domingo, 18 de septiembre de 2011

ESTUDIANTES COREANOS ¿POR QUÉ SE VAN A COMER EL MUNDO?./LA FUERZA DE ULTRAMÁN.

 TÍTULO: ESTUDIANTES COREANOS ¿POR QUÉ SE VAN A COMER EL MUNDO?.Su jornada es de aúpa: de seis a siete horas
de clase en una escuela pública, a las que se suman tres de refuerzo en academias privadas y una de guitarra, sin contar el gimnasio, los deberes y el trabajo voluntario como asistente de su padre, doctor en medicina oriental. Cuando se meta en la cama, a las once de la noche, todavía dará un último repaso a las lecciones del día siguiente y leerá unas páginas de una biografía antes de que se le cierren los ojos. So-jung Kim no es una excepción. Su día es de lo más típico. «Es duro ser adolescente en Corea del Sur. Pero supongo que es igual de duro ser adolescente en cualquier parte del mundo. A esta edad nos estamos jugando nuestro futuro», sentencia.


So-jung Kim tiene 15 años y vive en la capital, Seúl. Pertenece a una generación que asombra al mundo. Los adolescentes surcoreanos arrasaron en el último informe PISA, que compara el nivel académico de los países de la OCDE en matemáticas, ciencias y lectura. España cosechó unos resultados mediocres. Junto a la ciudad china de Shanghái, Corea del Sur dio la campanada desbancando a Finlandia del primer puesto. El sistema educativo del país asiático se considera un modelo de éxito en el resto del mundo. El 98 por ciento de los surcoreanos finaliza la educación secundaria y casi el 60 obtiene un título universitario; en España, donde el curso ha empezado de manera convulsa, con recortes presupuestarios y profesores en pie de guerra, el fracaso escolar llega al 30 por ciento.
Paradójicamente, no sacan pecho. Si los surcoreanos son los primeros de la clase, es a fuerza de codos. Su excelencia se basa en el sobreesfuerzo. Los alumnos están sometidos a una presión enorme. Su nivel de estrés es el mayor de la OCDE. Estudian 50 horas a la semana, 16 más que en el resto de los países desarrollados. Y su índice de felicidad es el más bajo; en contraste con los chavales españoles, que lideran esta clasificación. En este sentido hay que apuntar que unos doscientos menores se suicidaron en 2009, en parte por malas notas. Y su déficit de sueño, similar al español (un par de horas), no se debe al chat o la consola. Sencillamente, se llevan los apuntes a la cama.


Si se compara con Finlandia, donde las clases son muy cortas y apenas se mandan deberes, solo hay un elemento en común: la calidad de los profesores. «Es una profesión con mucho prestigio y muy respetada. Tanto que la mayoría de las chicas quieren ser profesoras», comenta So-jung Kim. Los maestros tienen buen sueldo y autoridad en clase. Pero también se quejan: las aulas están masificadas y los alumnos, con frecuencia, agotados por las clases extra. De hecho, dos de cada tres se apuntan a una o varias academias privadas, llamadas hagwon. «Como profesor, me duele que padres y alumnos confíen más en las tutorías privadas que en la enseñanza pública. La razón es que Corea ha sido una meritocracia desde la caída del sistema de castas. Solo hay una manera de escalar en la jerarquía social: llegar a una universidad de prestigio. Por eso, tantos padres obligan a sus hijos a lograr este objetivo a cualquier coste. La competencia es cada vez más despiadada y cualquier ayuda puede suponer una ventaja decisiva», se lamenta Un-ju Han, profesor de instituto.


El milagro económico de Corea del Sur es reciente y va de la mano de su apuesta educativa. En 1945, a mediados del siglo pasado, el porcentaje de analfabetos rondaba el 80 por ciento. En los años 60, su riqueza era comparable a la de Afganistán. Pero desde entonces la educación se convirtió en una prioridad nacional y contribuyó a compensar la escasez de recursos naturales. Hoy, Corea es la decimosegunda economía del mundo. Sin embargo, la educación es una obsesión de las familias, pero no tanto del Gobierno, que gasta menos en enseñanza que la media de la OCDE. La primaria es gratis; a partir de la secundaria, los padres destinan alrededor del 20 por ciento de sus salarios a la educación de sus hijos. Y eso que la mayoría opta por matricularlos en escuelas públicas. Pero las clases de refuerzo en las hagwon suponen una media de 400 euros al mes. Lo dan por bien invertido con tal de que entren en una buena universidad, se conviertan en ingenieros y puedan conseguir un trabajo en una gran empresa como Hyundai o LG.


El profesor Sun-woong Kim señala otra paradoja: Corea del Sur es el país que más estudiantes envía al extranjero; de hecho, copan los primeros puestos en las pruebas de selección de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. Pero, de repente, algo falla. Cuando ya han conseguido lo más difícil, meter la cabeza en Harvard o Yale, se desfondan. Parece como si después de tanto esfuerzo la relativa libertad de la vida en el campus haga que se relajen en exceso. Además, aunque sean obedientes y memoricen como nadie, no destacan por su creatividad ni por el trabajo en equipo. Muchos acaban aislados y un 44 por ciento fracasa.


Algunos expertos lo achacan al excesivo énfasis en la disciplina. La impuntualidad o no terminar los deberes son faltas graves y pueden ser castigadas con unos azotes. En ocasiones, toda la clase paga por la ofensa de un solo alumno. El uniforme escolar tiene que estar impecable. Las chicas no se pueden maquillar y los chicos tienen prohibido llevar el pelo largo. El rigor se extiende al ámbito de las relaciones. Socializar se considera una pérdida de tiempo. Cuatro de cada cinco colegios censuran los noviazgos entre estudiantes. Un grupo religioso incluso premia con diplomas la virginidad. Se desquitan como pueden, enviando más mensajes de móvil que nadie: 2000 al mes. «En mi juventud, el trato de los profesores era mucho más severo; ahora es más cercano», matiza Jung-ah Yoo, la madre de Kim.
La quinceañera lo lleva con paciencia. «Mi padre quiere que me dedique a la medicina, como él; mi madre, que sea profesora. Pero no me siento presionada por sus expectativas. Yo tengo claro lo que quiero ser: guionista. Y ellos respetarán mi decisión. Estudiaré dos carreras: Periodismo y Comunicación Audiovisual. Me faltan cuatro años para presentarme a las pruebas de acceso a la universidad. Ya me estoy preparando. Pero por mucho que estudie, no sé si estaré entre las mejores», reconoce. ¿Agobiada? «Soy feliz», puntualiza. Cinco de cada seis estudiantes confiesan que no lo son.
TÍTULO: LA FUERZA DE ULTRAMÁN:
Cuando tenía cinco años, Wang Gengxiang, un chico de Fenyang (China), se cayó en una pila de paja ardiendo. Sobrevivió de milagro, pero su piel quedó arrugada y llena de ampollas. Su rostro desapareció. Acabó deformado, sin rasgos, consumido en aquella hoguera pavorosa. Desde entonces lleva una máscara que solo deja ver sus ojos, su nariz casi inexistente, sus orejas aplastadas.
Diez meses después del accidente, Wang Gengxiang juega con sus amiguitos en una escuela infantil. Ya ha sufrido varias operaciones y todavía le quedan por delante muchas horas de quirófano. Las primeras imágenes de Wang conmocionaron al país entero y motivaron una gigantesca campaña solidaria. Gracias a las aportaciones de muchos donantes, la humilde familia de Wang ha conseguido el dinero suficiente para pagar el tratamiento. Pero todavía deberá llevar la máscara hasta que la traquea se le acabe de fortalecer, quizá dentro de ocho o diez años.
Wang Gengxiang, sin embargo, no se arredra. Cuando se vio con la máscara, incluso se ilusionó: ¡era clavadito a Ultramán, su superhéroe favorito! Y ahora se pasea tan ufano por el colegio, orgulloso de haberse convertido en un auténtico superhéroe.

No hay comentarios:

Publicar un comentario