LOS QUE TENEMOS trabajo somos unos privilegiados y así nos comienzan a percibir todos aquellos que se han quedado en el paro.
LOS QUE TENEMOS trabajo somos unos privilegiados y así nos comienzan a percibir todos aquellos que se han quedado en el paro como consecuencia de la maldita crisis. Y no sé ustedes, pero yo, en ocasiones, me siento mal por tener la suerte de que las cosas me vayan razonablemente bien. Ojo, digo “razonablemente”, y en ese razonablemente se encuentra no solo publicar artículos como este, sino que mis novelas continuen contando con el favor de los lectores. Pero, aunque a uno no le vaya mal, no puede respirar tranquilo cuando alrededor hay tantas y tantas personas que, de la noche a la mañana, han sufrido el duro revés de perder su empleo o de ver cómo su negocio se va al garate. Tengo un par de amigos que son pequeños empresarios y están en tratamiento psicológico por haber tenido que ver cómo el trabajo y los ahorros de toda su vida se han esfumado.
Y EN MEDIO de esta tormenta, me preocupa que empiece a aflorar el rencor y, si me apuran, la envidia, dos sentimientos muy humanos y devastadores para quienes los sienten y también para quienes lo padecen. Yo me he visto, en los últimos tiempos, justificándome por conservar el trabajo ante quienes lo habían perdido. Hace unos días fui de compras con mi hijo. Llevaba tiempo diciéndome lo que yo ya veía: que las zapatillas deportivas estaban para jubilar, que las camisetas del verano pasado le queden pequeñas y los vaqueros, cortos. Pero por ese pudor que me produce gastar un euro en estos tiempos, lo fui retrasando hasta que, finalmente, nos fuimos de compras. Cuando regresábamos a casa nos cruzamos con una conocida. "¡Habéis ido de compras! ¡Uy, cuántos paquetes! Cómo se nota dónde hay... Unos tanto y otros tan poco... Has tirado la casa por la ventana ¡qué suerte!", nos recriminó.
EMPECÉ A EXPLICARLE que mi hijo había crecido, que solo le había comprado tres camisetas, unas deportivas y unos jeans; que realmente los necesitaba y que yo hace tiempo que, salvo libros y CD, no me compro nada... Y, de repente, me paré en seco. ¿Por qué me estaba justificando? ¿Por qué tenía que dar explicaciones a una simple conocida? ¿Qué había de malo en comprar ropa a mi hijo? Me recordé a mí misma que tanto su padre como yo trabajamos, que no le debemos nada a nadie excepto a nuestro propio esfuerzo y que, como los demás, también hemos visto reducirse nuestras retribuciones aunque, eso sí, tenemos la inmensa suerte de trabajar. Me di la vuelta y la dejé plantada sin despedirme, irritada conmigo misma y con ella.
AL DÍA SIGUIENTE acudí a una tertulia en un canal de televisión y vi que en una hoja sindical, amén de revindicar determinadas cosas, también señalaban a tres periodistas por "tener coches de alta gama". Me quedé helada. En esa acusación repugnante sentí que estaba contenida una gran dosis de rencor. ¿Es que acaso es pecado tener el coche que uno quiera si se lo ha comprado con el fruto de su trabajo? ¿Es que hemos llegado al punto de tener que dar explicaciones por eso? Pienso que esta crisis nos está dejando unas secuelas que no serán fáciles de superar, lo único que deseo es que no nos haga peores personas.
P.D.: Le conté a una amiga psicóloga lo que me había pasado y me explicó que ese sentimiento de culpa que yo sentía era "normal", que les suele pasar a los supervivientes de las tragedias, que se preguntan por qué ellos han tenido la suerte de no sufrir la mala suerte de los demás.
Y EN MEDIO de esta tormenta, me preocupa que empiece a aflorar el rencor y, si me apuran, la envidia, dos sentimientos muy humanos y devastadores para quienes los sienten y también para quienes lo padecen. Yo me he visto, en los últimos tiempos, justificándome por conservar el trabajo ante quienes lo habían perdido. Hace unos días fui de compras con mi hijo. Llevaba tiempo diciéndome lo que yo ya veía: que las zapatillas deportivas estaban para jubilar, que las camisetas del verano pasado le queden pequeñas y los vaqueros, cortos. Pero por ese pudor que me produce gastar un euro en estos tiempos, lo fui retrasando hasta que, finalmente, nos fuimos de compras. Cuando regresábamos a casa nos cruzamos con una conocida. "¡Habéis ido de compras! ¡Uy, cuántos paquetes! Cómo se nota dónde hay... Unos tanto y otros tan poco... Has tirado la casa por la ventana ¡qué suerte!", nos recriminó.
EMPECÉ A EXPLICARLE que mi hijo había crecido, que solo le había comprado tres camisetas, unas deportivas y unos jeans; que realmente los necesitaba y que yo hace tiempo que, salvo libros y CD, no me compro nada... Y, de repente, me paré en seco. ¿Por qué me estaba justificando? ¿Por qué tenía que dar explicaciones a una simple conocida? ¿Qué había de malo en comprar ropa a mi hijo? Me recordé a mí misma que tanto su padre como yo trabajamos, que no le debemos nada a nadie excepto a nuestro propio esfuerzo y que, como los demás, también hemos visto reducirse nuestras retribuciones aunque, eso sí, tenemos la inmensa suerte de trabajar. Me di la vuelta y la dejé plantada sin despedirme, irritada conmigo misma y con ella.
AL DÍA SIGUIENTE acudí a una tertulia en un canal de televisión y vi que en una hoja sindical, amén de revindicar determinadas cosas, también señalaban a tres periodistas por "tener coches de alta gama". Me quedé helada. En esa acusación repugnante sentí que estaba contenida una gran dosis de rencor. ¿Es que acaso es pecado tener el coche que uno quiera si se lo ha comprado con el fruto de su trabajo? ¿Es que hemos llegado al punto de tener que dar explicaciones por eso? Pienso que esta crisis nos está dejando unas secuelas que no serán fáciles de superar, lo único que deseo es que no nos haga peores personas.
P.D.: Le conté a una amiga psicóloga lo que me había pasado y me explicó que ese sentimiento de culpa que yo sentía era "normal", que les suele pasar a los supervivientes de las tragedias, que se preguntan por qué ellos han tenido la suerte de no sufrir la mala suerte de los demás.
Me preocupa que empiece a florar el rencor, un sentimiento devastador para quienes lo sienten y también para quienes lo padecen.
TÍTULO: QUÉ HAY DE NUEVO CON Espido Freire.
María Laura Espido Freire[1] [2] [3] [4] (Bilbao, 16 de julio de 1974) es una escritora y columnista española en lengua castellana. Es conocida como Espido Freire ya que desde el inicio de su carrera firma sus obras sólo con los apellidos.Nació en Bilbao y creció en Llodio (Álava). Se dedicó a la música vocal durante la adolescencia y fue con la compañía de José Carreras por toda Europa, pero esa vocación impuesta, que simultaneó con los estudios de Derecho, luego abandonados, le originó una profunda depresión que acabó en bulimia.[5] Logró salir de ella dejando la música y consagrándose a la literatura. Se licenció en Filología Inglesa por la Universidad de Deusto, y en la misma cursó un Diploma en Edición y Publicación de Textos.
A los 25 años consiguió el Premio Planeta, convirtiéndose en la autora más joven en ganarlo, a la misma edad que Antonio Prieto, pero unos meses menor.[6] Autora polifacética, destaca en su labor narrativa, habiendo aparecido en antologías como Vidas de mujer (Madrid, Alianza Editorial, 1999), Lo del amor es un cuento (Madrid, Ópera Prima, 2000), Ser mujer (Madrid, Temas de hoy, 2000), Fobias (Madrid, La Esfera de los Libros, 2003), Ni Ariadnas ni Penélopes (Madrid, Castalia, 2002), Orosia: mujeres de sol a sol (Jaca, Pirineum, 2002), Sobre raíles (Madrid, Imagine, 2003) o Todo un placer (Córdoba, Berenice, 2005), entre otras. Colabora con varios medios de prensa nacionales, como El País, La Razón, El Mundo o Público. Trabaja también como traductora literaria y como colaboradora en radio (actualmente en el espacio Julia en la onda, de Onda Cero, presentado por Julia Otero) y en televisión (Noche sin tregua).
Activamente involucrada en talleres literarios durante sus años universitarios, e interesada en la pedagogía de la creación más tarde, ha impartido cursos de creación literaria en diversas universidades españolas e internacionales; uno de sus proyectos de futuro, la fundación de una escuela de escritura cuyos títulos equivaldrían a los estudios universitarios. También, como ensayista, ha mostrado una interesante interpretación de la última juventud española, víctima de lo que ella llama mileurismo, una barrera de ingresos que no puede superar a causa de la resistencia de la generación anterior y que la condena a una insatisfacción y esterilidad permanentes.[7]
La crítica la ha saludado como a una de las voces más interesantes de la narrativa española, y las alabanzas que surgieron con su primera obra han acompañado sus siguientes novelas. Ha sido traducida al inglés, francés, alemán, portugués, griego, polaco, neerlandés y turco, y su novela Irlanda recibió en 1999 el premio francés "Millepage", que los libreros conceden a la novela revelación extranjera. En mayo de 2000 recibió el premio Qué Leer a la mejor novela española editada durante el año anterior por Melocotones helados." Irlanda se publica en inglés con FTR Press. Su obra plantea la ambigüedad de las apariencias, el bien según los valores sociales y la fascinación por el mal, mediante mundos mágicos o en la vida cotidiana, creando universos muy complejos y tiempos inexistentes que exigen esfuerzo al lector. Afirma haber empezado así «por no tener que investigar datos históricos o sociológicos, porque inventar escribiendo resulta más sencillo que describir la realidad».
Cabe destacar también que Espido Freire se ha postulado como una acérrima defensora de los derechos de los animales.[8] Es socia de la Asociación GATA, y recientemente participó en el ciclo de conferencias que tuvieron lugar en el Parlamento de Cataluña con el fin de abolir la tauromaquia.
TÍTULO: Gustav Klimt:
Gustav Klimt ( 14 de julio de 1862 en Baumgarten, Viena – 6 de febrero de 1918 en Alsergrund, Viena) fue un pintor simbolista austríaco, y uno de los más conspicuos representantes del movimiento modernista de la secesión vienesa. Klimt pintó lienzos y murales con un estilo personal muy ornamentado, que también manifestó a través de objetos de artesanía, como los que se encuentran reunidos en la Galería de la Secesión vienesa. Intelectualmente afín a cierto ideario romántico, Klimt encontró en el desnudo femenino una de sus más recurrentes fuentes de inspiración.[1] Sus obras están dotadas de una intensa energía sensual, reflejada con especial claridad en sus numerosos apuntes y esbozos a lápiz,[2] en cierto modo herederos de la tradición de dibujos eróticos de Rodin e Ingres. Klimt se convirtió en un personaje muy notable en la alta sociedad vienesa, y estuvo relacionado de un modo u otro con los más notables círculos intelectuales del momento, en una época en la que Viena estaba dejando de ser la capital mundial del arte.
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