TÍTULO: El sombrero.
Don Secundino apareció bajo el dintel. Se acercó al mostrador del guardarropa y entregó la chapita numerada, la número tres, como todos los días. Fermín, el empleado, le devolvió el abrigo. Era un viejo abrigo de paño, al que ya una vez habían dado la vuelta. Don Secundino se lo puso con cuidado, encogió los hombros varias veces y cuando se sintió acomodado inició la salida del casino. Entonces, Fermín le llamó.
—Don Secundino, se olvida usted el sombrero.
—¿El sombrero? —dijo volviéndose—. Yo no uso sombrero.
—¿No usa sombrero...?
—No.
—¿Entonces...? —se dijo a sí mismo el empleado—. ¿Es usted el último, verdad?
Y era verdad. Don Secundino siempre abandonaba el casino el último. Matemáticamente, a las diez y media, se levantaba de su confortable asiento en el salón de fumar, cerraba el libro y repasando el lomo con cariño lo devolvía a su sitio en la biblioteca. Luego daba algunos pasos sobre el alfombrado suelo, se miraba la puntera de los zapatos, a veces se los frotaba contra las perneras, y salía en busca de su abrigo.
Fermín daba vueltas al sombrero entre las manos, parecía cavilar a quién podía pertenecer.
—Veamos... Don Alberto salió con él puesto, creo. El coronel Nuño llevaba su gorra militar, sí, lo recuerdo. El señor Tito con su boina, aquí no está, y en cuanto a usted, dice no usarlo.
—¡Caramba!, Fermín —le reprochó Don Secundino—, llevo aquí el tiempo suficiente para que te hayas dado cuenta de que no uso sombrero.
—¿Seguro? —insistió éste.
—¿Pero, hombre...?
—El caso es que no sé de quién es el sombrero.
Era un sombrero de fieltro, ni muy nuevo ni muy viejo, de tela gris y ligeramente raído el borde de las alas. Uno de esos sombreros de oficinista.
—¡Pues vaya un misterio! —exclamó Fermín con cara de tener un grave problema. Una conmoción en la cotidiana tranquilidad del casino.
—Vamos a ver... —quiso ayudarle Don Secundino—. ¿Quién salió primero?
—Don Alberto, como siempre —respondió en el acto Fermín.
—¿Y qué llevaba?
Fermín frunció el ceño, parecía hacer esfuerzos para recordar.
—Sí, llevaba el gabán que perteneció a su difunto padre, el señor Godofredo, y claro, también llevaba su ridículo sombrero.
—¡Fermín! —le reprendió Don Secundino.
—No ha tenido mucha suerte el señor Alberto —siguió Fermín sin darse por aludido—. Fíjese, lleva el mismo gabán que su padre, se diría que caminan los dos juntos cuando lo veo.
—¿Eso le parece?
—Aunque debo decirle que su difunto progenitor era más elegante, ¡señor!, qué modales los de aquel hombre, siempre lo recordaré, ¡y menudas propinas me daba!
—¿No me diga? —se sorprendió Don Secundino—. Con lo tacaño que es su hijo.
—¿Tacaño? es un ruin, un hombre incapaz de dar la mano por miedo a desgastársela.
—Don Secundino se sonrió, tenía el abrigo a medio abotonar y no parecía sufrir mucha prisa.
—Un hombre así nunca se hubiera dejado olvidado el sombrero.
—No, además lo usa para taparse la calva.
—Del coronel Nuño seguro que no es —reflexionó Don Secundino—, jamás le he visto de paisano.
—Sí, le horrorizan los trajes civiles. Se ve que espera la muerte con las botas puestas.
Don Secundino contuvo la sonrisa que le afloraba a las mejillas.
—Fíjese —añadió el empleado—, el otro día, sin ir más lejos, rebuscando en los bolsillos de su gabardina militar, encontré esto—. Y metiendo las manos bajo el mostrador sacó un pequeño revolver del veintidós.
—¡Pero hombre de Dios! —se escandalizó Don Secundino—. ¿Cómo hace usted eso? —e instintivamente metió las manos en los bolsillos de su viejo abrigo como si quisiera recontar sus pertenencias.
—Es mi oficio —aseguró Fermín con desparpajo. Miraba el revólver con cierta displicencia, luego lo volvió a depositar en la gaveta, bajo el mostrador.
—¿Cree usted que el coronel...? —inquirió Don Secundino llevándose un dedo a la sien.
—Desde luego, por eso se lo he quitado. Aunque él piensa que lo ha perdido.
—¿Tan mal le van las cosas?
—El retiro no es tan dulce como parece —sentenció Fermín.
—Seguimos sin saber de quién es el sombrero.
—Sí.
—El señor Tito salió un poco antes que yo, lo vi marchar —aseguró Don Secundino—, ¿llevaba su gorra?
—Creo que sí. En todos los años que llevo aquí, nunca le he visto con otra prenda en la cabeza.
—Sí, es un hombre muy metódico.
—No. Es que no tiene otra. Esa gorra se la regaló un familiar al poco de ingresar en el casino, si bien entonces portaba una borla de esas de lana, con el tiempo se desprendió.
—Pues eliminados los socios de la biblioteca, sólo nos queda saber si hubo algún visitante que pudiera habérselo dejado olvidado.
—Tiene usted razón, pero que yo recuerde no ha venido nadie, ¿quién iba a venir?
—Sí, ¿quién iba a venir?
—La mujer de Don Alberto murió hace años, además este es un sombrero de caballero.
—Y al coronel Nuño no se le conoce familia.
—Sí —recordó Fermín—. Salvo aquel joven de las milicias de complemento que vino a verle una vez. Un auténtico caballero, guapo, bien vestido... Pero no era de la familia, un alumno de la academia del alféreces provisionales, creo.
—¿No ha venido hoy, claro?
—No, no. Lo mataron en el frente.
—¡Ah!
—Pobre joven —se dolió Fermín—, todavía me parece recordarle sentado en uno de los sofás de la chimenea. El y el coronel hablaron de política, lo sé porque el coronel se enfadó, es un hombre muy conservador.
—¿No pidió el retiro con Azaña?
—Sí. Se negó a quitarse la corona de las insignias. Pero reingresó con el Alzamiento.
—Bueno, pues estamos como al principio —comentó Don Secundino contemplando el sombrero—. ¿Me permite? —añadió tomando la prenda?
—Está bastante usado, aunque bien cuidado —dijo después de examinarlo—. No sé por qué, se me hace para un empleado de banca. ¿Algún viejo amigo del señor Tito? —añadió recordando que éste había trabajado en el medio.
—¿Amigos? —se sonrió Fermín—, no tiene amigos y menos en la banca. Le expulsaron del Continental por cohecho.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo vive? ¿alguna pensión?
—Vive con una amante —musitó Fermín bajando la voz—. Una hembra pechugona. Un día estuvo aquí. ¡Señor! ¡cuánta pintura llevaba?
—¿Y el señor Tito a sus años...?
—Recuerdo las miradas que se le escapaban a Don Alberto. Una de las pocas veces que esto se ha animado. Lástima que usted no estuviera por entonces. Abrimos una botella de champán, Don Alberto recitó una poesía, y la fulana —aquí Fermín volvió a bajar la voz— se sentó cruzando las piernas, llevaba medias de nylón. De estraperlo, seguro.
—¡Caray!
—Entonces al señor Tito le iban bien las cosas, al parecer, su amiga ejercía..., ya me entiende.
—O sea, que el señor Tito la tenía de...
—¡Y con mucho éxito! Algunos socios le hicieron una visita.
—¡Vaya con el señor Tito! —se sorprendió Don Secundino.
—Sí, y eso levantó las iras del coronel que se propuso denunciarlo al patronato.
—¿Y no lo hizo?
—No, porque el señor Tito le amenazó a su vez con divulgar cierta historia..., humm..., desagradable, un desliz de cuando era profesor en la academia de alféreces provisionales.
—¿Un desliz?
—Un coqueteo con un..., con un alumno.
—¡Dios mío! ¿El coronel?
—Ya ve, lo guardaba en secreto, pero cuando el joven militar de que le hablé, le visitó antes de partir para el frente, el señor Tito se encontraba en la biblioteca, y como la puerta estaba casualmente abierta, lo escuchó todo.
—¡Pobre coronel! ¿Qué golpe!
—No se lo puede imaginar, se puso rojo de rabia, aulló de indignación, quería batirse en duelo. Una verdadera escena.
—Me refiero a la muerte del joven militar.
—¡Ah! Lo fusilaron los mismos nacionales, alguien lo denunció y le detuvieron in fraganti. Una historia sucia. Se le echó tierra encima, pero intervino el coronel, en su contra, ¿quién lo diría, verdad?
—¿En su contra?, ¿no me diga?
—Sí, aunque el joven nunca lo supo. Los celos, ya sabe.
—¡Santo Dios! ¿Y cómo puede seguir en el casino después de eso?
—¡Ah!, como si nada. Pasamos todos una temporada mala porque coincidió con la muerte de la mujer de Don Alberto.
—Un golpe para el viejo.
—Ya lo creo, pobrecita. Le cortaron el pelo al cero, le dieron aceite de ricino y la pasearon por todo el Espolón. Murió de vergüenza.
—¿Un asunto político?
—Del socorro rojo, creo que dijeron.
—Pobre Don Alberto.
—Sí, desde entonces anda un poco trastornado.
—¿Y el coronel, no podía haber intervenido?
—¿Él, con la tirria que le tiene?
—Ya. Pero lo que no entiendo es como la mujer de Don Alberto..., con lo de derechas de toda la vida que es este pobre hombre.
—Fue una denuncia, alguien fue con el cuento de que tenía un hermano en la zona roja que le mandaba cartas con mensajes secretos. Una tontería, Lo único cierto es que su padre había sido de Izquierda Republicana. Además, quién la denunció se quedó con el piso dónde vivían.
—¿Pues quién fue?
—La fulana.
—¿La fulana?
—Sí, la liada con el señor Tito.
—¡Jesús!
—Tenía mucha mano entre los falangistas, hasta salió en una revista vestida de falange. Como el piso era muy grande, le venía bien para...
—Ya.
—Bueno, es tarde ya —dijo Fermín—, hay que cerrar.
—Sí —asintió Don Secundino perdidos sus pensamientos en la conversación.
Terminó de abotonarse el abrigo. Fuera había niebla a ambas orillas del río. En los muros que lo contenían se veía pintado con alquitrán, por tres veces seguidas, el nombre del Caudillo. Fermín le abrió la puerta, luego cerró y guardándose las llaves, se frotó las manos de frío.
—¿Hace frío, eh?
—Hasta mañana —se despidió Don Secundino.
—Adiós —le respondió Fermín. Llevaba un chaquetón de cuero, se cubría la cabeza con el sombrero de fieltro, le sentaba como si hubiera sido suyo toda la vida. Al doblar la calle Santander se perdió de vista.
Sáinz-Rozas.
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