freno para seguir disfrutando de la vida.

XL. En su familia son cuatro hermanos. ¿Cómo recuerda su infancia?
J.D.
Soy el tercero, y no he estado muy consentido; eso no se estilaba en casa. Eran años de clonación: heredabas la ropa de los hermanos mayores y caminabas como ellos; no te complicabas la vida. La ventaja era que también te criaban ellos, y por eso los pequeños crecimos más deprisa. Era feliz en casa y desgraciado en el colegio, donde me sentía en libertad condicional. Detesto las comparaciones, la competitividad. Así que dejaba que los demás pasaran delante sin problemas.

XL. ¿Quién lo animó a seguir esta profesión?
J.D.
Lino Ventura, Vittorio Gassman, Gérard Lanvin, Bernard Giraudeau... Lamento tremendamente la muerte de Giraudeau [de cáncer en 2010]; me hubiera encantado conocerlo. Cuando yo tenía 14 años, ellos eran una inspiración. Los miras y quieres ser como ellos.

XL. ¿Y a quién se parece más?
J.D.
A ninguno y un poco a todos. Ese tipo robusto que actúa de mala fe. Como casi todos los cómicos tengo un lado atormentado, pero, al igual que a mi padre, que fue jefe de una ferretería desde los 22 años, me encanta lanzarme a nuevos proyectos. Tengo suerte, el mundo me sonríe. La gente por la calle se muestra encantadora. Francia se ha convertido en un pueblecito donde conozco a todo el mundo. Bueno, digamos, más bien, que todo el mundo me conoce. A cambio trato de ser honesto; en las entrevistas y en la vida. Si algo no va bien, lo digo. Si tengo miedo, lo admito. Si soy feliz, lo demuestro.

XL. Vive con una actriz [Alexandra Lamy] y, sin embargo, le va fenomenal...
J.D.
En casa no somos ni actor ni actriz, sino una pareja. Alexandra es la persona más amable del mundo, pero no tolera ni los celos ni la acritud en nadie. Con todos estos premios, ella llora y se alegra sinceramente por mí. Me conoció cuando empezaba, así que no me puedo comportar ahora como si fuera otro Jean Dujardin. Y como a ella también le va bien en su carrera, pues todo va sobre ruedas. Ella tampoco para, la verdad [se los podrá ver juntos, por cierto, en Los infieles; estreno en abril]; el año pasado hizo dos películas.

XL. ¿Se ha sentido humillado alguna vez en esta profesión?
J.D.
Con franqueza, no. Solo he experimentado felicidad, pero sí que creo haberme degradado alguna vez con una película. El actor André Wilms me regaló un bonito consejo: «Perdónate» [se ríe]. Aunque antes de perdonarme, eso sí, me puse a caldo.

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