Este es un milagro que encontré en unas páginas sueltas de un libro. Estaba escrito en pergamino, con candidez y gracia, adornado con hojas de acanto, racimos de uva y angelitos que tocaban violines y guitarras de oro:
Fray Primitivo era de los primeros franciscanos. Había conocido, siendo novicio, al pobrecillo de Asís, y había besado sus huellas por los caminos de Toscana. Fray Primitivo acostumbraba a salir a mendigar por el campo, y pasaba el día yendo por granjas y huertas. Cuando le daban un mendrugo, besaba la mano y alababa al Señor. Cuando recibía una repulsa, hacía lo mismo, porque sabía la ciencia de la resignación.
Por las tardes, cuando el sol se ponía detrás de las colinas de olivos, fray Primitivo, cansado de la faena, solía volver al convento por camino duro, cuesta arriba. En un descanso había un pozo de agua fresca. Allí, fray Primitivo, que llegaba torturado por la sed, metía la mano y bebía agua de sus manos, alabando, al Señor por el regalo de tan limpia y bella agua.
Un día en que traía la lengua más seca que nunca, pensó que sería grato al Señor si le ofreciese aquella sed en sacrificio. Aquel día, pues metió la mano en el agua para sentir su frescura, y luego, apretando el paso, siguió hacia el convento sin probar gota.
Y Dios le premió. Porque al levantar fray Primitivo la cabeza al cielo, vio que sobre el azul oscuro del atardecer había aparecido un lucero claro. Fray Primitivo, que conocía la interpretación de los signos naturales en forma intuitiva, comprendió que aquello significaba que el Señor había tomado en cuenta su sacrificio.
Sonrió, pues, y bendiciendo a Dios continuó su camino. Animado por aquella muestra de agrado del Señor, fray Primitivo hizo lo mismo al día siguiente, y al otro. Pasaba, metía la mano y seguía sin beber. Cada día aparecía un lucero nuevo.
Un día, siendo ya viejo fray Primitivo, dispusieron los superiores que le acompañase un novicio en su tarea de mendigar, a fin de que con su ejemplo se instruyera en las ciencias de la humanidad.
Salía a diario fray Primitivo acompañado por el novicio. Un día el sol quemaba de lo lindo, y los hábitos pardos pesaban como vestiduras de latón.
“Hijo, mío” –dijo fray Primitivo aquella tarde, “alabemos al Señor en sus criaturas. El sol, la
mortificación es el disfrute de las cosas por el amor. El agua, criatura del Señor, la gozan los sentidos bebiéndola. Pero el espíritu la goza dejándola de beber por amor”.
Diciendo esto iban por el fatigoso camino, a la altura del pozo. El calor era sofocante. A pesar de ello, fray Primitivo se dirigió al pozo para meter la mano y seguir sin beber, según su costumbre. Entonces miró al novicio: venía jadeante de calor, los ojos se le habían encendido mirando el agua fresca y limpia, entre dientes había exclamado:
“¡Un pozo!”
Y miró al hermano Primitivo cuyo ejemplo debía obedecer. Primitivo sintió mucha compasión. Lo que la sed nunca pudo, lo pudo la compasión aquel día. Con mucha serenidad, como si fuese su costumbre de todos los días, metió las manos al agua y bebió.
En seguida el novicio bebió con avidez. Fray Primitivo levantó los ojos al cielo y vio que sobre el azul oscuro de la tarde, en vez de uno, había dos luceros.
Muy bonita la leyenda, pero no es tal leyenda. Se trata de un cuento de José Mª Pemán: Fra Primitivo y el Pozo. Aunque aquí aparece algo mutilado, la mayoría de las expresiones son literales.
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